La Buena Novela de Laurence Cossé
Traducción de Isabel González-Gallarza
ISBN:
978-84-15130-26-0
Encuad:
Rustica
Formato:
14 x 21 cm
Páginas:
416
PVP:
23,95 €
La fundación de una
librería parisina «única», llamada «La Buena Novela», desata pasiones, celos y
hasta intentos de asesinato. Ivan «Van» Georg, antiguo vendedor de cómics, y la
estilosa y seductora Francesca Aldo-Valbelli se juntan para llevar a cabo el
sueño de sus vidas: montar una librería que solo venda obras maestras,
seleccionadas por un comité secreto de ocho respetables escritores que se
esconden bajo seudónimo. Cuando la librería abre, inmediatamente empieza a
cosechar un éxito arrollador. ¿Quiénes son esos elitistas y cómo osan decirles
a los lectores lo que han de leer? La blogosfera hierve, Internet crepita.
Decenas de competidores nacen de la noche a la mañana, clamando por los ideales
seudoigualitarios. Ivan y Francesca, estoicamente, intentan aguantar el
chaparrón hasta que, de repente, tres de los miembros de su comité secreto son
víctimas de accidentes que a punto están de costarles la vida.
A la mañana siguiente —bueno, en lo que
quedaba de mañana a la hora en que acostumbraba a despertarse—, Paul había
previsto leer, por orden, las dos versiones de Mina de Vanghel. Pero ¿quien
habría podido saberlo? Van reconstruyo esos pocos días a posteriori. Paul ya había
leído Mina de Vanghel: la recordaba bien. Stendhal era uno de esos autores cuya
obra se jactaba de conocer por entero. Pero no ocurrió hasta el ultimo otoño
que, al regresar al segundo tomo de una vieja edición de sus Novelas y cuentos,
se topo con El rosa y el verde, y descubrió que ese principio de novela, aunque
siete anos posterior a Mina, se presentaba algo así como una introducción a
dicha novela, inacabada también. De modo que esa mañana del 8 de noviembre su
proyecto consistió, pues, en leer El rosa y el verde y, acto seguido, releer
Mina de Vanghel.
Y decimos su proyecto, claro, por
referirnos de alguna manera a sus actividades, pues Paul Néon carecía en realidad
de proyectos y de horarios, no obedecía a rutina alguna ni llevaba una dieta
equilibrada. Que nadie me acuse luego de afirmar lo que no he escrito, porque
no he añadido: «afortunado el».
Quizá por la tarde se escuchara en
la planta baja de su chalé, si es que se lo puede definir así, un timbre de
teléfono particularmente prolongado. Quizá se escuchara otro, una o dos horas
mas tarde, no menos desolado. Pero… ¿Quien habría podido oírlos, tanto uno como
otro?
El país imaginado de Eduardo Berti
Introducción de Alberto Manguel
ISBN:
978-84-15578-18-5
Encuad:
Rústica
Formato:
13 x 20 cm
Páginas:
240
PVP:
19,95 €
Imbuida de una
atmósfera mágica, de delicados elementos que prefiguran lo que ha de ser el
país imaginado, esta bella historia nos traslada a una China de principios del
siglo XX repleta de fantasmas, de bodas entre vivos y muertos, de
supersticiones y ritos ancestrales. En medio de todo ello se encuentra la
protagonista, una joven que vive atemorizada por el compromiso nupcial que para
ella desean pactar sus padres y que, mientras, solo tiene ojos para la hija de
un vendedor de pájaros ciego, la hermosísima Xiaomei, con quien inicia una
tímida relación de amistad y dependencia. En sus citas en el parque al que los
ancianos van a pasear a sus pájaros, las dos descubren la importancia de lo que
se cuenta y de lo que no, de la lealtad y de la belleza, con todo su poder para
huir de los abismos abiertos por los demás.
Tras la muerte de mi abuela, mi
padre nos había prohibido entrar en la habitación de ella. Hasta que no se
hubiesen cumplido cuarenta y nueve días de la defunción de la abuela, nadie con
la misma sangre tenía derecho a ingresar allí. Para que caducara el veto faltaban
dieciséis días y, como cada siete días mi padre nos obligaba a una idéntica
ceremonia con el propósito de dispersar el alma de la muerta, quedaban aún dos
ceremonias.
Mientras tanto, de entrar para
hacer la limpieza se encargaba Li Juangqing. Confieso que me aliviaba esta
prohibición: mi abuela había sufrido una lenta agonía y a mí me había tocado
asistir a sus últimos momentos, que no podía quitarme de la cabeza. Aquello
había ocurrido ahí mismo, en el lecho que todavía llamábamos lecho mortal. Mi
abuela había pasado enferma un tiempo demasiado largo; no podría decir
exactamente cuánto, pero recuerdo que ocurrieron muchas cosas mientras ella se
iba encogiendo debajo de las sábanas, más y más débil y arrugada, más y más permeable
al dolor. El día que mi padre trajo a casa un conejo, mi abuela ya guardaba
cama. El día que el conejo se extravió y hubo que revolver la casa hasta
encontrarlo dentro de la bota izquierda de mi padre, mi abuela continuaba en
cama. La noche que mi hermano tuvo quizá una pesadilla, dio unos pasos dignos
de un sonámbulo y se rompió con una puerta menos de la mitad de un diente, mi
abuela aún estaba viva aunque había empeorado bastante. Podría enumerar diez o
veinte episodios a los que asocio con la imagen de mi abuela moribunda, boca
arriba en ese lecho.
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