El escritor chino que
en realidad se llama Guan Moye ha sido galardonado este año con el Premio Nobel
de Literatura, por en opinión del jurado «combina los cuentos populares, la
historia y la contemporaneidad con un realismo alucinante». El autor nació en
Gaomi, un pobre condado de la provincia costera de Shandong, en febrero de 1955.
Mo Yan pertenece a esa «generación pérdida» de chinos que tuvo que dejar los
estudios para trabajar en una fábrica durante la infame «Revolución Cultural» (1966-76) de Mao Zedong. Con 20 años, ingresó en el Ejército
Popular de Liberación, donde empezó a escribir sus primeros relatos a
principios de los 80 ante la mirada inquisitiva de sus superiores.
En palabras del autor: "Continuaré trabajando duro, gracias a
todos" expresa en China News "Estoy
aquí para ver el campo", hablando de los autores chinos: "tiene muchos autores excelentes cuyos
destacados trabajos podrán también ser reconocidos en el mundo".
También expresa su sorpresa del galardón: "Mi
estatus no era tan elevado". "Solo
quiero seguir mi camino, concentrado en lo humano para mi propia obra",
ha declarado Mo, quien ha agregado que en su pueblo se siente "tranquilo, para escribir encerrado en
su habitación".
Aunque ya es el segundo
Nobel de Literatura chino, él es el primer Nobel por el que se podrá celebrar en
China. No fue así en 2000, cuando la Academia galardonó al escritor exiliado
Gao Xingjian. Ni en 1989, cuando el Dalai Lama recibió el Nobel de la Paz por
denunciar la situación en el Tíbet cuando aún estaban calientes los cadáveres
de Tiananmen. Y menos en 2008, cuando este premio recayó en un
intelectual encarcelado por escribir un manifiesto democrático, Liu Xiaobo, que
continúa en su celda.
—¿Qué ocurre, Tío? —preguntó—. ¡Ay,
Dios mío...!
Unos destellos del color de la esmeralda pasaron ante sus ojos, como si fueran millones de tallos verdes de ajo flotando en el aire. Algo le golpeó en el tobillo derecho, un golpe pesado y sordo que le retorció las tripas. Momentáneamente aturdido, cerró los ojos y advirtió que el sonido que había escuchado era su propio grito mientras se desplomaba hacia un costado. Luego sintió otro golpe sordo detrás de la rodilla izquierda. Gritó de dolor -esta vez no había ningún rechazo- y se precipitó hacia delante, cayendo de rodillas en los escalones de piedra. Conmocionado, trató de abrir los ojos, pero los párpados le pesaban demasiado y el aire cargado de ajo se los llenó de lágrimas. No obstante, sabía que no estaba llorando. Trató de levantar la mano para frotarse los ojos y descubrió que tenía las muñecas atadas con algo frío y duro que le producía dolor; dos ligeras punzadas metálicas le aguijonearon el cerebro.
Por fin pudo abrir los ojos. A través de una película de lágrimas -no estoy llorando, pensó- observó a dos policías vestidos con casacas blancas y pantalones verdes con tiras rojas a lo largo de las piernas. Descollaban por encima de él, como unas siluetas borrosas y pálidas, con sus pantalones y las manchas oscuras de sus casacas. Pero lo que más le llamó la atención fueron las pistolas y las porras negras que colgaban de los amplios cinturones de cuero artifi cial de color cordobán que sujetaban las casacas. Las hebillas relucían con el sol. Levantó la mirada hacia aquellos rostros inexpresivos, pero antes de que pudiera emitir un sonido, el hombre que estaba a la izquierda sacó un papel que tenía un sello rojo ofi cial y dijo con cierto
tartamudeo:
—Es-estás detenido.
Unos destellos del color de la esmeralda pasaron ante sus ojos, como si fueran millones de tallos verdes de ajo flotando en el aire. Algo le golpeó en el tobillo derecho, un golpe pesado y sordo que le retorció las tripas. Momentáneamente aturdido, cerró los ojos y advirtió que el sonido que había escuchado era su propio grito mientras se desplomaba hacia un costado. Luego sintió otro golpe sordo detrás de la rodilla izquierda. Gritó de dolor -esta vez no había ningún rechazo- y se precipitó hacia delante, cayendo de rodillas en los escalones de piedra. Conmocionado, trató de abrir los ojos, pero los párpados le pesaban demasiado y el aire cargado de ajo se los llenó de lágrimas. No obstante, sabía que no estaba llorando. Trató de levantar la mano para frotarse los ojos y descubrió que tenía las muñecas atadas con algo frío y duro que le producía dolor; dos ligeras punzadas metálicas le aguijonearon el cerebro.
Por fin pudo abrir los ojos. A través de una película de lágrimas -no estoy llorando, pensó- observó a dos policías vestidos con casacas blancas y pantalones verdes con tiras rojas a lo largo de las piernas. Descollaban por encima de él, como unas siluetas borrosas y pálidas, con sus pantalones y las manchas oscuras de sus casacas. Pero lo que más le llamó la atención fueron las pistolas y las porras negras que colgaban de los amplios cinturones de cuero artifi cial de color cordobán que sujetaban las casacas. Las hebillas relucían con el sol. Levantó la mirada hacia aquellos rostros inexpresivos, pero antes de que pudiera emitir un sonido, el hombre que estaba a la izquierda sacó un papel que tenía un sello rojo ofi cial y dijo con cierto
tartamudeo:
—Es-estás detenido.
Las baladas del ajo (2008)
/ Kailas
—¿Por qué sigues aquí? —le
preguntó.
—Yo he hecho la mitad de este
trabajo y tú la otra mitad. En teoría, tendría que cobrar una toalla y cinco
huevos, pero me has abierto la cabeza. Como respeto a tu madre, no te voy a ir
a denunciar a la comisaría, pero me tienes que dar una toalla para que pueda
cubrirme la cabeza y cinco huevos para que me recupere pronto —contestó la
abuelita.
En ese momento mi tía se acordó de
que estas abuelitas les pedían a los padres que acababan de tener un hijo una
remuneración. Las odiaba profundamente.
—¡Qué vergüenza!, ¡qué vergüenza me
das! —dijo Tía chirriando los dientes—. ¿Cómo te atreves a decir que has hecho
la mitad del trabajo? Si te dejo terminar, ¡ahora tendrías dos cadáveres sobre
este kang! Tú, diabólica abuelita, ¿piensas que la vagina de las mujeres es
igual que el culo de las gallinas?, ¿que si empujas con fuerza sale el huevo?
Tienes que atender a una primeriza, ¡no matarla! ¿Me quieres denunciar? —Tía
levantó la pierna para darle a la abuelita un puntapié en la barbilla—.
¿Todavía quieres la toalla y los huevos? —Le pegó otro puntapié en el culo,
luego cogió la caja de medicinas con una mano, agarró a la abuelita del moño
con la otra y la arrastró al patio. Chen E las siguió, también salió al patio e
intentó detener a mi tía, que le gritó furiosamente—: ¡Vuelve a tu habitación a
cuidar de tu esposa!
Fue la primera vez que mi tía se peleó
con otra persona. Me dijo que no sabía que también sería capaz de pegar a una
abuelita. Apuntó al culo de la anciana y le pegó otro puntapié. La abuelita, que
yacía en el suelo, se dio la vuelta, se sentó apoyándose con las manos y gritó
a todo volumen:
—¡Socorro! Me están matando… La
hija de Wan Liufu me va a matar…
No hay comentarios:
Publicar un comentario