Morgan
Robertson
El
hundimiento del Titán
Ocho
remolcadoras arrastraron la gran mole hasta la corriente, con su morro
apuntando hacia el río. El piloto dijo unas palabras en el puente; el primer
oficial dio un breve toque de silbato y giró una palanca; las remolcadoras se
pusieron en fila y se retiraron; en las entrañas del barco se encendieron tres
motores pequeños y se aumentó la potencia de tres grandes; tres hélices
empezaron a girar, y el mastodonte, vibrando con un temblor que recorrió su
gigantesco armazón, comenzó a moverse lentamente hacia el mar.
Al
este de Sandy Hook el piloto se dejó ir y comenzó el verdadero viaje. Quince
metros por debajo de cubierta, en un infierno de ruido, calor, luz y sombra,
los paleros cargaban el combustible desde las carboneras al horno, donde
fogoneros medio desnudos, con rostros que parecían los de demonios
atormentados, lo arrojaban a las ochenta bocas ardientes de las calderas. En la
sala de máquinas los engrasadores entraban y salían del maremágnum de acero que
caía vertiginosamente, brillando y retorciéndose, cargados de latas de aceite y
desechos, y supervisados por el atento personal de servicio, que escuchaba con
gesto tenso en busca de alguna nota discordante en el confuso revoltijo de
sonidos (un chasquido de acero fuera de tono, por ejemplo, señal de una llave o
tuerca demasiado floja). En cubierta, los marineros izaban las velas
triangulares de los dos mástiles para aumentar más aún la propulsión del veloz
gigante, y los pasajeros se dispersaron a gusto de cada cual. Unos se sentaron,
bien abrigados —porque, aunque era abril, el aire marino era frío—; otros
recorrían la cubierta para estirar las piernas; otros escuchaban tocar a la
orquesta en el salón de música, o leían o escribían en la biblioteca, y unos
pocos se fueron a sus camarotes, mareados por el leve balanceo del barco.
Las
cubiertas estaban despejadas y los relojes sincronizados a mediodía, y entonces
comenzó la inacabable labor de limpieza a la que los marineros de un barco de
vapor dedican gran parte de su tiempo. Encabezada por un contramaestre, una
cuadrilla acudió a popa de estribor y, pertrechada de cubos y brochas, se
distribuyó a lo largo de la barandilla.
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