Ken
Follet
El
invierno del mundo
Churchill
cerró el debate. Como orador podía equipararse a Lloyd George, y Lloyd temió
que su oratoria pudiera salvar a Chamberlain. Pero tenía a la cámara en contra,
interrumpiéndolo y jaleando a veces con tanto alboroto que no se lo oía por
encima del clamor.
Churchill
se sentó a las once de la noche y entonces se realizó la votación.
El
sistema se hacía lento y pesado. En lugar de levantar las manos o marcar
papeletas, los parlamentarios tenían que abandonar la cámara para ser contados
a medida que pasaban a uno de los dos vestíbulos, el del «Sí» o el del «No». El
procedimiento se alargó durante quince o veinte minutos. Ethel siempre decía
que solo podía haber sido ideado así por hombres que no tenían nada más que
hacer. Estaba segura de que no tardarían en modernizarlo.
Lloyd
estaba en ascuas. La caída de Chamberlain le proporcionaría una profunda
satisfacción, pero no era ni mucho menos segura.
Para
distraerse pensó en Daisy, siempre una ocupación agradable. Qué extrañas habían
sido las últimas veinticuatro horas en Ty Gwyn: primero aquella nota con una
sola palabra, «Biblioteca»; después la conversación apresurada y aquella
tentadora cita en la Suite Gardenia; luego toda una noche de espera, con frío,
aburrido y desconcertado, y todo por una mujer que no había aparecido. Lloyd
había estado allí hasta las seis de la mañana, abatido pero reacio a abandonar
las esperanzas hasta el momento en que se viera obligado a lavarse, afeitarse y
cambiarse de ropa, hacer la maleta y salir de viaje.
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