Ken
Follet
El
invierno del mundo
Lo
cierto era que los conservadores tenían la sensación de que España había
elegido a unos representantes peligrosamente izquierdistas. A hombres como
Fitzherbert no les desagradaría ver que el gobierno español era derrocado por
la fuerza y sustituido por otro de extrema derecha. Lloyd hervía de
frustración.
Y
entonces se le había presentado esa oportunidad de luchar contra el fascismo en
su propio país.
—Es
ridículo —había dicho Bernie hacía una semana, cuando se había anunciado la
marcha—. La policía metropolitana tiene que obligarlos a cambiar de ruta. Están
en su derecho a manifestarse, claro, pero no en Stepney.
Sin
embargo, la policía alegaba que no tenía poder para interferir en una
manifestación perfectamente legal.
Bernie
y Ethel, con los alcaldes de ocho distritos municipales de Londres, habían
montado una delegación para suplicarle al secretario del Home Office, sir John
Simon, que prohibiera la marcha o que por lo menos la desviara; pero también él
se había excusado diciendo que no tenía poder para actuar.
La
cuestión de qué acciones había que tomar a continuación había dividido al
Partido Laborista, a la comunidad judía y a la familia Williams.
El
Consejo del Pueblo Judío contra el Fascismo y el Antisemitismo, fundado por el
propio Bernie y más personas hacía tres meses, había hecho un llamamiento a una
contramanifestación multitudinaria para impedirles a los fascistas la entrada a
las calles judías. Su lema era una frase en español: «¡No pasarán!», el grito
de los defensores antifascistas de Madrid. El Consejo era una organización
pequeña con un nombre grandilocuente. Ocupaba dos salas en un piso de un
edificio de Commercial Road, y no tenía en propiedad más que un ciclostil
Gestetner y un par de viejas máquinas de escribir, pero, a pesar de todo,
contaba con muchísimo apoyo en el East End. En cuarenta y ocho horas había
recogido la increíble cantidad de cien mil firmas para solicitar que se
prohibiera la marcha. A pesar de ello, el gobierno no hizo nada.
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