Ken
Follet
El
invierno del mundo
Salió
de inmediato de la sala y regresó al despacho de su madre. No se quitó el
abrigo ya que hacía frío. Miró alrededor. En el escritorio había un teléfono,
una máquina de escribir y pilas de papel y papel carbón.
Junto
al teléfono había una fotografía enmarcada de Carla y Erik con su padre. La
habían tomado un par de años antes, un día soleado en la playa, junto al lago
Wannsee, a veinticinco kilómetros del centro de Berlín. Walter llevaba
pantalones cortos. Todos reían. Fue antes de que Erik empezara a dárselas de
hombre serio y duro.
En
la otra fotografía que había, colgada de la pared, aparecía Maud con Friedrich
Ebert, héroe de los socialdemócratas, que había sido el primer presidente de
Alemania tras la guerra. La foto se había tomado unos diez años atrás. Carla
sonrió al fijarse en el vestido holgado y de cintura baja y el corte de pelo
masculino de su madre: ambos debían de estar de moda por entonces.
En
la estantería había diversos listines telefónicos, diccionarios en distintos
idiomas y atlas, pero nada que leer. En el escritorio había lápices, varios
pares de guantes de etiqueta aún envueltos en papel de seda, un paquete de
compresas, y una libreta con nombres y números de teléfono.
Carla
cambió la fecha del calendario y lo puso al día, lunes 27 de febrero de 1933.
Luego colocó una hoja de papel en la máquina de escribir. Tecleó su nombre completo,
Heike Carla von Ulrich. Cuando tenía cinco años anunció a todo el mundo que no
le gustaba el nombre de Heike y que quería que todos utilizaran su segundo
nombre, y para su gran sorpresa, la familia le hizo caso.
Cada
tecla de la máquina de escribir hacía que una barra metálica se alzara,
golpeara una cinta entintada e imprimiera una letra. Cuando apretó dos teclas
sin querer, estas se quedaron atascadas. Intentó separarlas, pero no pudo.
Apretó otra tecla pero no sirvió de nada: ahora ya se le habían atascado tres.
Lanzó un gruñido: se había metido en un problema.
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