Ōgai
Mori
La
bailarina
Caminaba
rápido, como si no estuviera dispuesta a ser objeto de las miradas de la gente.
Yo la seguía. Tras un amplio portalón, situado en la calle frente a la iglesia,
había una escalera de piedra con los peldaños gastados. Al final de los
escalones, una puerta tan pequeña que para pasar uno se veía obligado a
doblarse. La joven tiró del extremo de una pieza oxidada, hecha de alambre.
—¿Quién
anda ahí? —preguntó una voz ronca desde el interior.
—Soy
Elise. He vuelto.
Apenas
había terminado de hablar cuando la puerta se abrió bruscamente, empujada por
una mujer mayor. Su pelo era canoso y su frente mostraba claramente los surcos
de la pobreza, pero su rostro no era en absoluto el de una mujer malvada.
Llevaba puesto un viejo vestido, mezcla de algodón y franela, y calzaba unas
zapatillas sucias. Elise me hizo una señal para que entrara, pero la mujer me
dio con la puerta en las narices, en un gesto de evidente impaciencia ante el
regreso de la joven.
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