Howard
Fast
Sylvia
Se
encogió de hombros y rió. Las tortillas estaban ya listas. La mujer las
envolvió en un pedazo de papel y el cura le pagó. Volvimos a la misión, que no
era sino un recinto cuadrado casi sin adornos: la iglesia católica más sencilla
que nunca había visto: un altar, un crucifijo, un confesionario y algún otro
elemento ritual, bancos de tosca madera sobre un suelo de ladrillo que habían
pulimentado los pies de generaciones de peones. En la parte de atrás de la
iglesia estaba la habitación del cura: un catre, dos sillas, una mesa y un
hogar de arcilla, sobre el que las judías se calentaban sobre unos rescoldos. Me
senté en una de las sillas mientras el anciano ponía las tortillas en un plato
de arcilla cerca de las judías. Tomó entonces dos cebollas de una caja en un
rincón, las peló y dividió en pedazos en un plato. Esperaba que yo no tuviese
nada que objetar a esas cebollas crudas, que eran muy buenas acompañando las
judías. Le dije que me gustaban las cebollas y ello le complació mucho. Tenía
una infantil reacción de placer ante las cosas simples y sin importancia. Puso
sobre la mesa los platos de arcilla marrón y los jarros, salió por la puerta
trasera de la misión y regresó momentos más tarde con dos botellas de cerveza,
explicando que las mantenía frescas en el pozo, para disfrute de sus
ocasionales huéspedes.
—Tortillas,
judías, cebollas y cerveza: esta es la comida de mi gente, aunque la cerveza se
reserva para los días santos. Es comida sencilla pero también muy buena. ¿No lo
cree así, señor Macklin?
No
había puesto cubiertos en la mesa, así que seguí su ejemplo y tomé las judías
usando el pan caliente como cuchara a la vez que una rodaja de cebolla y, para
que todo ello bajara, un trago de cerveza. Había comido judías y tortillas en
Los Ángeles, pero no como éstas, y la cerveza era fría y de color claro. Se me
abrió el apetito y comí ávidamente hasta que las tortillas desaparecieron y mi
estómago se sintió saciado y a gusto, y yo mismo revestido, por fin, de un poco
de paz. Mientras comimos intercambiamos pocas palabras, pero cuando la cerveza
y la comida se acabaron, el anciano me dijo, sonriendo, para que no viera
aspereza en sus palabras.
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