Mircea Cărtărescu
Las
bellas extranjeras
Me
gusta con locura la palabra «elucubraciones» que los críticos, sobre todo los más
jóvenes y faltos de carácter, aplican a menudo a mis libros. Gracias a ellos he
descubierto que en mis pobres libros existen infinitas páginas llenas de «elucubraciones»,
escritas en una jerga cargada de neologismos de la que nadie entiende nada. Sin
embargo, dicen ellos, tal vez se podría entender algo si mis ideas se
resumieran en una sola frase —bueno, dos—, breves y concisas.
Pero yo, dale que te pego, solo escribo ladrillos de mil páginas que necesitan mucho relleno. Esas elucubraciones son sobre religión, un ámbito, ya se sabe, sin el más mínimo interés (¿la Biblia? Un libro para viejas beatas, eso es lo que es), sobre física cuántica (¿en una novela? En Las edades de Lulú no se dice ni pío sobre las diferentes fases cuánticas ni sobre las ecuaciones no-lineales y aún así la chica ganó premios a espuertas), sobre las sustancias neurotransmisoras del cerebro y obras vaguedades. Castigado en el rincón, he pensado que al fin y al cabo tal vez tengan razón. ¡Nunca se sabe! Quizá el joven que ataca a Hesse y García Márquez en los blogs —porque no le suenan actuales— tenga otras necesidades, historias simples, vigorosas, de mete-saca sin muchas elucubraciones ni antes ni después… Recuerdo que en un relato de Ilf y Petrov dos policías detienen a un tipo, lo atan a la cama y lo muelen a palos. Entre tanto, él aprieta los dientes y piensa: «¿Quién sabe? Tal vez tenga que ser así, tal vez contemplado desde un punto más elevado, todo cobre otro significado. Tal vez deban golpearme por el bien de la sociedad…». Cualquier autor que haya dejado atrás la juventud piensa así: espera un momento, ¿acaso soy contemporáneo de estos chavales?¿Les dice algo lo que yo escribo?¿Y si entre tanto la literatura se ha transformado y yo sigo con mis antiguallas?¿Y si ellos tuvieran razón? El crítico que me aconseja condescendiente, que abandone mis trucos vetustos me parece un tanto rudo y un bocazas, pero tal vez deba ser así, tal vez así sean ellos ahora. Tal vez la gente se haya saturado de los cultos esos que escriben bien. Si él encuentra elucubraciones en mis páginas, eso significa que las hay. Qué diantre, ¿no decía incluso Borges que es una estupidez escribir libros largos si los puedes reducir a un resumen de unas pocas páginas? Algún día sacaré una edición de Cegador de tan solo treinta y siete páginas, reducida a la historia inicial, sin elucubración alguna y encima profusamente ilustrada. Resulta que son esos los libros que van a enfrentarse al paso del tiempo. O, aún mejor, una edición de unas cuantas líneas, en la que se muestre cómo una trabajadora, María, da a luz a unos gemelos. Uno de ellos, Mircea, vive en Bucarest durante l ápoca comunista, se ve afectado por la influencia de un borracho. Herman, que de vez en cuando delira de manera ininteligible, está a punto de ser violado por un compañero y luego vagabundea de acá para allá hasta que lo pilla la revolución. El otro, Victor, es raptado de niño y llevado a Ámsterdam, donde crece en un ambiente de promiscuidad para acabar ingresando en la Legión Extranjera. Los dos se encuentran en Bucarest durante la revolución rumana y… sobrevive el fin del mundo. Como dijo aquel, less is more.
Pero yo, dale que te pego, solo escribo ladrillos de mil páginas que necesitan mucho relleno. Esas elucubraciones son sobre religión, un ámbito, ya se sabe, sin el más mínimo interés (¿la Biblia? Un libro para viejas beatas, eso es lo que es), sobre física cuántica (¿en una novela? En Las edades de Lulú no se dice ni pío sobre las diferentes fases cuánticas ni sobre las ecuaciones no-lineales y aún así la chica ganó premios a espuertas), sobre las sustancias neurotransmisoras del cerebro y obras vaguedades. Castigado en el rincón, he pensado que al fin y al cabo tal vez tengan razón. ¡Nunca se sabe! Quizá el joven que ataca a Hesse y García Márquez en los blogs —porque no le suenan actuales— tenga otras necesidades, historias simples, vigorosas, de mete-saca sin muchas elucubraciones ni antes ni después… Recuerdo que en un relato de Ilf y Petrov dos policías detienen a un tipo, lo atan a la cama y lo muelen a palos. Entre tanto, él aprieta los dientes y piensa: «¿Quién sabe? Tal vez tenga que ser así, tal vez contemplado desde un punto más elevado, todo cobre otro significado. Tal vez deban golpearme por el bien de la sociedad…». Cualquier autor que haya dejado atrás la juventud piensa así: espera un momento, ¿acaso soy contemporáneo de estos chavales?¿Les dice algo lo que yo escribo?¿Y si entre tanto la literatura se ha transformado y yo sigo con mis antiguallas?¿Y si ellos tuvieran razón? El crítico que me aconseja condescendiente, que abandone mis trucos vetustos me parece un tanto rudo y un bocazas, pero tal vez deba ser así, tal vez así sean ellos ahora. Tal vez la gente se haya saturado de los cultos esos que escriben bien. Si él encuentra elucubraciones en mis páginas, eso significa que las hay. Qué diantre, ¿no decía incluso Borges que es una estupidez escribir libros largos si los puedes reducir a un resumen de unas pocas páginas? Algún día sacaré una edición de Cegador de tan solo treinta y siete páginas, reducida a la historia inicial, sin elucubración alguna y encima profusamente ilustrada. Resulta que son esos los libros que van a enfrentarse al paso del tiempo. O, aún mejor, una edición de unas cuantas líneas, en la que se muestre cómo una trabajadora, María, da a luz a unos gemelos. Uno de ellos, Mircea, vive en Bucarest durante l ápoca comunista, se ve afectado por la influencia de un borracho. Herman, que de vez en cuando delira de manera ininteligible, está a punto de ser violado por un compañero y luego vagabundea de acá para allá hasta que lo pilla la revolución. El otro, Victor, es raptado de niño y llevado a Ámsterdam, donde crece en un ambiente de promiscuidad para acabar ingresando en la Legión Extranjera. Los dos se encuentran en Bucarest durante la revolución rumana y… sobrevive el fin del mundo. Como dijo aquel, less is more.
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