La chica de la curva y otros relatos
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Categorías: Arial Black
EUR € 3.50
Un fantasma de la curva
desubicado; caras de Bélmez con importantes problemas de celos; noches
accidentadas en cementerios alejados del mundanal ruido; premoniciones
cansinas; posesiones en momentos sumamente inoportunos, doppelgängers cyberpunk;
sueños dentro de sueños dentro de pesadillas; dientes encontrados en los
cajones de los calcetines; bocas que se disuelven en su propia sangre,
ancianitas entrañables deseosas de alimentar a sus nietos hasta las últimas consecuencias; careos no solicitados con cadáveres pútridos de parejas muertas, naufragios de inmigrantes ilegales en pleno estrecho de Gibraltar; niños con macabras peticiones navideñas; hombres vacíos; videoconsolas de nueva generación que realmente han entendido lo que significa “inteligencia artificial”; peregrinos en crisis de pareja; psicópatas albaneses que saben lo que has hecho el último verano; borracheras sangrientas; amnesias; nichos para compartir al son de canciones de Chenoa; cipreses con sombras tan alargadas como oscuras; guadañas; cuchillos jamoneros; agujas candentes debajo de las uñas; monterías humanas clandestinas; muertos muy vivos; lobos presuntamente extintos; carreteras muy, pero que muy ignotas y un montón de cameos y referencias pop para los listos de la clase.
ancianitas entrañables deseosas de alimentar a sus nietos hasta las últimas consecuencias; careos no solicitados con cadáveres pútridos de parejas muertas, naufragios de inmigrantes ilegales en pleno estrecho de Gibraltar; niños con macabras peticiones navideñas; hombres vacíos; videoconsolas de nueva generación que realmente han entendido lo que significa “inteligencia artificial”; peregrinos en crisis de pareja; psicópatas albaneses que saben lo que has hecho el último verano; borracheras sangrientas; amnesias; nichos para compartir al son de canciones de Chenoa; cipreses con sombras tan alargadas como oscuras; guadañas; cuchillos jamoneros; agujas candentes debajo de las uñas; monterías humanas clandestinas; muertos muy vivos; lobos presuntamente extintos; carreteras muy, pero que muy ignotas y un montón de cameos y referencias pop para los listos de la clase.
Todo ello, bien juntito
y revuelto, este Cliffhalloween en nuestra primera antología de relatos.
¿Truco o trato?
¿Truco o trato?
Él
no pedía por vicio o por falta de ganas de trabajar; pedía por necesidad. Un
inoportuno problema con las drogas en los años ochenta le había llevado a esa
triste situación, previo paso por el paro e incluso la cárcel. Sin una familia,
sin un hogar y sin un objetivo claro en la vida, la mendicidad se había
convertido en su única salida. Gracias a las monedas que, de vez en cuando, le
daban los viandantes, podía comprar bocadillos y cervezas para ir tirando. Si
se esforzaba, hasta le daba para abonar algo de ropa, una habitación en una
pensión barata o una botella de whisky de marca blanca. No podía quejarse.
Según tenía entendido, había gente en África que no tenía ni siquiera eso.
Además, su situación aún no había llegado a ser tan grave como para verse
obligado a robar. Lo había hecho en el pasado, cuando era adicto a la heroína,
movido por la desesperación; pero si algo había aprendido en la cárcel era que no
deseaba volver a ingresar en un centro penitenciario jamás de los jamases. Eso
implicaba no robar, no mentir más que lo justo y no matar, entre otros
mandamientos que, pese a todo, el destino parecía empeñado en que vulnerara de
nuevo…
La
culpa la tuvo aquel hombre. Amador no sabía nada acerca de él más allá de que
pasaba por la plaza tres veces al día a las mismas horas: ocho y cuarto de la
mañana, tres de la tarde, y diez de la noche. Los fines de semana también hacía
acto de presencia de madrugada, solo que en horarios aleatorios y ya sin su
característico traje de Armani y su maletín de cuero negro. Ahora bien, que
Amador desconociera prácticamente todo sobre aquel individuo, incluso su
nombre, no significaba que no intuyera ciertas cosas. Por ejemplo, que se
trataba de un tipo con una holgada posición económica al que no le debían
faltar las monedas en el bolsillo. Por eso mismo le fastidiaba tanto su falta
de desprendimiento. Lo había intentado de todas las formas posibles: sonriendo;
frunciendo el entrecejo; a voz en grito; tocando la flauta; invadiendo su
espacio vital; mediante insultos; mediante piropos; en solitario; en compañía;
ofreciéndole Kleenex o gominolas a cambio; haciendo el pino puente e incluso
cantando y por señas; pero, invariablemente, le respondía con la misma
cantinela:
—No
tengo nada.
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