viernes, 29 de noviembre de 2013

Novedades, noviembre de 2013: Tusquets



El lago de Banana Yoshimoto

NARRATIVA (F). Novela
Noviembre 2013
Andanzas CA 820
ISBN: 978-84-8383-776-4
País edición: España
184 pág.
15,38 € (IVA no incluido)

Chihiro, una joven artista mural que reside en Tokio, vive sumida en el dolor que le ha producido la muerte de su madre y en los recuerdos de la peculiar pareja que formaban sus padres. Durante esos días envueltos en la tristeza, empieza a fijarse en un muchacho que habita en el edificio de enfrente: lo que al principio era sólo un saludo, un cruce de palabras, acaba convirtiéndose en amistad. Casualmente, también el chico, llamado Nakajima, ha perdido a su madre, pero todavía se siente tan abrumado que ni siquiera puede hablar de ello.
Nakajima, pese a su edad, parece herido irremisiblemente por alguna misteriosa experiencia que ha marcado su vida. El intento de Chihiro por encontrar y ensamblar todas las piezas que la ayuden a componer ese rompecabezas que es Nakajima la conduce hasta dos amigos de él que llevan una vida monástica cerca de un hermoso lago. Mientras resuenan los ecos de la infame secta Aum Shinrikyo, autora del atentado con gas sarín en el metro de Tokio en 1995, los dos jóvenes protagonistas intentan superar sus pasados respectivos para afrontar el futuro con esperan.


Mamá me tuvo a mí sin haberse casado con papá.
Papá era el presidente de una pequeña compañía de comercio exterior de una ciudad, también pequeña, de las afueras de Tokio, y mamá era la razonablemente guapa propietaria de un club de lujo en los barrios de ocio de esa pequeña ciudad de las afueras de Tokio.
Cierta noche, papá acabó en el club con unos clientes de la compañía y se enamoró de mamá nada más verla. A mamá también le gustó mucho papá. Al cierre, fueron juntos a un restaurante de cocina coreana y, entre grandes carcajadas, pidieron un montón de platos y se los comieron en muy buena sintonía. Papá volvió al club la noche siguiente, y la otra, incluso los días que nevaba se convirtió en un cliente asiduo; y dos meses después ya eran novios. Que tardaran dos meses, habiéndose conocido como se conocieron, le confiere al noviazgo visos de autenticidad.
«¿Y por qué os reíais tanto?», les preguntaba yo a veces. Tanto papá como mamá me respondían siempre al unísono: «Allí jamás tenían clientes japoneses. Era el único sitio que encontramos abierto, de madrugada, después de andar vagando por las calles. Como no entendíamos una palabra de la carta, pedimos lo primero que se nos ocurrió y empezaron a traernos platos y más platos que no conocíamos, a cual más picante y en cantidades mucho mayores de lo que imaginábamos. ¡Vamos, que era para troncharse de risa!». Eso era lo que ellos me contaban, pero seguro que aquélla no era la razón.
Yo creo que se reían de puro alborozo, por la felicidad que sentían de hallarse el uno frente al otro. A pesar de que por la presión social debieron de pasar lo suyo, ante mis ojos se mostraron siempre enternecedores. Se peleaban a menudo, pero sus disputas parecían más bien riñas de niños.
Como mamá deseaba hijos, enseguida se quedó embarazada de mí, pero nunca se casaron. Y eso que papá —tampoco esto es lo habitual— no tenía ni esposa ni otros hijos y todavía sigue sin tenerlos.
En realidad, la oposición de su familia hubiera sido tan enconada que papá prefirió, simplemente, mantener a mamá al margen, y así crecí yo, como hija natural a los ojos del mundo.
Una historia corriente. Pero como papá pasaba más tiempo en casa que fuera, jamás me sentí abandonada.
Sólo que yo estaba harta, asqueada en lo más hondo de mi corazón de todo lo que me rodeaba. No puedo negarlo.
Harta de aquellas calles, harta de aquella situación. Harta de todo. Quería olvidar. Aprovechar la muerte de mamá para irme de allí y no volver la vista atrás. Aparte de papá, nada me retenía ya en aquella ciudad. El piso donde mamá y yo habíamos vivido, papá lo vendió enseguida para evitar disputas familiares e ingresó el dinero en mi cuenta. A mí aquello me pareció algo así como una indemnización y no me gustó, aunque, a la postre, ésa acabó siendo la herencia de mamá. Y nada más. No quedó absolutamente ningún vestigio de mi presencia en aquellas calles, pero eso a mí no me causó tristeza alguna.
Por ejemplo, cuando durante el día me acercaba al club de mamá, la penumbra y la suciedad del local, el tenue olor a alcohol y tabaco que flotaba en el ambiente me hacían sentir un vacío inmenso. Cuando trajeron de la tintorería los llamativos vestidos de mamá, me parecieron, a la luz del sol, terriblemente vacuos y frívolos.

Los gatos pardos de Ginés Sánchez

NARRATIVA (F). Novela
Noviembre 2013
Andanzas CA 821
ISBN: 978-84-8383-788-7
País edición: España
344 pág.
17,31 € (IVA no incluido)

Tres personajes viven una noche de San Juan en Murcia que difícilmente van a olvidar. Jacinto es un guardaespaldas mexicano que trabaja para don Jorge y que tiene que encargarse, mientras su patrón celebra una gran fiesta, de saldar cuentas con quienes han matado a un protegido. Se cruzará con María, una joven de quince años que esa noche sale con sus amigos dispuesta a probar experiencias nuevas con las que alejarse de su historia familiar. María no sospecha que su vecino Ginés, un tipo solitario y misterioso, recorre también las carreteras y las playas por donde ella ha estado en las últimas horas, que ha participado en la fiesta de don Jorge, y que conoce a Jacinto. Los gatos pardos es un relato directo, asombrosamente eficaz y compulsivo, sobre las vidas secretas de tres personajes que emergen al ponerse el sol, y que deambulan por ambientes pocas veces tan vivamente retratados en la literatura española reciente. Una confluencia de vidas en erupción, en una noche de riesgos y excesos en la que brota una inesperada historia de amor.


En el aeropuerto soledad y frío. En el avión Bob Marley y, al final, el sueño. Se despertó para comer y aprovechó para volver a sacar el expediente. Un rato estuvo procesando información. Al final volvió a las fotografías. En plan, se dijo, pasen y vean. Las mil y una poses del Antoñito Sepúlveda. Aquí bajando por una cuesta hacia la entrada de un embarcadero deportivo. Allí con unas gafas de sol y sentado en una terraza. Más allá entrando en una lancha blanca y más allá aún dentro de la lancha. Y véanlo pescar y luego conducir un carro negro. Y vean la entrada de la casa en lo alto del cerro. Y vean los muros de la casa y sus cámaras y sus sistemas de alarma. Aparte el patio con sus palmeras y su piscina.
Vuelve a pasar todas las hojas. Direcciones, informes, datos del coche y de la lancha, número de licencia y de pasaporte. Jacintito rebusca y al final se queda con la fotografía ampliada del primer plano del Antoñito.
Ah, cabrón, se dice, pos sí que volaste largo. Pero mírate ahora. Qué viejo te pusiste. Qué calvo y qué gordo.
Y esas palmeras, se dice volviendo a la fotografía de la casa, y ese cielo.
Después de comer pide una cerveza y se echa la manta por encima. Levanta la persiana para mirar al exterior. Oscuridad total. El ala del avión deshilachando corderos. Otra vez va llenándose la boca con la cerveza y buscando. Nada. Otra vez se dice que es pronto y que quién sabe. En el DF calor. Luego otro vuelo. En el aeropuerto de Zihuatanejo tiene que esperar dos horas a que llegue el Osvaldo Vargas desde Tijuana. Sale al exterior y respira y contempla el cielo.
Ahí, se dice, nos jodieron.

La sed de sal de Gonzalo Hidalgo Bayal

NARRATIVA (F). Novela
Noviembre 2013
Andanzas CA 818
ISBN: 978-84-8383-779-5
País edición: España
328 pág.
17,30 € (IVA no incluido)

«Llamadme Travel.» Así comienza el relato de su aventura el narrador de esta extraordinaria novela, un hombre que viaja a Murania tras las huellas de un hispanista que recorrió la región en los años treinta. Es tiempo de fiestas, de «pandorgas y venerandas», y, por intrigas del conductor que lo recoge en el camino, Travel es arrestado en relación con la oscura desaparición de una joven. Desde el calabozo siente que, fuera, la muchedumbre quiere lincharlo. Y ni las conversaciones con los guardias ni la huida, frustrada, logran rescatarlo de la pesadilla, que por momentos parece diabólica y después tal vez sea una extraña y peculiar estratagema. Con los referentes cinéfilos de Sed de mal, de Orson Welles, o Al final de la escapada, de Godard, el narrador no puede dejar de pensar en el destino y la culpabilidad, el desamparo o la traición, mientras trata de reconstruir, con obsesión, sediento de sal, la red y los intereses de los posibles culpables.


Fue así como llegué a Murania, ciudad que Dios confunda y que el diablo lleve a sus confines. Poco puedo contar de la ciudad que no se sepa, porque tiene larga historia y, aunque haya sido por asuntos efímeros y accesorios, ha alcanzado reciente notoriedad. Además, ahora hay guías turísticas de toda tipografía y condición, así que no voy a describir cómo es la ciudad ni de qué vive ni qué sector predomina ni en qué miserias se hunde. Nunca me ha interesado la sociología urbana ni he entendido la economía sectorial. Sí diré que hice el viaje en tren, que seguí los pasos de todos los viajeros que han acudido a la ciudad por el mismo medio, que tuve que recorrer un camino confuso y escabroso y atravesar un puente y contemplar la placidez del río desde la barandilla y tomar una cerveza en la plaza y preguntar por un hostal llamado El Torreón del Norte (del que habla Alway en el primer capítulo y en el que sitúa el punto de partida de su viaje) y decidir pasar en él un par de días conociendo la ciudad o reconociendo lo que quedaba en la ciudad de las entusiastas y precisas descripciones que contenía Travel of Murania. Y eso hice. Me informé en la Oficina de Turismo, visité los viejos monumentos, tiré fotos, me hice con mapas del Estado y cartografía oficial de tierra de murgaños del Instituto Geográfico Nacional, compré una traducción castellana del Viaje de Murania (que no sabía que existiera), en una librería de la plaza, a un librero jovial, enjuto y espingardo, al que sólo le faltaban la lanza, la armadura y el yelmo de Mambrino para equipararse con el ingenioso hidalgo. Pero no hablaré de la ciudad, sino del hostal. Desde el principio tuve la sensación de que era un sitio extraño, como habitado por fantasmas, un lugar adecuado para rodar una película de terror difuso, silencioso, fantasmal. No es que casi todos sus huéspedes, por no decir todos, fueran víctimas de la edad o padecieran algún tipo de degeneración biológica, pero debo confesar que la primera noche, mientras cenaba en el comedor, me sentí objeto de observación, como alguno de esos personajes del cine de miedo y de algunas novelas de horror que perciben el aire siniestro de un lugar que está más en otro mundo que en éste, que pertenecen a territorios ignotos de la razón. Me miraban con recelo y creí advertir en sus miradas y en sus silencios (sorbían la sopa con una extraña concentración, como ausentes unos de otros, como se comerá la sopa en el infierno) el presagio de una amenaza. Bien es verdad que por entonces mi sensibilidad se exaltaba fácilmente, pero, en cualquier caso, la estampa de aquellos seres etéreos y difusos, como desvanecidos e indistintos, me llenó de temor y me asaltó incluso la tentación de, en contra de mis propósitos iniciales, abandonar el hostal o pensión o lo que demonios fuera aquella siniestra hospedería al día siguiente, sin falta, y, si no suspenderla, apresurar al menos los plazos de la excursión. Pero tuve una noche plácida, incluso diría que demasiado agradable, o sea, más placentera que plácida, y a la mañana siguiente no sólo desaparecieron todos mis temores sino que decidí prolongar mi estancia en El Torreón. Ello se debió a que, al llevar a cabo las primeras pesquisas, supe (y ello colmó mis aspiraciones y me llenó de impaciencia, sentí que los sombríos presagios de la cena se compensaban con la dichosa ventura del azar) que en el hostal se hospedaba todavía uno de los amigos españoles que acompañaron a Walter Alway en su remoto travel. Desgraciadamente no pude hablar con él. Ni siquiera llegué a verlo. Me dijeron que desayunaba, comía y cenaba en el hostal, que salía regularmente de paseo, que entretenía las mañanas en el ocio y la placidez de la plaza, pero por más que lo busqué y que lo esperé no pude hallarlo. Acaba de irse, me decían, o ha salido, o ya se ha acostado, o todavía no ha venido, se habrá entretenido, alegaciones disuasorias o agravantes. Entretuve a veces la espera releyendo al azar pormenores de Travel of Murania o sopesando el equilibrio bilingüe de Viaje y Travel en un patio interior cubierto de vides, sin duda el lugar más tranquilo y ameno de El Torreón del Norte, ocupado apenas por un par de viejos silenciosos empeñados en una lúgubre e impertérrita partida de ajedrez. Llegué a preguntarme si el amigo español de Walter Alway no sería alguno de los fantasmas desvanecidos con los que me cruzaba en las escaleras, alguno de los vetustos alfiles amarrado al tablero, algún sujeto de cuerpo inmaterial y alma en pena, algún espíritu condenado por las leyes del más allá a errar sin fin por las asperezas del más acá. Tal vez incluso fuera alguno de los viejos decrépitos con los que hablé (ciertamente, todas aquellas figuras espectrales que cenaban sopa en el comedor o se movían sigilosas por los pasillos arrastrando los pies podían haber estado ya en El Torreón del Norte en los eufóricos y desventurados años de la Segunda República), ante los que expuse mis indagaciones, y tal vez también prefiriera no darse a conocer o burlarse a escondidas de mi inocencia para solaz y divertimento de tan vetusta audiencia, la maltrecha gerontología de El Torreón.

Nocturnos de John Connolly 

POLICIACOS (F). Otros
Noviembre 2013
Andanzas CA 819
ISBN: 978-84-8383-775-7
País edición: España
368 pág.
18,26 € (IVA no incluido)

El autor de la célebre serie de novelas policiacas protagonizadas por Charlie Parker despliega su reconocido talento para lo sobrenatural en los diecinueve inquietantes relatos de terror que componen Nocturnos. En la estela de maestros del género, desde Ray Bradbury hasta Stephen King, Connolly ahonda en los miedos más profundos y arraigados: niños perdidos, forasteros amenazadores, criaturas del submundo y demonios depredadores que surgen en las situaciones más cotidianas, en realidades engañosamente idílicas… o en los aterradores parajes que rodean casas malditas, rectorías solitarias o pantanos de aguas densas. Entre guiños a obras maestras del género y vueltas de tuerca a figuras prototípicas como los vampiros, los cuentos se internan en ese terreno en el que el hombre está inerme ante fuerzas todopoderosas. Aunque muchos de sus protagonistas sean víctimas de sus desmedidas ansias de éxito o de sentimientos espurios, no siempre es así: a veces el Mal se ceba en los más inocentes.


Los Benson no querían tratos con esa clase de individuos. Su viejo Ford se mantenía entero gracias a la fe y a alguna que otra cuerda, y vestían ropa de baratillo, eso cuando no la confeccionaba a mano la señora Benson o alguna de las hijas. A decir verdad, Jerry a veces no se explicaba cómo accedían a vender los productos de su granja a personas que, según opinaban ellos, se habían embarcado en un viaje sin retorno al infierno. Así y todo, no sería él quien se lo preguntara a Bruce Benson. Jerry procuraba reducir al mínimo toda conversación con Bruce, pues el viejo solía aprovechar la menor oportunidad para hacer proselitismo de su particular forma de beatería. Bruce, por alguna razón, consideraba que Jerry Schneider aún podía salvarse. Jerry no compartía la fe de Bruce. Le gustaban la bebida, el tabaco y la jodienda, y, por lo que sabía, ninguna de esas actividades entraban en el plan para la salvación de los Benson. Así que dos veces por semana, al volante de su furgoneta, Jerry ascendía por aquel camino, un verdadero campo de minas para su migraña, recogía los huevos y el queso con el mínimo de ruido y charla posibles, y volvía camino abajo, ahora un poco más despacio, ya que Vern descontaba de su retribución las roturas superiores al diez por ciento.
Jerry Schneider nunca había vuelto a sentirse del todo a gusto en Colorado, no desde que regresó de la Costa Este para cuidar de su madre. Ésa era la cruz de ser hijo único: no tenía a nadie con quien compartir la carga, nadie que asumiese parte de la tensión. La anciana empezaba a perder la memoria y había sufrido alguna caída grave, por lo que Jerry, obrando como debía, volvió al hogar de su infancia. Ahora daba la impresión de que la pobre mujer padecía una fatalidad nueva cada semana: torceduras de tobillo, magulladuras en las costillas, desgarros musculares. Lesiones como ésas iban a minar el aguante del propio Jerry, y eso que él tenía casi treinta años menos que su madre. Tratándose de una persona de setenta y cinco, con osteoporosis en las piernas y artritis en los codos, era un milagro que aún se tuviera en pie.
Aunque allá en el este, la verdad sea dicha, las cosas no andaban muy boyantes desde el 11-S, y Jerry estaba trabajando a jornada reducida cuando tomó la decisión de regresar a casa. Si no hubiese vuelto, tarde o temprano habría acabado, seguramente, con un segundo empleo en un bar para llegar a fin de mes, y ya arrastraba cansancio más que suficiente para plantearse encima semanas laborales de setenta y cuatro horas sin más objetivo que ganarse el pan. Además, no tenía verdaderos vínculos en la ciudad. Había una chica, pero por entonces la relación iba ya de capa caída. Jerry supuso que ella no se llevaría un gran disgusto cuando le anunciase su marcha, y no se equivocó. De hecho, tuvo la sensación de que para ella fue un alivio.
Pero al volver a su lugar de origen recordó muchas de las razones por las que en su día se marchó de allí. Ascension era un pueblo pequeño, cuya prosperidad dependía de los forasteros, y la población renegaba de esa dependencia a la vez que disimulaba sus verdaderos sentimientos con sonrisas y apretones de manos. Aquello no se parecía en nada a Boulder, la ciudad más próxima, que a Jerry sí le gustaba porque era un reducto de progresismo. Muchas veces daba la impresión de que en Boulder los habitantes estaban a un paso de enarbolar su propia bandera y declarar la independencia. En Ascension, por el contrario, la gente se enorgullecía de vivir en un estado con suficiente material radiactivo bajo tierra para refulgir por la noche. Jerry se imaginaba que ciertas partes de Colorado, al igual que la Gran Muralla china, se veían desde el espacio exterior; como las montañas Rocosas, que aparecían envueltas en una tenue luminiscencia en la oscuridad. Sospechaba que en Ascension los vecinos se enorgullecían de que su estado actuase como una especie de baliza radiactiva para Dios o los extraterrestres o para L. Ron Hubbard. Más al sur, en sitios como Colorado Springs, cerca de la Academia de las Fuerzas Aéreas, las cosas estaban todavía peor; aun así, Ascension era todo un bastión de patriotismo incondicional.

Crónica del Tercer Reich de Richard Overy

HISTORIA (NF). Historia social
Noviembre 2013
Tiempo de Memoria TM 99
ISBN: 978-84-8383-777-1
País edición: España
408 pág.
33,65 € (IVA no incluido)

El Tercer Reich fue el nombre que Hitler y el Partido Nazi dieron a la dictadura que entre 1933 y 1945 sumió a Alemania en un régimen de terror sin precedentes. Fue un sistema totalitario destinado supuestamente a durar mil años, basado en la militarización de la sociedad y la aniquilación de toda forma de disidencia, y que condujo a la destrucción completa del país tras una guerra que causó más de cincuenta millones de muertos y que todavía proyecta sus sombras sobre el continente europeo.
Aportando interesantísimos documentos de la época y una impresionante galería de imágenes, Richard Overy explica por qué el Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores, una reducida formación en los años veinte, obtuvo un poder absoluto sobre la población mediante la propaganda y el terror; cómo fue posible que un mediocre cabo de la primera guerra mundial se convirtiera en un político mesiánico capaz de fascinar a millones de seguidores o qué condujo al pueblo alemán a involucrarse en el genocidio del pueblo judío.


1923–1924. El Putsch fallido

El 9 de noviembre de 1923, un desfile de unos dos mil nacionalistas alemanes dirigido por el general Erich Ludendorff, héroe de la primera guerra mundial, y por el joven agitador austriaco Adolf Hitler, discurrió por el centro de Múnich, capital de Baviera, pasando por la Residenzstrasse hasta llegar al Feldherrnhalle, un monumento a los antiguos generales bávaros. Su intención era dar un golpe de Estado (Putsch, en alemán) que derrocara al Gobierno regional de Baviera y, si tenían éxito, también al Gobierno nacional de Berlín. Esa larga columna de hombres, algunos ataviados con el desaliñado uniforme de los grupos paramilitares que apoyaban la sublevación, portaba banderas y estandartes. Algunos iban armados, entre ellos el propio Hitler, que llevaba un revólver, aunque había dado órdenes de que las armas no fueran cargadas. Los manifestantes, que se veían a sí mismos en un punto de inflexión de la historia alemana, se consideraban la vanguardia de una revolución nacional que vengaría la derrota de 1918.
Para comprender qué hacía Hitler, autoproclamado líder del Putsch, en ese gris y nevado día muniqués de 1923, es preciso remontarse a los últimos días de la primera guerra mundial. Adolf Hitler, joven cabo de un regimiento bávaro, yacía en una cama de hospital recuperándose de las heridas sufridas durante un ataque con gas venenoso. Cuando se enteró de que se había concedido el armisticio solicitado por los líderes alemanes y que entraría en vigor a las 11 horas del 11 de noviembre de 1918, le invadieron un dolor y una rabia indescriptibles. Al igual que otros millones de soldados alemanes, había creído que la causa de su país era justa. La guerra europea que había estallado en agosto de 1914 la había tramado, o así se creía, una entente formada por Rusia, Francia y Reino Unido para cercenar el poder germano e imponer el tosco materialismo de los Aliados a un pueblo culto y civilizado. Cuando llegó, la derrota supuso una profunda conmoción para millones de alemanes a los que no se les había dicho toda la verdad sobre la situación de la maquinaria bélica germana ni sobre la imposibilidad de que la retaguardia continuara sosteniendo por más tiempo una costosa guerra que suponía una sangría. Para nacionalistas como Hitler, que en 1913 había abandonado su Austria natal para vivir en Alemania, prefiriendo integrarse en 1914 en una unidad alemana (en la que sirvió cuatro años) antes que en una austriaca, el armisticio suponía una traición a la patria. Como miles de alemanes, atribuyó la derrota a los obreros socialistas y los agitadores judíos, que «habían apuñalado a Alemania por la espalda».

Naturaleza incompleta (Cómo la mente emergió de la materia) de Terrence W. Deacon

CIENCIA (NF). Filosofía de la ciencia
Noviembre 2013
Metatemas MT 127
ISBN: 978-84-8383-778-8
País edición: España
600 pág.
24,03 € (IVA no incluido)

A medida que la física elabora una teoría cada vez más completa del universo y que la química molecular desentraña los secretos de la vida, más patente resulta, en esta «teoría de todo», una gran ausencia: nosotros y nuestra mente. En efecto, la relación entre mente y materia sigue siendo una de las cuestiones más enigmáticas y controvertidas, a pesar del asombroso progreso en el conocimiento de cómo funciona el cerebro humano. Todo cuanto nos caracteriza como seres humanos —la creación de significado, las actuaciones basadas en propósitos y valores y el manejo de símbolos— no ha merecido hasta ahora el interés pleno de la física. terrence w. deacon llena este vacío teórico estudiando la emergencia de fenómenos inmateriales a partir de sistemas materiales simples.
En este libro revolucionario y multidisciplinar, que abarca materias tan dispares como la neurología, la física de los sistemas autoorganizativos, la teoría del conocimiento o la semiótica, deacon nos brinda un nuevo y fascinante modelo explicativo para aclarar la relación entre la experiencia consciente y los procesos físicos, así como los vínculos que existen entre las ideas y los pensamientos —ese elusivo «yo» que somos— y el organismo al que están anclados.
 

La cifra que faltaba

La ciencia ha avanzado hasta el punto de que podemos disponer con precisión átomos individuales sobre una superficie metálica o identificar el continente ancestral de la gente analizando el ADN de su pelo. Y sin embargo, irónicamente, nos falta una comprensión científica de cómo las frases de un libro se refieren a los átomos, al ADN o a cualquier otra cosa. Éste es un problema grave. Básicamente significa que nuestra mejor ciencia (esa colección de teorías que presumiblemente están más cerca de explicarlo todo) no incluye esa característica definitoria tan fundamental de ser tú y yo. Resulta que nuestra «Teoría de Todo» actual implica que no existimos, salvo como una colección de átomos.
¿Qué es lo que falta? Irónica y enigmáticamente, hay una ausencia ausente.
Considérense los siguientes hechos familiares. El significado de una frase no son los garabatos empleados para representar letras en una hoja de papel o una pantalla. Tampoco los sonidos que dichos garabatos podrían inducirnos a pronunciar. Ni siquiera el hervidero de eventos neuronales que tiene lugar en nuestro cerebro mientras leemos. El significado de una frase, y aquello a lo que se refiere, carece de las propiedades típicamente necesarias para que algo tenga alguna incidencia en el mundo. La información contenida en esta frase no tiene masa, ni momento, ni carga eléctrica, ni solidez, ni ninguna extensión clara en nuestro espacio interior, ni en nuestro entorno, ni en ninguna otra parte. Aún más perturbador es que las frases que el lector está leyendo ahora mismo podrían no tener sentido, en cuyo caso no hay nada en el mundo con lo que pudieran corresponderse. Pero incluso esta propiedad de aspiración de significado tendrá incidencia física en el mundo si de algún modo influye en nuestra manera de pensar o actuar.
Obviamente, a pesar de esta no presencia que caracteriza los contenidos de mis pensamientos y el significado de estas palabras, las escribo por los significados que puedan transmitir. Y presumiblemente es por esto por lo que el lector está enfocando sus ojos en ellas, y por lo que estaría dispuesto a invertir cierto esfuerzo mental en encontrarles sentido. En otras palabras, el contenido de esta o cualquier frase —un algo-que-no-es-una-cosa— tiene consecuencias físicas. Pero ¿cómo?
El significado no es lo único que plantea un problema de esta clase. Otras relaciones cotidianas comparten este carácter problemático. La función de una pala no es la pala, ni el hoyo en el suelo, sino el potencial de hacer los hoyos con más facilidad. La referencia del movimiento de una mano al saludar no es el movimiento en sí, ni la convergencia física de los amigos, sino el inicio de una posible compartición de pensamientos y experiencias recordadas. Mi propósito al escribir este libro no es pulsar las teclas de un ordenador, ni depositar tinta en un papel, ni siquiera la producción y distribución de gran número de ejemplares de un libro físico, sino compartir algo no encarnado por ninguno de estos procesos y objetos físicos: ideas. Y, curiosamente, es ni más ni menos que su carencia de atributos físicos lo que permite que las ideas puedan compartirse con decenas de miles de lectores sin que se agoten. Aún más enigmático es que la determinación del valor de esta empresa es casi imposible de conectar con ninguna consecuencia física específica. Es algo casi enteramente virtual: quizá nada más que hacer ciertas ideas más fáciles de concebir o, si mis sospechas se confirman, incrementar el sentido propio de pertenencia al universo.
Cada una de estas categorías de fenómenos —función, referencia, propósito o valor— es de algún modo incompleta. Hay algo ahí que no está ahí. Sin este «algo» que falta, serían simple y llanamente objetos o sucesos físicos, carentes de estos atributos, por lo demás curiosos. Anhelos, deseos, pasiones, apetitos, aflicciones, pérdidas, aspiraciones: todo ello se basa en una incompletitud intrínseca análoga, una carencia integral.
Mientras reflexiono sobre este extraño estado de cosas, me choca que no haya una sola palabra que parezca referirse al carácter evasivo de tales cosas. Así, aun a riesgo de iniciar esta discusión con un torpe neologismo, me referiré a este rasgo como ausencial, para denotar fenómenos cuya existencia viene determinada por una ausencia esencial. Puede tratarse de un estado de cosas aún no realizado, un objeto separado o una representación específica, un tipo general de propiedad que puede o no existir, una cualidad abstracta, una experiencia, etcétera, algo que no está realmente presente. Esta cualidad intrínsecamente paradójica de existir respecto de algo ausente, separado y posiblemente inexistente es irrelevante cuando se trata de cosas inanimadas, pero es una propiedad definitoria de la vida y de la mente. Una teoría completa del mundo que nos incluya a nosotros y a nuestra experiencia del mundo debe dar sentido a la manera en que tales ausencias específicas nos originan y nos conforman. Lo ausente importa, y sin embargo nuestra actual comprensión del universo físico sugiere que no debería ser así. El papel causal de la ausencia parece estar ausente de las ciencias naturales.

Años lentos (MAXI) de Fernando Aramburu

NARRATIVA (F). Novela
Noviembre 2013
MAXI MAX 018/2
ISBN: 978-84-8383-749-8
País edición: España
224 pág.
7,64 € (IVA no incluido)

A finales de la década de los sesenta, el protagonista, un niño de ocho años, se va a San Sebastián a vivir con sus tíos. Allí es testigo de cómo transcurren los días en la familia y el barrio: su tío Vicente, de carácter débil, reparte su vida entre la fábrica y la taberna, y es su tía Maripuy, mujer de fuerte personalidad pero sometida a las convenciones sociales y religiosas de la época, quien en realidad gobierna la familia; su prima Mari Nieves vive obsesionada por los chicos, y el hosco y taciturno primo Julen es adoctrinado por el cura de la parroquia para acabar enrolado en una incipiente ETA. El destino de todos ellos –que es el de tantos personajes secundarios de la Historia, arrinconados entre la necesidad y la ignorancia– sufrirá, años después, un quiebro. Alternando las memorias del protagonista con los apuntes del escritor, Años lentos ofrece además una brillante reflexión sobre cómo la vida se destila en una novela, cómo se trasvasa el recuerdo sentimental en memoria colectiva, mientras su escritura diáfana deja ver un fondo turbio de culpa en la historia reciente del País Vasco.


Me produjo extrañeza lo poco que hablaban mis parientes entre sí. Miraba cada cual su plato como si escudriñase el contenido. No habiendo conversación que acallase los ruidos de las bocas, se les oía sorber y masticar un poco como a los cerdos, quiero decir sin los disimulos impuestos por los buenos modales, entremezclados los sonidos de su voracidad con el tintineo de los cubiertos al chocar contra la loza.
Tan sólo en el momento de sentarnos a la mesa me hicieron algunas preguntas sobre el viaje y sobre mi madre y mis hermanos; luego ya no se habló más como no fueran unos rudimentos de conversación que a menudo les bastaban para comunicarse.
—¿Pan?
—Ahí.
Después de servida la sopa, mi tío dijo:
—Quema.
Y mi tía, sin volver hacia él la mirada, replicó:
—Sopla.
En el curso de aquella primera cena, Julen me hizo un favor con que mostró tenerme menos fila de lo que yo suponía. Y fue de este modo: que mi tía, excelente cocinera, aunque no siempre de manjares de mi gusto, preparó aquella noche, con intención de contentarme, una cazuela de congrio en salsa con rodajas de patata, almejas y perejil.
Nunca antes me había sido dado probar aquella clase de pescado. En el pueblo no se comía por entonces otro que el que traía para vender los viernes un gitano: sardinas, verdeles, barbos, o sea, peces comunes de mar o de río, jamás congrio y raras veces marisco.
Total, que sólo la vista del pellejo negro bastó para que se me cerrara de golpe la boca del estómago. Mi tía, que me tenía por desnutrido y quería a toda costa aleccionar a su hermana en materia de alimentación de los hijos, me sirvió los dos cachos mayores de la cazuela, con abundancia de tropezones y un cucharón raso de salsa.
Al principio me entretuve mordisqueando los trozos de patata en la esperanza de ganar tiempo, no sé con qué finalidad, cosa de niños. Y aunque ninguno de mis parientes tenía la mirada puesta en mí, se me figura que todos se percataron de mi renuencia a comer.
Intervino, severa, mi tía Maripuy:
—¿No te gusta o qué?
—Es que no tengo hambre.
Mi tía no era mujer condescendiente ni diplomática.
—Come.

La sospecha de Friedrich Dürrenmatt

NARRATIVA (F). Novela
Noviembre 2013
Fábula F 370
ISBN: 978-84-8383-499-2
País edición: España
370 pág.
7,64 € (IVA no incluido)

Tras una operación quirúrgica que tal vez le alargue un poco más la vida, Bärlach, comisario jubilado, lee una revista en su lecho del hospital. Una fotografía reproducida en ella despierta en su médico la sospecha de que el tristemente célebre doctor Nehle, que practicaba crueles operaciones en el campo de concentración de Stutthof, no es otro que el actual director de una clínica privada en Zurich. A partir de ese momento, Bärlach, que tendría todo el derecho de gozar tranquilamente del año que le queda de vida, emprende una investigación que le conducirá a un desenlace que jamás pudo imaginar.


Hungertobel se sentó junto a la cama del viejo y lo miró con aire desvalido. Los rayos de sol penetraban oblicuamente en la habitación a través de las cortinas. Fuera hacía un día espléndido, como otras veces en aquel suave invierno.
—No puedo —dijo finalmente el médico en el silencio de la habitación—, no puedo. ¡Que Dios me asista! No consigo liberarme de esta sospecha. Lo conozco demasiado bien. Estudié con él y fue mi sustituto en dos oportunidades. El de la fotografía es él. Allí está también la cicatriz de la operación sobre la sien. La conozco, yo mismo operé a Emmenberger.
Hungertobel se  quitó las gafas de la nariz y las guardó en su bolsillo superior derecho. Luego se enjugó el sudor de la frente.
—¿Emmenberger? —preguntó al cabo de un rato el comisario, con voz tranquila—. ¿Así se llama?
—Pues sí, ya lo he dicho —respondió Hungertobel, inquieto—. Fritz Emmenberger.
—¿Es médico?
—Así es.
—¿Y vive en Suiza?
—Es el propietario de la clínica Sonnenstein, en el Zurichberg —replicó el médico—. En el año 32 emigró a Alemania, y luego a Chile. En el 45 regresó y se hizo cargo de la clínica. Uno de los sanatorios más caros de Suiza —añadió en voz baja.
—¿Sólo para ricos?
—Sólo para multimillonarios.
—¿Y es un buen científico, Samuel? —Preguntó el comisario.
Hungertobel vació. Dijo que era difícil responder a esa pregunta y añadió:
—En una época fue un buen científico, pero no sabemos muy bien si continúa siéndolo. Trabaja con métodos que nos parecen cuestionables. Aún sabemos muy poco acerca de las hormonas, que son su especialidad, y como ocurre en todas la ramas de la ciencia que se pretende conquistar, encuentras un poco de todo. Científicos  charlatanes son muchas veces una y la misma persona. ¿Qué hacer, Hans? Emmenberger es muy apreciado por sus pacientes, que creen en él como en un dios. Esto es, en mi opinión, lo más importante para pacientes tan ricos, en quienes hasta la enfermedad es un lujo; sin fe nada funciona, y menos que nada las hormonas. Pues resulta que así ha ido cosechando éxitos, respecto y dinero. Por algo lo llamamos el Tío de las herencias…
Hungertobel interrumpió bruscamente su discurso, como arrepentido de haber pronunciado el sobrenombre de Emmenberger.
—¿El Tío de las herencias?¿Y por qué ese apelativo? —preguntó Bärlach.
—Porque su clínica ha ido heredando las fortunas de muchos pacientes —replicó Hungertobel con evidente mala conciencia—. Algo que allí se ha puesto, al parecer, de moda.
—¡Y que os ha llamado la atención a vosotros, los medicos! —exclamó el comisario.
Ambos callaron. En aquel silencio flotaba algo no dicho que le infundía temor a Hungertobel.
—No deberías pensar lo que estás pensando —dijo de pronto, asustado.
—Sólo pienso lo que tú piensas —respondió serenamente el comisario—. Seamos precisos. Aunque sea un delito lo que pensamos, no nos asustemos de nuestros pensamientos. Sólo si los admitimos ante nuestra propia conciencia, podremos analizarlos y superarlos en caso de que nos hubiéramos equivocado. ¿Qué estamos pensando, Samuel? Estamos pensando que Emmenberger aplica los métodos aprendidos en el campo de concentración de Stutthof para obligar a los pacientes a legarle sus fortunas, y luego los mata.

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