Informe del interior de Paul Auster
ISBN 978-84-339-7878-3
PVP sin IVA 18,17 €
PVP con IVA 18,90 €
Nº de páginas 336
Colección Panorama de
narrativas
Traducción Benito Gómez Ibáñez
Paul Auster, en
paralelo a sus novelas, ha ido publicando algunos textos en los que indaga
desde ángulos diversos en su propia vida y en los procesos íntimos de su
escritura. Esta nueva entrega de textos autobiográficos es el complemento
perfecto del reciente Diario de invierno. Si en dicho volumen el arte y el
envejecimiento tenían un papel central, ahora el foco se centra en la infancia
y la primera juventud, en la construcción de la personalidad y en el origen
primigenio del ímpetu de escribir, de profundizar en el mundo a través de las
palabras.
Informe del interior es
una suerte de rompecabezas compuesto por cuatro piezas independientes, que
sumadas esbozan un retrato. En la primera Auster aborda su infancia hasta los
doce años a través de una sucesión de viñetas: los dibujos animados que veía en
la televisión, la huella que le dejó La guerra de los mundos, el sentido de
culpa, las primeras lecturas –libros infantiles, después Poe y Sherlock
Holmes–, el descubrimiento del peso de las palabras, la fascinación por los
héroes americanos –Edison, ciertos jugadores de fútbol americano…–, el béisbol,
los problemas de convivencia de sus padres, los amigos de la infancia, la
Guerra Fría, el descubrimiento de la condición de judío, la primera vez que,
con ocho años, se separa de sus padres para ir a un campamento de verano, las
primeras historias que escribe, las novelas que va descubriendo, como El doctor
Zhivago, La ciudadela o Mansiones verdes, un primer amor infantil, una
competición de lectura en el colegio en la que cada alumno apunta los libros
leídos y él apunta tantos que el profesor cree que miente…
El segundo texto se
centra en dos películas que de niño le causaron un impacto enorme: una de
ciencia ficción, El increíble hombre menguante, de Jack Arnold, y una
policíaca, Soy un fugitivo, de Mervyn LeRoy. En el tercero salta a la primera
juventud y entre los recuerdos se van intercalando las cartas que le enviaba a
su novia y después primera esposa, Lydia Davis. Son los años de estudiante en
Columbia y los posteriores en París, el periodo de las primeras tentativas
serias de escritura, los estímulos intelectuales, los anhelos, las
incertidumbres ante el futuro, la soledad en la Ciudad de la Luz, el amor… La
cuarta parte está construida mediante una sucesión de imágenes –de películas,
de ciudades, de anuncios…– que forman una suerte de fragmentaria memoria de
infancia y juventud.
El resultado es un
libro fascinante, una nueva muestra del desbordante talento de Paul Auster, que
en esta ocasión se sumerge en su propia vida y sus propios fantasmas. Un
estimulante ejercicio de escritura autobiográfica en el que el autor reflexiona
sobre sí mismo y escribe un Informe del interior.
«La interacción de
memoria, identidad e imaginación creativa forja este retrato del artista
adolescente, un libro de memorias que los ávidos lectores del escritor
encontrarán particularmente absorbente… Auster ha presentado muchas veces la
vida como un rompecabezas; aquí reúne algunas piezas significativas y
reveladoras» (Kirkus Reviews).
«Un libro sobre el
proceso de maduración en el que muchos se verán reflejados» (Library Journal).
Armado
con una horca, un furioso Farmer Alfalfa corre por un maizal persiguiendo al
Gato Félix. Ninguno de los dos habla, pero sus actos van continuamente
acompañados de una música metálica, acelerada, y mientras observas cómo ambos
entablan otra batalla de su guerra inacabable, estás convencido de que son de
verdad, de que esas figuras sin orden ni concierto, dibujadas en blanco y
negro, están tan vivas como tú. Todas las tardes salen en un programa de
televisión llamado Junior Frolics, presentado por un tal Fred Sayles, que tú
conoces simplemente como el Tío Fred, el hombre de pelo plateado que es el
guardián de ese reino de las maravillas, y como no sabes nada sobre la
producción de esas películas animadas, ni siquiera estás al tanto del proceso
por el cual cobran movimiento los dibujos, te imaginas que debe de haber una
especie de universo alternativo en el cual existen personajes como Farmer
Alfalfa o el Gato Félix: no como rasgos hechos a plumilla que dan saltos en
torno a una pantalla de televisión, sino como criaturas tridimensionales
plenamente encarnadas, tan grandes como adultos. La lógica requiere que sean
grandes, porque la gente que sale en televisión siempre es más grande que sus
imágenes en la pantalla, y la lógica también exige que pertenezcan a un
universo alternativo, porque el mundo que tú habitas no está poblado por ese
tipo de personajes, por más que te gustaría que así fuese. Un día, cuando ya
tienes cinco años, tu madre anuncia que os llevará a ti y a tu amigo Billy al
estudio de Newark desde donde se emite Junior Frolics. Allí verás al Tío Fred
en persona, te asegura, y formarás parte del programa. Todo eso es emocionante,
maravilloso, pero aún más fascinante es la idea de que al fin, tras meses de
conjeturas, podrás ver en persona a Farmer Alfalfa y al Gato Félix. Por fin
descubrirás el aspecto que tienen en realidad. En tu imaginación, ves cómo se
desarrolla la aventura en un enorme escenario, un tablado del tamaño de un
campo de fútbol, mientras el viejo agricultor cascarrabias y el artero gato
negro se persiguen mutuamente en una de sus épicas escaramuzas. En el día
señalado, sin embargo, nada resulta como esperabas. El estudio es pequeño, el
Tío Fred tiene maquillaje en la cara, y después de que te den un paquete de
caramelos de menta para que te hagan compañía durante el espectáculo, te
instalas en tu asiento de la tribuna con Billy y los demás niños. Miras hacia
abajo, a lo que debería ser un escenario, pero que en realidad no es más que el
suelo de cemento del estudio, y lo que allí ves es un aparato de televisión.
Nada especial, ni más pequeño ni más grande que el que tienes en casa. Por
ninguna parte se ve al granjero ni al gato. El Tío Fred da la bienvenida al
público del programa y luego presenta la primera película de dibujos. Se
enciende la televisión y allí están Farmer Alfalfa y el Gato Félix, dando
brincos de un sitio para otro de la forma en que siempre lo hacen, aún
atrapados en la tele, tan pequeños como de costumbre. Estás absolutamente
confuso. ¿Qué error has cometido?, te preguntas. ¿En qué te has equivocado? Lo
real está en tan flagrante desacuerdo con lo imaginado, que no puedes desechar
la sensación de que te han jugado una mala pasada. Aturdido por la decepción,
apenas eres capaz de ver el programa. Después, al volver al coche con Billy y
tu madre, tiras indignado los caramelos de menta.
Hierba
y árboles, insectos y pájaros, pequeños animales y los sonidos que hacen
mientras sus cuerpos invisibles se remueven entre los arbustos circundantes.
Tenías cinco años y medio cuando tu familia dejó el pequeño apartamento con
jardín en Union y se instaló en una vieja casa blanca de Irving Avenue de South
Orange. No era grande, pero sí la primera en la que vivían tus padres, lo que
también la convertía en tu primera casa, y aunque por dentro no era muy
espaciosa, el jardín te parecía grande, porque en realidad eran dos jardines,
el primero de ellos justo detrás de la casa con una pequeña zona de césped,
bordeado por las flores de tu madre, en forma de media luna, y luego, como
inmediatamente después de las flores había un garaje blanco de madera que
dividía la propiedad en dos terrenos independientes, teníamos un segundo
jardín, otro jardín trasero, que era mayor y más agreste que el primero, un
dominio aislado en el que llevabas a cabo tus más profundas investigaciones
sobre la flora y la fauna de tu nuevo reino. La única señal humana que allí
había era el huerto de tu padre, que no pasaba de ser una tomatera, plantada no
mucho después de que tu familia se mudara a la casa en 1952, y todos los años
de los veintiséis y medio que le quedaban de vida, tu padre se dedicó a cultivar
tomates durante el verano, los más rojos y gordos que nadie hubiera visto jamás
en Nueva Jersey, cestas rebosantes de tomates todos los meses de agosto,
tantos, que debía regalarlos antes de que se estropearan. El huerto de tu
padre, que se extendía a lo largo de la fachada del garaje en el segundo
jardín. Su parcela de terreno, pero tu mundo, y en él viviste hasta los doce
años.
Bloody Miami de Tom Wolfe
ISBN 978-84-339-7877-6
PVP sin IVA 23,94 €
PVP con IVA 24,90 €
Nº de páginas 624
Colección Panorama de
narrativas
Traducción Benito Gómez Ibáñez
Edward T. Topping IV,
blanco, anglo y sajón, miembro de una pequeña dinastía –es el cuarto de su
familia que lleva este nombre y que ha estudiado en Yale–, va con Mack, su
mujer –también Yale– a cenar a un restaurante. Y mientras se desocupa una plaza
para aparcar su pequeño y ecológico coche –como toca a personas progresistas y
cultivadas como ellos–, un esplendoroso Ferrari, conducido por una latina no
menos esplendorosa y cargada de oro y oropeles, les birla el lugar. Y luego la
conductora se burla descaradamente de Mack. Quizá porque, como afirma Wolfe,
Miami es la única ciudad de América, y quizá del mundo, donde una población venida
de otro país, de otra cultura, con otra lengua, se ha hecho dueña del
territorio en sólo una generación, y lo demuestra en las urnas, y en el
posterior ejercicio del poder. Y por eso Ed Topping ha sido enviado a Miami a
reconvertir el Miami Herald en un periódico digital, sin edición en papel, y
lanzar El Nuevo Herald para las masas latinas.
Y en esa Miami y en
este diario viven y trabajan dos personajes fundamentales de esta inmensa,
intensa, divertida novela: el joven John Smith, un periodista que persigue la
gran exclusiva que hará que deje de ser novato y desconocido, y Nestor Camacho,
policía, veintidós años, miembro de la segunda generación de cubano-americanos
nacidos en Miami, que se expresa mucho mejor en inglés que en español, y será
el protagonista de la exclusiva de John. Pero hay más, mucho más: está
Magdalena, la muy guapa Magdalena, novia o algo parecido de Nestor, y su
amante, un psiquiatra famosillo, especializado en el tratamiento de las
adicciones sexuales y hábil trepador, que se aprovecha de uno de sus pacientes,
un poderoso millonario que vive masturbándose con tal intensidad que tiene el
pene casi deshecho, para circular entre la más selecta sociedad de Miami. Y hay
mafiosos rusos, un alcalde latino y un jefe de policía negro. Y los fastos y
las fiestas donde se congregan todos los que hacen que el mundo y Miami giren
en la vida y en esta novela, tan torrencial como, a menudo, esperpéntica…
«Wolfe, ese sardónico
maestro de la sátira, destripa, descuartiza viva a una ciudad como ya lo hizo
con Nueva York en La hoguera de las vanidades. Una fábula iracunda, astuta,
emocionante, sobre una ciudad chamuscada por el sol, dividida y volátil, donde
“todos odian a todos”» (Donna Seaman, Booklist).
«Los novelistas
americanos, a menudo atrapados en los dramas íntimos más triviales, siguen
necesitando a Tom Wolfe al frente de su equipo» (Thomas Mallon, The New York
Times).
«Hay que pasearse por
esta ciudad y disfrutar de las atracciones: la cómica carrera de los
millonarios en la inauguración de la Art Basel, las orgías sobre los yates, las
peleas épicas por una plaza de aparcamiento… Vulgar, sublime, excesiva, la
Miami de Tom Wolfe es una montaña rusa» (Philippe Boulet-Gercourt, Le Nouvel
Observateur).
«Una escritura cargada
de adrenalina, controlada mediante un ingenio sarcástico, y vigorizada por el
talento de Wolfe para el reportaje, que lo hizo famoso como periodista» (Peter
Kemp, Sunday Times).
Pero
por Dios bendito, ¿qué hacía un wasp, un alma perdida de una especie moribunda,
dirigiendo el Miami Herald con un nombre como Edward T. Topping IV? Había
asumido el puesto sin tener la menor idea. Cuando el Loop Syndicate compró el
Herald a la McClatchy Company y le ascendió de pronto de redactor jefe de la
sección de opinión del Chicago Sun-Times a director del Herald, sólo se hizo
una pregunta. ¿Qué repercusión tendría eso en la revista de antiguos alumnos de
Yale? Eso fue lo único que le hizo mella en el hemisferio izquierdo del
cerebro. Ah, sí, el departamento de investigación del Loop Syndicate trató de
suministrarle información. Lo intentaron. Pero en cierto modo todo lo que
llegaron a explicarle de la situación en Miami flotó sobre las áreas de Broca y
Wernicke de su corteza cerebral... disipándose como niebla temprana. ¿Era Miami
la única ciudad del mundo en la que más de la mitad de los ciudadanos eran
inmigrantes recientes, es decir, de los últimos cincuenta años...? Hmmm... ¿Quién
lo hubiera dicho? ¿Y acaso un sector de esa inmigración, el cubano, tenía el
control político de la ciudad: alcalde cubano, jefes de departamento cubanos,
polis cubanos, polis cubanos y más polis cubanos, cubanos el sesenta por ciento
del cuerpo más un diez por ciento de otros latinos, dieciocho por ciento de
negros norteamericanos y sólo un doce por ciento de anglos? ¿Y no podía
desglosarse la población más o menos de la misma forma...? Hmmm...,
interesante, no cabe duda..., sea lo que sea lo que signifique «anglos». ¿Y
ocupaban los cubanos y otros latinos una posición tan dominante que el Herald
hubo de crear una edición en español enteramente aparte, El Nuevo Herald, con
su propia plantilla cubana, para reducir los riesgos al mínimo...? Hmmmm... Eso
ya lo sabía, más o menos. ¿Y no guardaban rencor los negros norteamericanos a
los polis cubanos, que parecían haber caído del cielo –tan de repente se habían
materializado– con el único propósito de avasallar a la gente de color...?
Hmmm..., figúrate. E intentó imaginárselo... durante cuatro o cinco minutos...
antes de que la cuestión se desvaneciera a la luz de una indagación que parecía
sugerir que la revista de antiguos alumnos iba a mandar a su propio fotógrafo.
¿Y acaso no había llegado a Miami una avalancha compuesta por decenas de miles
de haitianos, contrariados por el hecho de que el gobierno estadounidense
regularizaba inmigrantes cubanos ilegales en un abrir y cerrar de ojos mientras
que a ellos no les dejaba un momento en paz...? Y ahora venezolanos,
nicaragüenses, puertorriqueños, colombianos, rusos, israelíes... Hmmmm..., ¿en
serio? Tendré que acordarme... ¿Pueden repetirme todo eso...?
Pero
el objeto de la reunión informativa, intentaron explicarle delicadamente, no
era el de determinar todos esos roces y tensiones como fuente de noticias en la
Ciudad de la Inmigración. Oh, no. Se trataba de animar a Ed y a su personal a
«hacer concesiones» y poner de relieve la Diversidad, que era algo positivo,
incluso más bien noble, y no las disensiones, cosa de la que todos podíamos
prescindir. Lo que se pretendía era indicar a Ed que debía tener cuidado para
no suscitar el antagonismo entre cualquiera de aquellas facciones... Debía
«mantener un continuo equilibrio» durante este periodo en el que la empresa se
empeñaría a fondo para «ciberizar» el Herald y El Nuevo Herald, liberándolos de
la vieja y nudosa garra de la letra impresa para convertirlos en pulcras
publicaciones del siglo XXI. El trasfondo era: Mientras tanto, si los chuchos
se ponen a gruñir, ladrar y destriparse mutuamente a mordiscos..., celebra la
Diversidad que ello supone y procura blanquearles los dientes.
Eso
fue hace tres años. Como no había prestado verdadera atención a las
explicaciones, al principio Ed no se enteraba de nada. Tres meses después de
asumir el puesto de director, publicó la primera parte de un reportaje de un
joven periodista con mucha iniciativa sobre la misteriosa desaparición de
940.000 dólares que el gobierno federal había asignado a una organización
anticastrista de Miami, con objeto de emitir programas de televisión a Cuba en
directo y a prueba de interferencias. No se demostraron errores en el
reportaje, ni se le puso seriamente en cuestión. Pero suscitó tal aullido en la
«comunidad cubana» –consistiera eso en lo que consistiera– que Ed sintió la
conmoción hasta en los dedos meñiques de los pies, encogidos dentro de los
zapatos. «La comunidad cubana» sobrecargó el teléfono, la capacidad del fax, el
correo electrónico, el sitio web del Herald y las oficinas de Chicago del Loop
Syndicate, colapsando todas las líneas. Durante días se congregaron multitudes
frente al edificio del Herald, gritando, cantando, pitando, enarbolando
pancartas estampadas con expresiones tales como ACABEMOS CON LAS RATAS ROJAS...
¡HERALD: FIDEL, SÍ! ¡PATRIOTISMO, NO!... BOICOT AL HABANA HERALD... EL MIAMI
HEMORROIDES... MIAMI HERALD: PUTA DE CASTRO... Una incesante descarga de
insultos en la radio y la televisión en español calificaba a los nuevos dueños
del Herald, el Loop Syndicate, de infeccioso virus de «extrema izquierda». A
las órdenes de los nuevos comisarios políticos, el Herald se había convertido
ahora en un nido de «intelectuales de la izquierda radical», y el nuevo
director, Edward T. Topping IV, era un «inocentón, compañero de viaje del
fidelismo». Unos blogs calificaban al industrioso joven que escribió el
reportaje de «comunista comprometido», mientras por todo Hialeah y Little
Havana circulaban panfletos y carteles con su fotografía, dirección y números
de teléfono, del móvil y del fijo, con el encabezamiento de SE BUSCA POR
TRAICIÓN amenazas de muerte, contra él, su mujer y sus tres hijos como si
fueran ráfagas de ametralladora. La respuesta de la empresa, leída entre
líneas, etiquetó a Ed de estúpido arcaizante, canceló la segunda y tercera
parte del reportaje, le dio instrucciones de que no se ocupara en absoluto de
los grupos anticastristas, siempre y cuando la policía no los inculpara
formalmente de asesinato, incendio provocado o atraco a mano armada que
ocasionara heridas graves a las personas, y rezongó por los gastos de realojar
al periodista y su familia –cinco personas– en un piso franco durante seis
semanas y, peor aún, por tener que pagar los guardaespaldas.
Muerte súbita de Álvaro Enrigue
PVP sin IVA 17,21 €
PVP con IVA 17,90 €
Nº de páginas 264
Colección Narrativas
hispánicas
El 4 de octubre de
1599, a las doce en punto del mediodía, se encuentran en las canchas de tenis
públicas de la Plaza Navona, en Roma, dos duelistas singulares. Uno es un joven
artista lombardo que ha descubierto que la forma de cambiar el arte de su
tiempo no es reformando el contenido de sus cuadros, sino el método para
pintarlos: ha puesto la piedra de fundación del arte moderno. El otro es un
poeta español tal vez demasiado inteligente y sensible para su propio bien.
Ambos llevan vidas disipadas hasta la molicie: en esa fecha, uno de ellos ya
era un asesino en fuga, el otro lo sería pronto. Ambos están en la cancha para
defender una idea del honor que ha dejado de tener sentido en un mundo
repentinamente enorme, diverso e incomprensible.
¿Qué tendría que haber
pasado para que Caravaggio y Quevedo jugaran una partida de tenis en su
juventud? Muerte súbita se juega en tres sets, con cambio de cancha, en un
mundo que por fin se había vuelto redondo como una pelota. Comienza cuando un
mercenario francés roba las trenzas de la cabeza decapitada de Ana Bolena. O
quizá cuando la Malinche se sienta a tejerle a Cortés el regalo de divorcio más
tétrico de todos tiempos: un escapulario hecho con el pelo de Cuauhtémoc. Tal
vez cuando el papa Pío IV, padre de familia y aficionado al tenis, desata sin
darse cuenta a los lobos de la persecución y llena de hogueras Europa y
América; o cuando un artista nahua visita la cocina del palacio toledano de
Carlos I montado en lo que le parece la máxima aportación europea a la cultura
universal: unos zapatos. Acaso en el momento en que un obispo michoacano lee
Utopía de Tomás Moro y piensa que, en lugar de una parodia, es un manual de
instrucciones.
En Muerte súbita el
poeta Francisco de Quevedo conoce al que será su protector y compañero de
juerga toda la vida en un viaje delirante por los Pirineos en el que una hija
idiota de Felipe II será propuesta para reinar en Francia y Cuauhtémoc,
prisionero en la remota Laguna de Términos, sueña con un perro. Caravaggio
cruza la plaza de San Luis de los Franceses, en Roma, seguido por dos
sirvientes que cargan el cuadro que lo convertirá en el primer rockstar de la
historia del arte, y el amateca nahua Diego Huanitzin transforma la idea del
color en el arte europeo a pesar de que habla en castellano imaginario. La
duquesa de Alcalá asiste a los saraos reales con una cajita de plata rellena de
chiles serranos y usa un verbo que nadie entiende, pero parece temible:
«xingar». Muerte súbita se vale de todas las armas de la escritura literaria
para dibujar un momento tan deslumbrante y atroz en la historia del mundo que
sólo puede ser representado mediante la más venerable y maltratada de las
tecnologías, el artefacto cuya regla de oro es que no tiene reglas: Su Majestad
la novela. Y estamos ante una novela realmente majestuosa, de enorme ambición y
gran calidad literaria.
«Álvaro Enrigue ha
asimilado a la perfección, con personalísima mirada, el esperpento
valleinclanesco recreado sobre un "ruedo ibérico" renacentista, el
fingimiento culturalista del mejor Borges y el recargado tono barroco de una
jocosa, por momentos hilarante, crónica del poder ejercido entre
desternillantes lances y desafíos... Espléndida novela para tiempos de crisis»
(Jesús Ferrer, La Razón).
PRIMER
PARCIAL, JUEGO UNO
Sintió
el cuero de la bola entre el pulgar, el índice y el cordial de la mano
izquierda. La rebotó contra el pavimento una, dos, tres veces, haciendo girar
en el puño de la derecha el mango de la raqueta. Se dio tiempo para medir el
espacio de la cancha: el brillo del sol del mediodía le parecía insoportable
debido a la resaca. Respiró hondo: la partida de raqueta que estaba por desatar
era de vida o muerte.
Se
limpió las perlas de sudor de la frente y volvió a girar la pelota entre los
dedos de la mano izquierda. Era una bola rara: muy usada y recocida, un poco
más chica de lo normal, indudablemente francesa por su solidez; rebotaba de una
manera más bien febril en comparación con las pelotas de aire españolas con las
que estaba acostumbrado a jugar. Miró al piso y raspó con la punta del pie la
línea de cal que marcaba el final de su lado de la cancha. Su pierna corta
tenía que caer un poco antes de la raya: el factor sorpresa que lo hacía
invencible con la espada y no tenía por qué no hacerlo jugando a la raqueta.
Escuchó
una carcajada de su oponente, que esperaba el saque al otro lado de la cuerda.
Alguno de los proxenetas que lo acompañaban había murmurado algo en italiano.
Al menos uno de ellos le era familiar: un hombre de nariz prominente, barba
roja y ojos tristes –el modelo que había representado el papel del santo
recolector de impuestos en La vocación de San Mateo que la iglesia de San Luigi
dei Francesi presumía como su adquisición más reciente. Lanzó la bola al aire y
gritó Tenez! Sintió cómo se cimbraba la tripa de gato cuando la prendió con
toda su alma.
Su
contrincante siguió la pelota con la mirada mientras volaba rumbo al techo de
la galería. Pegó en una de sus esquinas. El español sonrió: su primer saque
tuvo veneno, se volvió inalcanzable. El lombardo se había confiado, seguro como
estaba de que un cojo no podía ser rival para él. El poeta comentó con esa voz
rápida y aguda con que los castellanos perforan paredes y conciencias: Más vale
cojo que marica. Nadie celebró su chiste del otro lado de la cancha. El duque,
en cambio, lo miró desde su sitio en la galería techada de la banda con la
sonrisa discreta de los grandes calaveras.
Con
el tiempo el juez de cancha del poeta llegó a ser el grande de España a que le
daba derecho su título, pero para el otoño de 1599 no había hecho nada más que
dañarse el cuerpo, vulnerar el nombre de su casa, hundir a su mujer en el
desasosiego y sacar de sus cabales a los privados del rey. Era un hombre
chaparro y arrojado. Tenía la cara redonda, la nariz en punta casi cómica, unos
ojos de semilla de toronja que le ponían la mirada irónica hasta cuando estaba
de buena vena, el pelo corto y rizado y una barba poco creíble que lo hacía
parecer más tonto de lo que era. Atendía al partido, a la manera desdeñosa y
socarrona con que lo hacía todo, sentado bajo la arcada de madera en cuyos
techos tenía que rebotar la bola para que un saque fuera bueno.
El
lombardo ocupó el centro de la cancha detrás de la línea de base. Se puso en
posición de arranque, a la espera del rebote del tiro del español. La panda de
vagos que lo acompañaba guardó esta vez un silencio respetuoso. El poeta volvió
a sacar y volvió a ganar el punto. Había puesto la bola casi de su lado en la
techumbre, con lo que había conseguido que cayera prácticamente muerta para su
contrincante. El duque gritó el marcador: 30-Love, aunque lo que dijo fue
«lof». Los italianos entendieron perfectamente.
Más
seguro de sí, el español se secó la palma de la mano derecha en los calzones.
Giró la bola en la izquierda. Sudaba lo suficiente para cargarla de efecto sin
necesidad de escupir en ella. No era el calor, sino la fiebre que aterriza en
un purgatorio de escalofríos a los que bebieron de más y no se han repuesto.
Movió el cuello en círculos, cerró los ojos, se limpió el morro con la manga.
Apretó la bola. No era una pella normal; tenía algo de irregular, como si más
que una pelota fuera un talismán. Pensó que sus saques estaban resultando
imparables por eso y que se tendría que cuidar del efecto que le podría
imprimir su dueño, que la conocía mejor, cuando fuera su turno en la cancha
defensiva.
La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de
la era pop de Tom Wolfe
ISBN 978-84-339-7623-9
PVP sin IVA 17,21 €
PVP con IVA 17,90 €
Nº de páginas 280
Colección Otra vuelta
de tuerca
Traducción J. M. Álvarez Flórez
y Ángela Pérez
En este libro, Tom
Wolfe examinó provocativamente, sobre el terreno, los recientes monstruos
sagrados, las instituciones de la era pop, los representantes de la nueva
cultura: los surfistas, los locos de la moto, los Muchachos de la Melena y la
estética de lo rancio, Hefner (Playboy), el rey de los reclusos voluntarios, la
topless trucada con silicona, el revoltijo mcluhaniano, los «Swinging London»,
las heathfields y las dollies, los hoteles climatizados, la decadencia del
cocktail-party y la aparición de la cena con mono, la nueva etiqueta de la
nueva café-society neoyorquina.
Entre los sorprendentes
fenómenos sociales que estimulan a Tom Wolfe aparece un tema recurrente: la
búsqueda de estatus por parte de las nuevas generaciones o (lo que es el
reverso de la medalla) el ocaso de las jerarquías sociales tradicionales. En
conexión con este fenómeno se testimonia la aparición de fórmulas artísticas y
códigos de conducta absolutamente ajenos al viejo establishment.
«Tom Wolfe representa
para el reportaje americano contemporáneo lo que el primer Salinger fue para la
narrativa» (Seymour Krim).
«Un libro completamente
salvaje, satírico, picante, terrible y divertido» (Boston Globe).
«La definitiva y
enloquecida crónica de los actuales estilos de vida por el más destacado
reportero pop» (Time).
«Tom Wolfe es un
reportero contumaz que espía la selva del “pop” en todas sus manifestaciones, y
un excelente escritor cuya pluma vibra según la intensidad de la materia que
toca. Una sátira jocosa que puede convertirse en documento de primera mano para
futuros sociólogos» (Luis Mateo Díez).
¡Por
supuesto! Esta playa está prohibida para quienes tengan cincuenta años. Es una
playa segregada. Los viejos pueden mirar la playa de Windansea y sólo verán
chicos apuestos y bronceados. Hay un cartel que dice «No nadar» (por razones de
seguridad), que quiere decir sólo surf. En realidad, la playa está segregada
con criterios de edad. Desde Los Ángeles hacia abajo, por toda la costa
californiana, estamos en la era de la segregación por edad. La gente siempre ha
tendido a segregarse según este criterio, adolescentes con adolescentes, viejos
con viejos, como los que se sientan en los bancos cerca del Zoo del Bronx y
fuman cigarros negros. Pero antes la segregación por edades se había practicado
en una comunidad más amplia. Tarde o temprano, a lo largo del día, todo el
mundo se mezclaba en la vieja red de la comunidad que abraza prácticamente a
todo el mundo, a todas las edades.
Pero
en California, hoy, los surfistas, y no digamos los chavales del rock and roll
y los audaces jinetes de la moto, los Melenudos, llamados así por sus
fantásticos despliegues capilares, todos los grupos de muchachos no sólo andan
juntos, sino que organizan pequeñas sociedades completas sólo para ellos. En
algunos casos, viven juntos durante meses. El Sunset Strip de Sunset Boulevard
era antes una especie de Times Square para juerguistas de Hollywood de todas
las edades, para cualquiera que quisiese desplegar su versión de la «gran
vida». Hoy The Strip es casi coto exclusivo de chavales entre los dieciséis y
los veinticinco años, en la misma línea que los clubs «a go-go». Uno de ellos,
un sitio llamado It’s Boss, es para gente entre los dieciséis y los veinticinco.
Allí no dejan entrar a nadie que tenga más de veinticinco. A veces hay
terribles escenas de «Trágame tierra» cuando aparece una chica con su novio y
el tipo de la puerta del It’s Boss no cree que ella tenga veinticinco sino más
y le dice que tendrá que enseñar algún documento que pruebe que es lo
suficientemente joven para entrar allí y vivir el tipo de vida de The Strip
y... no tiene solución, porque ella no puede sacar el carnet de identidad y
nada en el mundo hace que una mujer parezca más estúpida que el que se ponga a
decir: Soy más joven de lo que parezco, soy más joven de lo que parezco. Así
que prácticamente se arruga como una cabeza de momia peruana frente a su novio
y éste se la lleva de allí a buscar algún sitio donde pueda entrar con una
muñeca vieja como ella. Uno de los pocos clubs que quedan para la «gente mayor»
es, paradójicamente, el club Playboy. Hay casas de apartamentos que son sólo
para personas de veinte a treinta años, como el Sheri Plaza de Hollywood y el
E’Questre Inn de Burbank. Hay proyectos completos de urbanizaciones, en su
mayoría privadas, donde sólo pueden comprar una casa individuos de entre
cuarenta y cinco y cincuenta. Por otra parte, hay ciudades enteras que han
pasado a identificarse como «jóvenes»: Venice, New Port Beach, Balboa... Y como
«viejas»: Pasadena, Riverside, Coronado Island.
Vivir, pensar, mirar de Siri Hustvedt
PVP sin IVA 21,06 €
PVP con IVA 21,90 €
Nº de páginas 416
Colección Argumentos
Traducción Cecilia Ceriani
Vivir, pensar y mirar
son los tres ejes de este libro y los tres bloques en que se agrupan los
ensayos que reúne. Son también tres ejes fundamentales en la obra –tanto de
ficción como ensayística– de Siri Hustvedt, tres núcleos temáticos sobre los
que ha reflexionado y escrito casi obsesivamente: la propia experiencia vital y
las raíces familiares, los enigmáticos mecanismos del cerebro y los impactos
visuales de las artes plásticas. El hilo conductor que conecta todos los textos
aquí recopilados –escritos entre 2006 y 2011–es, según la propia autora, «la
pertinaz curiosidad por saber qué significa ser humanos». En el primer bloque,
«Vivir», indaga en la memoria, la emoción y la imaginación, reflexiona sobre el
origen escandinavo de su familia, las figuras de sus padres y su personal
vivencia de la migraña, entre otros temas. En el segundo bloque, «Pensar»,
aborda temas relacionados con la filosofía, la neurociencia, el psicoanálisis,
la lectura y la escritura, es decir los territorios del cerebro. Y la tercera
parte, «Mirar», se centra en las artes plásticas, tratando de desentrañar el
misterio de las obras maestras, el modo como las miramos y las emociones que
nos transmiten. Para ello reflexiona sobre artistas muy diferentes y alejados
en el tiempo, desde el maestro de la escuela sienesa Duccio di Buoninsegna o
Goya y su uso de la violencia hasta las transgresoras propuestas de Louise
Bourgeois, Kiki Smith, Gerhardt Richter, Annette Messager o Margaret Bowland,
pasando por el ascetismo de los bodegones de Morandi o el poder evocador de las
fotografías viejas.
El libro viene a
confirmar que Siri Hustvedt es una de las grandes voces de las letras
norteamericanas contemporáneas no sólo en el campo de la ficción sino también
en el del ensayo. La autora derrocha inteligencia, sagacidad y una encomiable
voluntad de acercar temas como el arte, la neurociencia, la psicología, la
filosofía y la literatura a cualquier lector inquieto.
«Revela un conocimiento
inusualmente profundo de temas que van del arte a la neurociencia. (…) Como un
buen poema, Vivir, pensar, mirar combina lo abstracto y lo concreto, iluminando
rincones oscuros de la experiencia y los sentimientos» (Abigail Meisel, The New
York Times Book Review).
«No hay nadie que
escriba hoy en día sobre arte con la capacidad de Hustvedt para acercarse al
elusivo misterio de un gran cuadro» (Calvin Tomkins).
«Aporta tanto
conocimiento como la mirada desde dentro del artista a la reflexión sobre la
memoria, el lenguaje y la identidad personal. (…) Hustvedt tiene la capacidad
de escribir con una claridad ejemplar sobre temas que son de entrada complejos»
(Hilary Mantel).
«En parte crítica
literaria, en parte investigación filosófica y científica, en parte libro de
memorias, esta obra apela a los lectores serios que disfrutan con una prosa
elegante y reflexiones incisivas» (Library Journal).
«Sus ensayos son
siempre perspicaces, eruditos y francamente singulares» (Publishers Weekly).
«Como ensayista,
probablemente no tiene rival» (The Scotland Herald).
«Siri Hustvedt, una de
nuestras mejores novelistas, es también desde hace tiempo una brillante
exploradora del cerebro y la mente» (Oliver Sacks).
El
deseo aparece como un sentimiento, como un sobresalto o una explosión dentro
del cuerpo, pero siempre significa un ansia por algo y siempre nos empuja hacia
algún sitio, hacia eso que nos falta. Incluso cuando ese movimiento sucede en
el ámbito interior de la fantasía, tiene un efecto estimulante en quien sueña
despierto. El objeto del deseo (ya sea una buena comida, un bonito vestido, un
coche maravilloso, otra persona o algo abstracto como la fama, el estudio o la
felicidad) existe fuera y lejos de nosotros. Es algo que no poseemos. Aunque
con frecuencia se solapen, los deseos y las necesidades son semánticamente distintos.
Necesito comer, pero puede que no tenga demasiado interés en el plato que me
hayan servido. Mientras que una necesidad puede suponer una urgencia para el
bienestar o para la supervivencia del cuerpo, un deseo existe en otro nivel de
la experiencia. Puede ser razonable o irracional, saludable o peligroso,
pasajero u obsesivo, débil o fuerte, pero no es cuestión de vida o muerte. La
diferencia entre deseo y necesidad podría radicar en el hecho de que jamás he
oído a nadie hablar del «deseo» de una rata, sí de instintos, pulsiones o
comportamientos, pero nunca de deseos. La palabra deseo parece implicar la
existencia de un sujeto imaginativo, alguien que piensa y habla. En el
diccionario Webster la segunda definición para el sustantivo deseo sobre si los
animales tienen «deseos». Tienen preferencias, por supuesto. Los perros ladran
para indicarnos que quieren salir a la calle, devoran una comida mientras dejan
otra sin probar y dejan muy claro que la clínica veterinaria es anatema. Los
monos expresan sus deseos de formas tan sofisticadas que rivalizan con las de
su primo, el Homo sapiens. Sin embargo, el deseo humano se conforma y expresa
en términos simbólicos que no son asequibles para los animales.
Cuando
mi hermana Asti tenía tres años, su más ferviente deseo, expresado
repetidamente, era tener un teléfono de Mickey Mouse, un deseo navideño que
obligó a mis padres a recorrer varias ciudades en busca de un juguete que
estaba agotado en todas partes. A medida que las fiestas se aproximaban, la tensión
en el seno de mi familia crecía. Mi hermana Liv, que por entonces tenía siete
años, y yo, que tenía nueve, estábamos sumidas en el drama emocional de pensar
que aquel juguete esquivo que Asti tanto deseaba fuese imposible de encontrar.
Si no recuerdo mal, mi padre logró dar con él en la vecina ciudad de Fairbault,
bien entrada la tarde del día de Nochebuena y pocas horas antes de que
abriéramos los regalos. Recuerdo su entrada triunfante por la puerta del garaje
(y nuestra alegría), dando pisotones en el suelo para quitarse la nieve de las
botas y llevando una caja grande y ostentosa en las manos. Mi hermana menor,
Ingrid, no aparece en mi recuerdo, quizás porque era demasiado pequeña para
haber participado de aquel deseo compartido indirectamente por el resto de las
hermanas. Asti conoce la historia porque adquirió proporciones míticas dentro
de la familia y recuerda bien aquel teléfono que formó parte de su colección de
juguetes durante algún tiempo, pero no el momento de desenvolver el regalo en
nuestro salón, al que yo asistí conteniendo la respiración.
Esta
pequeña anécdota del teléfono de Mickey Mouse abre una perspectiva sobre las
peculiaridades de los deseos humanos. Sin duda, la imagen luminosa y
seguramente agrandada del teléfono en la pantalla del televisor encendió el
deseo de Asti y desencadenó en ella la fantasía de poseerlo. El propio roedor
creado por Disney desempeñó también su papel. Asti bien podría haber imaginado
que mantendría conversaciones por teléfono con él. No sé cómo, pero aquel objeto
se cargó de un gran atractivo, no sólo para mi hermana, sino para el resto de
nosotras, porque fue difícil de conseguir. Tuvimos que luchar por él, lo que es
siempre un factor que acrecienta el deseo. Pensemos en los trovadores. Pensemos
en Gatsby. Pensemos en ese grande de la literatura, el aturdido Caballero
Errante montado sobre Rocinante. El deseo de una niña de tres años contagió a
cuatro miembros de la familia que la amaban y se hizo nuestro por medio de una
intensa identificación, no tan lejana a la de un hincha deportivo que desea el
triunfo de su equipo. El deseo puede llegar a ser contagioso. De hecho, los
engranajes del capitalismo dependen de él.
El
deseo «Mickey Mouse» de Asti presupone una capacidad de retener un objeto en la
mente para luego imaginar su compra en un momento posterior, una habilidad que
el gran neurólogo ruso A. R. Luria (1902-1977) conectó explícitamente con el
lenguaje, con un apabullante Yo y con la cualidad lábil de los tiempos
lingüísticos: fue, es y será. Una narración es un movimiento mental en el
tiempo, y el deseo de un objeto a menudo toma la forma de una simple narración:
P se siente solo y desea compañía. Sueña con encontrar a Q. Se imagina que está
hablando con Q en un bar, con la cabeza de ella reposando sobre su hombro. Ella
sonríe. Él sonríe. Se levantan de la mesa. Él se imagina que ella está desnuda
en la cama y así sucesivamente. Siempre he sentido de modo intuitivo que
recordar e imaginar conscientemente están ligados por una poderosa conexión y
que son, de hecho, tan similares que a veces resulta difícil desgajar lo uno de
lo otro y que ambos están ligados a lugares determinados. Es importante anclar
a las personas o cosas que uno recuerda o imagina en un espacio mental, pues si
no, empiezan a vagar y distanciarse o, peor aún, a desaparecer. La idea de que
la memoria está enraizada en los lugares nos viene ya de los griegos y ejerció
una poderosa influencia en el pensamiento medieval. Alberto Magno, el filósofo
escolástico, escribió: «Un lugar es algo que el alma misma crea para depositar
imágenes.»
Los
científicos han dado recientemente el espaldarazo a este saber antiguo en un
estudio realizado con pacientes que sufrían amnesia debido a una lesión del
hipocampo bilateral. Se sabe que el hipocampo, junto con otras áreas del lóbulo
temporal medial del cerebro, es vital para procesar y almacenar la memoria,
pero parece que también es esencial para poder imaginar. Cuando se pide a un
paciente con una lesión cerebral que visualice determinada escena, a éste le
resulta difícil encontrar un contexto espacial coherente para sus fantasías. Su
relato es mucho más fragmentario que el de una persona sana (lo que los
científicos denominan muestras de «control»). Esta constatación no afecta, por
supuesto, al deseo en sí. Las personas con lesiones en el hipocampo no carecen
de deseos, pero su capacidad para imaginar lo que desean está limitada. No
obstante, otras formas de amnesia harían imposible que alguien retuviera en la
mente la imagen de un teléfono de Mickey Mouse o la del fantasma de la señorita
Q durante más de unos breves segundos. Esta forma de deseo vive sólo el
momento, no forma parte de una narración, y constituye una avalancha de
sentimientos de origen desconocido que sólo podrían cumplirse si el objeto del
deseo surgiera al instante y la persona amnésica alargara la mano y lo atrapara
de inmediato.
Blanco nocturno de Ricardo Piglia
ISBN 978-84-339-7735-9
PVP sin IVA 9,52 €
PVP con IVA 9,90 €
Nº de páginas 304
Colección Compactos
Tony Durán, un extraño
forastero, nacido en Puerto Rico, educado como un norteamericano en Nueva
Jersey, fue asesinado a comienzos de los años setenta en un pueblo de la
provincia de Buenos Aires. Antes de morir, Tony ha sido el centro de la
atención de todos, el admirado, vigilado, diferente pero también el fascinante.
Había llegado siguiendo a las bellas hermanas Belladona, las gemelas Ada y
Sofía, hijas de una de las principales familias del lugar. Las conoció en
Atlantic City, y urdieron un feliz trío sexual y sentimental hasta que una de
ellas, Sofía, «quizá la más débil o la más sensible», desertó del juego de los
casinos y de los cuerpos. Y Tony Durán continuó con Ada, y la siguió cuando
ella volvió a la Argentina, donde encontró su muerte.
A partir del crimen,
esta novela policíaca muta, crece, y se transforma en un relato que se abre y
anuda en arqueologías y dinastías familiares, que va y viene en una
combinatoria de veloz novela de género y espléndida construcción literaria. El
centro luminoso del libro, cuyo título remite a la cacería nocturna, es Luca
Belladona, constructor de una fábrica fantasmal perdida en medio del campo que
persigue con obstinación un proyecto demencial. La aparición de Emilio Renzi,
el tradicional personaje de Piglia, le da a la historia una conclusión irónica
y conmovedora.
Esta novela fue
galardonada con el Premio de la Crítica en España y el Premio Rómulo Gallegos,
entre otros.
«Un autor enorme» (Leila
Guerriero, El País Dominical).
«Una novela en la que
se amalgaman con naturalidad Faulkner y Chandler» (Ricardo Senabre, El Mundo).
«A cada nuevo libro de
Piglia me pregunto no si es merecedor del Premio Cervantes, sino cuándo le va a
llegar este reconocimiento» (J. A. Masoliver Ródenas, La Vanguardia).
La música del azar de Paul Auster
ISBN 978-84-339-6127-3
PVP sin IVA 9,62 €
PVP con IVA 10 €
Nº de páginas 252
Colección Fuera de
colección
Traducción Maribel de Juan
Cuando Jim Nashe es
abandonado por su mujer, se lanza a la vida errante. Antes ha recibido una
inesperada herencia de un padre al que nunca conoció que le permitirá
vagabundear por América en un Saab rojo, el mejor coche que nunca tuvo. Nashe
va de motel en motel, goza de la velocidad, vive en una soledad casi completa
y, como otros personajes caros a Auster, experimenta la gozosa y desgarradora
seducción del desarraigo absoluto. Tras un año de esta vida, y cuando apenas le
quedan diez mil dólares de los doscientos mil que heredara, conoce a Jack
Pozzi, un jovencísimo jugador profesional de póquer. Los dos hombres entablan
una peculiar relación y Jim Nashe se constituye en el socio capitalista de
Pozzi. Una sola sesión de póquer podría hacerles ricos. Sus contrincantes serán
Flower y Stone, dos curiosos millonarios que han ganado una fabulosa fortuna
jugando a la lotería y viven juntos como dos modernos Bouvard y Pécuchet. A
partir de ahí, de la mano de los dos excéntricos, amables en un principio y
progresivamente ominosos después, la novela abandona en un sutil giro el
territorio de la «novela de la carretera» americana, del pastiche chandleriano,
y se interna en el dominio de la literatura gótica europea. Un gótico moderno,
entre Kafka y Beckett.
«Espléndida novela.
Como los buenos novelistas de género, Auster crea adicción. No cuenta siempre
la misma historia, pero sí se dedica a construir variaciones sobre el mismo
tema: los efectos del azar sobre las vidas de las personas» (Ramón de España, El
País).
Edición limitada en
tapa dura.
84, Charing Cross Road de Helene Hanff
ISBN 978-84-339-6129-7
PVP sin IVA 9,62 €
PVP con IVA 10 €
Nº de páginas 128
Colección Fuera de
colección
Traducción Javier Calzada
En octubre de 1949,
Helene Hanff, una joven escritora desconocida, envía una carta desde Nueva York
a Marks & Co., la librería situada en el 84 de Charing Cross Road, en
Londres. Apasionada, maniática, extravagante y muchas veces sin un duro, la
señorita Hanff le reclama al librero Frank Doel volúmenes poco menos que inencontrables
que apaciguarán su insaciable sed de descubrimientos. Veinte años más tarde,
continúan escribiéndose, y la familiaridad se ha convertido en una intimidad
casi amorosa. Esta correspondencia excéntrica y llena de encanto es una pequeña
joya que evoca, con infinita delicadeza, el lugar que ocupan en nuestra vida
los libros... y las librerías. 84, Charing Cross Road pasó casi inadvertido en
el momento de su publicación, pero desde la década de los setenta se ha
convertido en un verdadero libro de culto a ambos lados del Atlántico.
Edición limitada en
tapa dura.
Me quedo con los de Auster, por supuesto. No hace mucho que terminé su "Diario de invierno" y las sensaciones han sido lo suficientemente buenas como para ir a por la segunda parte de sus memorias. Tengo ganas tambien de leer algo de su mujer (hasta ahora sólo he "leído" las actas de las reuniones de vecinos que comparte Auster) :D pero creo que no lo haré con unos ensayos, ya veré. Y a Helene Hanff, libro pendiente de leer desde ni se sabe.
ResponderEliminarSaludos!