sábado, 30 de noviembre de 2013

Novedades, noviembre de 2013: Anagrama (I)



Informe del interior de Paul Auster

ISBN 978-84-339-7878-3
PVP sin IVA 18,17 €
PVP con IVA 18,90 €
Nº de páginas 336
Colección  Panorama de narrativas
Traducción Benito Gómez Ibáñez

Paul Auster, en paralelo a sus novelas, ha ido publicando algunos textos en los que indaga desde ángulos diversos en su propia vida y en los procesos íntimos de su escritura. Esta nueva entrega de textos autobiográficos es el complemento perfecto del reciente Diario de invierno. Si en dicho volumen el arte y el envejecimiento tenían un papel central, ahora el foco se centra en la infancia y la primera juventud, en la construcción de la personalidad y en el origen primigenio del ímpetu de escribir, de profundizar en el mundo a través de las palabras.
Informe del interior es una suerte de rompecabezas compuesto por cuatro piezas independientes, que sumadas esbozan un retrato. En la primera Auster aborda su infancia hasta los doce años a través de una sucesión de viñetas: los dibujos animados que veía en la televisión, la huella que le dejó La guerra de los mundos, el sentido de culpa, las primeras lecturas –libros infantiles, después Poe y Sherlock Holmes–, el descubrimiento del peso de las palabras, la fascinación por los héroes americanos –Edison, ciertos jugadores de fútbol americano…–, el béisbol, los problemas de convivencia de sus padres, los amigos de la infancia, la Guerra Fría, el descubrimiento de la condición de judío, la primera vez que, con ocho años, se separa de sus padres para ir a un campamento de verano, las primeras historias que escribe, las novelas que va descubriendo, como El doctor Zhivago, La ciudadela o Mansiones verdes, un primer amor infantil, una competición de lectura en el colegio en la que cada alumno apunta los libros leídos y él apunta tantos que el profesor cree que miente…
El segundo texto se centra en dos películas que de niño le causaron un impacto enorme: una de ciencia ficción, El increíble hombre menguante, de Jack Arnold, y una policíaca, Soy un fugitivo, de Mervyn LeRoy. En el tercero salta a la primera juventud y entre los recuerdos se van intercalando las cartas que le enviaba a su novia y después primera esposa, Lydia Davis. Son los años de estudiante en Columbia y los posteriores en París, el periodo de las primeras tentativas serias de escritura, los estímulos intelectuales, los anhelos, las incertidumbres ante el futuro, la soledad en la Ciudad de la Luz, el amor… La cuarta parte está construida mediante una sucesión de imágenes –de películas, de ciudades, de anuncios…– que forman una suerte de fragmentaria memoria de infancia y juventud.
El resultado es un libro fascinante, una nueva muestra del desbordante talento de Paul Auster, que en esta ocasión se sumerge en su propia vida y sus propios fantasmas. Un estimulante ejercicio de escritura autobiográfica en el que el autor reflexiona sobre sí mismo y escribe un Informe del interior.
«La interacción de memoria, identidad e imaginación creativa forja este retrato del artista adolescente, un libro de memorias que los ávidos lectores del escritor encontrarán particularmente absorbente… Auster ha presentado muchas veces la vida como un rompecabezas; aquí reúne algunas piezas significativas y reveladoras» (Kirkus Reviews).
«Un libro sobre el proceso de maduración en el que muchos se verán reflejados» (Library Journal).


Armado con una horca, un furioso Farmer Alfalfa corre por un maizal persiguiendo al Gato Félix. Ninguno de los dos habla, pero sus actos van continuamente acompañados de una música metálica, acelerada, y mientras observas cómo ambos entablan otra batalla de su guerra inacabable, estás convencido de que son de verdad, de que esas figuras sin orden ni concierto, dibujadas en blanco y negro, están tan vivas como tú. Todas las tardes salen en un programa de televisión llamado Junior Frolics, presentado por un tal Fred Sayles, que tú conoces simplemente como el Tío Fred, el hombre de pelo plateado que es el guardián de ese reino de las maravillas, y como no sabes nada sobre la producción de esas películas animadas, ni siquiera estás al tanto del proceso por el cual cobran movimiento los dibujos, te imaginas que debe de haber una especie de universo alternativo en el cual existen personajes como Farmer Alfalfa o el Gato Félix: no como rasgos hechos a plumilla que dan saltos en torno a una pantalla de televisión, sino como criaturas tridimensionales plenamente encarnadas, tan grandes como adultos. La lógica requiere que sean grandes, porque la gente que sale en televisión siempre es más grande que sus imágenes en la pantalla, y la lógica también exige que pertenezcan a un universo alternativo, porque el mundo que tú habitas no está poblado por ese tipo de personajes, por más que te gustaría que así fuese. Un día, cuando ya tienes cinco años, tu madre anuncia que os llevará a ti y a tu amigo Billy al estudio de Newark desde donde se emite Junior Frolics. Allí verás al Tío Fred en persona, te asegura, y formarás parte del programa. Todo eso es emocionante, maravilloso, pero aún más fascinante es la idea de que al fin, tras meses de conjeturas, podrás ver en persona a Farmer Alfalfa y al Gato Félix. Por fin descubrirás el aspecto que tienen en realidad. En tu imaginación, ves cómo se desarrolla la aventura en un enorme escenario, un tablado del tamaño de un campo de fútbol, mientras el viejo agricultor cascarrabias y el artero gato negro se persiguen mutuamente en una de sus épicas escaramuzas. En el día señalado, sin embargo, nada resulta como esperabas. El estudio es pequeño, el Tío Fred tiene maquillaje en la cara, y después de que te den un paquete de caramelos de menta para que te hagan compañía durante el espectáculo, te instalas en tu asiento de la tribuna con Billy y los demás niños. Miras hacia abajo, a lo que debería ser un escenario, pero que en realidad no es más que el suelo de cemento del estudio, y lo que allí ves es un aparato de televisión. Nada especial, ni más pequeño ni más grande que el que tienes en casa. Por ninguna parte se ve al granjero ni al gato. El Tío Fred da la bienvenida al público del programa y luego presenta la primera película de dibujos. Se enciende la televisión y allí están Farmer Alfalfa y el Gato Félix, dando brincos de un sitio para otro de la forma en que siempre lo hacen, aún atrapados en la tele, tan pequeños como de costumbre. Estás absolutamente confuso. ¿Qué error has cometido?, te preguntas. ¿En qué te has equivocado? Lo real está en tan flagrante desacuerdo con lo imaginado, que no puedes desechar la sensación de que te han jugado una mala pasada. Aturdido por la decepción, apenas eres capaz de ver el programa. Después, al volver al coche con Billy y tu madre, tiras indignado los caramelos de menta.
Hierba y árboles, insectos y pájaros, pequeños animales y los sonidos que hacen mientras sus cuerpos invisibles se remueven entre los arbustos circundantes. Tenías cinco años y medio cuando tu familia dejó el pequeño apartamento con jardín en Union y se instaló en una vieja casa blanca de Irving Avenue de South Orange. No era grande, pero sí la primera en la que vivían tus padres, lo que también la convertía en tu primera casa, y aunque por dentro no era muy espaciosa, el jardín te parecía grande, porque en realidad eran dos jardines, el primero de ellos justo detrás de la casa con una pequeña zona de césped, bordeado por las flores de tu madre, en forma de media luna, y luego, como inmediatamente después de las flores había un garaje blanco de madera que dividía la propiedad en dos terrenos independientes, teníamos un segundo jardín, otro jardín trasero, que era mayor y más agreste que el primero, un dominio aislado en el que llevabas a cabo tus más profundas investigaciones sobre la flora y la fauna de tu nuevo reino. La única señal humana que allí había era el huerto de tu padre, que no pasaba de ser una tomatera, plantada no mucho después de que tu familia se mudara a la casa en 1952, y todos los años de los veintiséis y medio que le quedaban de vida, tu padre se dedicó a cultivar tomates durante el verano, los más rojos y gordos que nadie hubiera visto jamás en Nueva Jersey, cestas rebosantes de tomates todos los meses de agosto, tantos, que debía regalarlos antes de que se estropearan. El huerto de tu padre, que se extendía a lo largo de la fachada del garaje en el segundo jardín. Su parcela de terreno, pero tu mundo, y en él viviste hasta los doce años.

Bloody Miami de Tom Wolfe

ISBN 978-84-339-7877-6
PVP sin IVA 23,94 €
PVP con IVA 24,90 €
Nº de páginas 624
Colección  Panorama de narrativas
Traducción Benito Gómez Ibáñez

Edward T. Topping IV, blanco, anglo y sajón, miembro de una pequeña dinastía –es el cuarto de su familia que lleva este nombre y que ha estudiado en Yale–, va con Mack, su mujer –también Yale– a cenar a un restaurante. Y mientras se desocupa una plaza para aparcar su pequeño y ecológico coche –como toca a personas progresistas y cultivadas como ellos–, un esplendoroso Ferrari, conducido por una latina no menos esplendorosa y cargada de oro y oropeles, les birla el lugar. Y luego la conductora se burla descaradamente de Mack. Quizá porque, como afirma Wolfe, Miami es la única ciudad de América, y quizá del mundo, donde una población venida de otro país, de otra cultura, con otra lengua, se ha hecho dueña del territorio en sólo una generación, y lo demuestra en las urnas, y en el posterior ejercicio del poder. Y por eso Ed Topping ha sido enviado a Miami a reconvertir el Miami Herald en un periódico digital, sin edición en papel, y lanzar El Nuevo Herald para las masas latinas.
Y en esa Miami y en este diario viven y trabajan dos personajes fundamentales de esta inmensa, intensa, divertida novela: el joven John Smith, un periodista que persigue la gran exclusiva que hará que deje de ser novato y desconocido, y Nestor Camacho, policía, veintidós años, miembro de la segunda generación de cubano-americanos nacidos en Miami, que se expresa mucho mejor en inglés que en español, y será el protagonista de la exclusiva de John. Pero hay más, mucho más: está Magdalena, la muy guapa Magdalena, novia o algo parecido de Nestor, y su amante, un psiquiatra famosillo, especializado en el tratamiento de las adicciones sexuales y hábil trepador, que se aprovecha de uno de sus pacientes, un poderoso millonario que vive masturbándose con tal intensidad que tiene el pene casi deshecho, para circular entre la más selecta sociedad de Miami. Y hay mafiosos rusos, un alcalde latino y un jefe de policía negro. Y los fastos y las fiestas donde se congregan todos los que hacen que el mundo y Miami giren en la vida y en esta novela, tan torrencial como, a menudo, esperpéntica…
«Wolfe, ese sardónico maestro de la sátira, destripa, descuartiza viva a una ciudad como ya lo hizo con Nueva York en La hoguera de las vanidades. Una fábula iracunda, astuta, emocionante, sobre una ciudad chamuscada por el sol, dividida y volátil, donde “todos odian a todos”» (Donna Seaman, Booklist).
«Los novelistas americanos, a menudo atrapados en los dramas íntimos más triviales, siguen necesitando a Tom Wolfe al frente de su equipo» (Thomas Mallon, The New York Times).
«Hay que pasearse por esta ciudad y disfrutar de las atracciones: la cómica carrera de los millonarios en la inauguración de la Art Basel, las orgías sobre los yates, las peleas épicas por una plaza de aparcamiento… Vulgar, sublime, excesiva, la Miami de Tom Wolfe es una montaña rusa» (Philippe Boulet-Gercourt, Le Nouvel Observateur).
«Una escritura cargada de adrenalina, controlada mediante un ingenio sarcástico, y vigorizada por el talento de Wolfe para el reportaje, que lo hizo famoso como periodista» (Peter Kemp, Sunday Times).


Pero por Dios bendito, ¿qué hacía un wasp, un alma perdida de una especie moribunda, dirigiendo el Miami Herald con un nombre como Edward T. Topping IV? Había asumido el puesto sin tener la menor idea. Cuando el Loop Syndicate compró el Herald a la McClatchy Company y le ascendió de pronto de redactor jefe de la sección de opinión del Chicago Sun-Times a director del Herald, sólo se hizo una pregunta. ¿Qué repercusión tendría eso en la revista de antiguos alumnos de Yale? Eso fue lo único que le hizo mella en el hemisferio izquierdo del cerebro. Ah, sí, el departamento de investigación del Loop Syndicate trató de suministrarle información. Lo intentaron. Pero en cierto modo todo lo que llegaron a explicarle de la situación en Miami flotó sobre las áreas de Broca y Wernicke de su corteza cerebral... disipándose como niebla temprana. ¿Era Miami la única ciudad del mundo en la que más de la mitad de los ciudadanos eran inmigrantes recientes, es decir, de los últimos cincuenta años...? Hmmm... ¿Quién lo hubiera dicho? ¿Y acaso un sector de esa inmigración, el cubano, tenía el control político de la ciudad: alcalde cubano, jefes de departamento cubanos, polis cubanos, polis cubanos y más polis cubanos, cubanos el sesenta por ciento del cuerpo más un diez por ciento de otros latinos, dieciocho por ciento de negros norteamericanos y sólo un doce por ciento de anglos? ¿Y no podía desglosarse la población más o menos de la misma forma...? Hmmm..., interesante, no cabe duda..., sea lo que sea lo que signifique «anglos». ¿Y ocupaban los cubanos y otros latinos una posición tan dominante que el Herald hubo de crear una edición en español enteramente aparte, El Nuevo Herald, con su propia plantilla cubana, para reducir los riesgos al mínimo...? Hmmmm... Eso ya lo sabía, más o menos. ¿Y no guardaban rencor los negros norteamericanos a los polis cubanos, que parecían haber caído del cielo –tan de repente se habían materializado– con el único propósito de avasallar a la gente de color...? Hmmm..., figúrate. E intentó imaginárselo... durante cuatro o cinco minutos... antes de que la cuestión se desvaneciera a la luz de una indagación que parecía sugerir que la revista de antiguos alumnos iba a mandar a su propio fotógrafo. ¿Y acaso no había llegado a Miami una avalancha compuesta por decenas de miles de haitianos, contrariados por el hecho de que el gobierno estadounidense regularizaba inmigrantes cubanos ilegales en un abrir y cerrar de ojos mientras que a ellos no les dejaba un momento en paz...? Y ahora venezolanos, nicaragüenses, puertorriqueños, colombianos, rusos, israelíes... Hmmmm..., ¿en serio? Tendré que acordarme... ¿Pueden repetirme todo eso...?
Pero el objeto de la reunión informativa, intentaron explicarle delicadamente, no era el de determinar todos esos roces y tensiones como fuente de noticias en la Ciudad de la Inmigración. Oh, no. Se trataba de animar a Ed y a su personal a «hacer concesiones» y poner de relieve la Diversidad, que era algo positivo, incluso más bien noble, y no las disensiones, cosa de la que todos podíamos prescindir. Lo que se pretendía era indicar a Ed que debía tener cuidado para no suscitar el antagonismo entre cualquiera de aquellas facciones... Debía «mantener un continuo equilibrio» durante este periodo en el que la empresa se empeñaría a fondo para «ciberizar» el Herald y El Nuevo Herald, liberándolos de la vieja y nudosa garra de la letra impresa para convertirlos en pulcras publicaciones del siglo XXI. El trasfondo era: Mientras tanto, si los chuchos se ponen a gruñir, ladrar y destriparse mutuamente a mordiscos..., celebra la Diversidad que ello supone y procura blanquearles los dientes.
Eso fue hace tres años. Como no había prestado verdadera atención a las explicaciones, al principio Ed no se enteraba de nada. Tres meses después de asumir el puesto de director, publicó la primera parte de un reportaje de un joven periodista con mucha iniciativa sobre la misteriosa desaparición de 940.000 dólares que el gobierno federal había asignado a una organización anticastrista de Miami, con objeto de emitir programas de televisión a Cuba en directo y a prueba de interferencias. No se demostraron errores en el reportaje, ni se le puso seriamente en cuestión. Pero suscitó tal aullido en la «comunidad cubana» –consistiera eso en lo que consistiera– que Ed sintió la conmoción hasta en los dedos meñiques de los pies, encogidos dentro de los zapatos. «La comunidad cubana» sobrecargó el teléfono, la capacidad del fax, el correo electrónico, el sitio web del Herald y las oficinas de Chicago del Loop Syndicate, colapsando todas las líneas. Durante días se congregaron multitudes frente al edificio del Herald, gritando, cantando, pitando, enarbolando pancartas estampadas con expresiones tales como ACABEMOS CON LAS RATAS ROJAS... ¡HERALD: FIDEL, SÍ! ¡PATRIOTISMO, NO!... BOICOT AL HABANA HERALD... EL MIAMI HEMORROIDES... MIAMI HERALD: PUTA DE CASTRO... Una incesante descarga de insultos en la radio y la televisión en español calificaba a los nuevos dueños del Herald, el Loop Syndicate, de infeccioso virus de «extrema izquierda». A las órdenes de los nuevos comisarios políticos, el Herald se había convertido ahora en un nido de «intelectuales de la izquierda radical», y el nuevo director, Edward T. Topping IV, era un «inocentón, compañero de viaje del fidelismo». Unos blogs calificaban al industrioso joven que escribió el reportaje de «comunista comprometido», mientras por todo Hialeah y Little Havana circulaban panfletos y carteles con su fotografía, dirección y números de teléfono, del móvil y del fijo, con el encabezamiento de SE BUSCA POR TRAICIÓN amenazas de muerte, contra él, su mujer y sus tres hijos como si fueran ráfagas de ametralladora. La respuesta de la empresa, leída entre líneas, etiquetó a Ed de estúpido arcaizante, canceló la segunda y tercera parte del reportaje, le dio instrucciones de que no se ocupara en absoluto de los grupos anticastristas, siempre y cuando la policía no los inculpara formalmente de asesinato, incendio provocado o atraco a mano armada que ocasionara heridas graves a las personas, y rezongó por los gastos de realojar al periodista y su familia –cinco personas– en un piso franco durante seis semanas y, peor aún, por tener que pagar los guardaespaldas.

Muerte súbita de Álvaro Enrigue

ISBN 978-84-339-9769-2
PVP sin IVA 17,21 €
PVP con IVA 17,90 €
Nº de páginas 264
Colección  Narrativas hispánicas

El 4 de octubre de 1599, a las doce en punto del mediodía, se encuentran en las canchas de tenis públicas de la Plaza Navona, en Roma, dos duelistas singulares. Uno es un joven artista lombardo que ha descubierto que la forma de cambiar el arte de su tiempo no es reformando el contenido de sus cuadros, sino el método para pintarlos: ha puesto la piedra de fundación del arte moderno. El otro es un poeta español tal vez demasiado inteligente y sensible para su propio bien. Ambos llevan vidas disipadas hasta la molicie: en esa fecha, uno de ellos ya era un asesino en fuga, el otro lo sería pronto. Ambos están en la cancha para defender una idea del honor que ha dejado de tener sentido en un mundo repentinamente enorme, diverso e incomprensible.
¿Qué tendría que haber pasado para que Caravaggio y Quevedo jugaran una partida de tenis en su juventud? Muerte súbita se juega en tres sets, con cambio de cancha, en un mundo que por fin se había vuelto redondo como una pelota. Comienza cuando un mercenario francés roba las trenzas de la cabeza decapitada de Ana Bolena. O quizá cuando la Malinche se sienta a tejerle a Cortés el regalo de divorcio más tétrico de todos tiempos: un escapulario hecho con el pelo de Cuauhtémoc. Tal vez cuando el papa Pío IV, padre de familia y aficionado al tenis, desata sin darse cuenta a los lobos de la persecución y llena de hogueras Europa y América; o cuando un artista nahua visita la cocina del palacio toledano de Carlos I montado en lo que le parece la máxima aportación europea a la cultura universal: unos zapatos. Acaso en el momento en que un obispo michoacano lee Utopía de Tomás Moro y piensa que, en lugar de una parodia, es un manual de instrucciones.
En Muerte súbita el poeta Francisco de Quevedo conoce al que será su protector y compañero de juerga toda la vida en un viaje delirante por los Pirineos en el que una hija idiota de Felipe II será propuesta para reinar en Francia y Cuauhtémoc, prisionero en la remota Laguna de Términos, sueña con un perro. Caravaggio cruza la plaza de San Luis de los Franceses, en Roma, seguido por dos sirvientes que cargan el cuadro que lo convertirá en el primer rockstar de la historia del arte, y el amateca nahua Diego Huanitzin transforma la idea del color en el arte europeo a pesar de que habla en castellano imaginario. La duquesa de Alcalá asiste a los saraos reales con una cajita de plata rellena de chiles serranos y usa un verbo que nadie entiende, pero parece temible: «xingar». Muerte súbita se vale de todas las armas de la escritura literaria para dibujar un momento tan deslumbrante y atroz en la historia del mundo que sólo puede ser representado mediante la más venerable y maltratada de las tecnologías, el artefacto cuya regla de oro es que no tiene reglas: Su Majestad la novela. Y estamos ante una novela realmente majestuosa, de enorme ambición y gran calidad literaria.
«Álvaro Enrigue ha asimilado a la perfección, con personalísima mirada, el esperpento valleinclanesco recreado sobre un "ruedo ibérico" renacentista, el fingimiento culturalista del mejor Borges y el recargado tono barroco de una jocosa, por momentos hilarante, crónica del poder ejercido entre desternillantes lances y desafíos... Espléndida novela para tiempos de crisis» (Jesús Ferrer, La Razón).


PRIMER PARCIAL, JUEGO UNO 

Sintió el cuero de la bola entre el pulgar, el índice y el cordial de la mano izquierda. La rebotó contra el pavimento una, dos, tres veces, haciendo girar en el puño de la derecha el mango de la raqueta. Se dio tiempo para medir el espacio de la cancha: el brillo del sol del mediodía le parecía insoportable debido a la resaca. Respiró hondo: la partida de raqueta que estaba por desatar era de vida o muerte. 
Se limpió las perlas de sudor de la frente y volvió a girar la pelota entre los dedos de la mano izquierda. Era una bola rara: muy usada y recocida, un poco más chica de lo normal, indudablemente francesa por su solidez; rebotaba de una manera más bien febril en comparación con las pelotas de aire españolas con las que estaba acostumbrado a jugar. Miró al piso y raspó con la punta del pie la línea de cal que marcaba el final de su lado de la cancha. Su pierna corta tenía que caer un poco antes de la raya: el factor sorpresa que lo hacía invencible con la espada y no tenía por qué no hacerlo jugando a la raqueta.
Escuchó una carcajada de su oponente, que esperaba el saque al otro lado de la cuerda. Alguno de los proxenetas que lo acompañaban había murmurado algo en italiano. Al menos uno de ellos le era familiar: un hombre de nariz prominente, barba roja y ojos tristes –el modelo que había representado el papel del santo recolector de impuestos en La vocación de San Mateo que la iglesia de San Luigi dei Francesi presumía como su adquisición más reciente. Lanzó la bola al aire y gritó Tenez! Sintió cómo se cimbraba la tripa de gato cuando la prendió con toda su alma.
Su contrincante siguió la pelota con la mirada mientras volaba rumbo al techo de la galería. Pegó en una de sus esquinas. El español sonrió: su primer saque tuvo veneno, se volvió inalcanzable. El lombardo se había confiado, seguro como estaba de que un cojo no podía ser rival para él. El poeta comentó con esa voz rápida y aguda con que los castellanos perforan paredes y conciencias: Más vale cojo que marica. Nadie celebró su chiste del otro lado de la cancha. El duque, en cambio, lo miró desde su sitio en la galería techada de la banda con la sonrisa discreta de los grandes calaveras.
Con el tiempo el juez de cancha del poeta llegó a ser el grande de España a que le daba derecho su título, pero para el otoño de 1599 no había hecho nada más que dañarse el cuerpo, vulnerar el nombre de su casa, hundir a su mujer en el desasosiego y sacar de sus cabales a los privados del rey. Era un hombre chaparro y arrojado. Tenía la cara redonda, la nariz en punta casi cómica, unos ojos de semilla de toronja que le ponían la mirada irónica hasta cuando estaba de buena vena, el pelo corto y rizado y una barba poco creíble que lo hacía parecer más tonto de lo que era. Atendía al partido, a la manera desdeñosa y socarrona con que lo hacía todo, sentado bajo la arcada de madera en cuyos techos tenía que rebotar la bola para que un saque fuera bueno.
El lombardo ocupó el centro de la cancha detrás de la línea de base. Se puso en posición de arranque, a la espera del rebote del tiro del español. La panda de vagos que lo acompañaba guardó esta vez un silencio respetuoso. El poeta volvió a sacar y volvió a ganar el punto. Había puesto la bola casi de su lado en la techumbre, con lo que había conseguido que cayera prácticamente muerta para su contrincante. El duque gritó el marcador: 30-Love, aunque lo que dijo fue «lof». Los italianos entendieron perfectamente.
Más seguro de sí, el español se secó la palma de la mano derecha en los calzones. Giró la bola en la izquierda. Sudaba lo suficiente para cargarla de efecto sin necesidad de escupir en ella. No era el calor, sino la fiebre que aterriza en un purgatorio de escalofríos a los que bebieron de más y no se han repuesto. Movió el cuello en círculos, cerró los ojos, se limpió el morro con la manga. Apretó la bola. No era una pella normal; tenía algo de irregular, como si más que una pelota fuera un talismán. Pensó que sus saques estaban resultando imparables por eso y que se tendría que cuidar del efecto que le podría imprimir su dueño, que la conocía mejor, cuando fuera su turno en la cancha defensiva.

La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop de Tom Wolfe

ISBN 978-84-339-7623-9
PVP sin IVA 17,21 €
PVP con IVA 17,90 €
Nº de páginas 280
Colección  Otra vuelta de tuerca
Traducción J. M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez

En este libro, Tom Wolfe examinó provocativamente, sobre el terreno, los recientes monstruos sagrados, las instituciones de la era pop, los representantes de la nueva cultura: los surfistas, los locos de la moto, los Muchachos de la Melena y la estética de lo rancio, Hefner (Playboy), el rey de los reclusos voluntarios, la topless trucada con silicona, el revoltijo mcluhaniano, los «Swinging London», las heathfields y las dollies, los hoteles climatizados, la decadencia del cocktail-party y la aparición de la cena con mono, la nueva etiqueta de la nueva café-society neoyorquina.
Entre los sorprendentes fenómenos sociales que estimulan a Tom Wolfe aparece un tema recurrente: la búsqueda de estatus por parte de las nuevas generaciones o (lo que es el reverso de la medalla) el ocaso de las jerarquías sociales tradicionales. En conexión con este fenómeno se testimonia la aparición de fórmulas artísticas y códigos de conducta absolutamente ajenos al viejo establishment.
«Tom Wolfe representa para el reportaje americano contemporáneo lo que el primer Salinger fue para la narrativa» (Seymour Krim).
«Un libro completamente salvaje, satírico, picante, terrible y divertido» (Boston Globe).
«La definitiva y enloquecida crónica de los actuales estilos de vida por el más destacado reportero pop» (Time).
«Tom Wolfe es un reportero contumaz que espía la selva del “pop” en todas sus manifestaciones, y un excelente escritor cuya pluma vibra según la intensidad de la materia que toca. Una sátira jocosa que puede convertirse en documento de primera mano para futuros sociólogos» (Luis Mateo Díez).


¡Por supuesto! Esta playa está prohibida para quienes tengan cincuenta años. Es una playa segregada. Los viejos pueden mirar la playa de Windansea y sólo verán chicos apuestos y bronceados. Hay un cartel que dice «No nadar» (por razones de seguridad), que quiere decir sólo surf. En realidad, la playa está  segregada con criterios de edad. Desde Los Ángeles hacia abajo, por toda la costa californiana, estamos en la era de la segregación por edad. La gente siempre ha tendido a segregarse según este criterio, adolescentes con adolescentes, viejos con viejos, como los que se sientan en los bancos cerca del Zoo del Bronx y fuman cigarros negros. Pero antes la segregación por edades se había practicado en una comunidad más amplia. Tarde o temprano, a lo largo del día, todo el mundo se mezclaba en la vieja red de la comunidad que abraza prácticamente a todo el mundo, a todas las edades.
Pero en California, hoy, los surfistas, y no digamos los chavales del rock and roll y los audaces jinetes de la moto, los Melenudos, llamados así por sus fantásticos despliegues capilares, todos los grupos de muchachos no sólo andan juntos, sino que organizan pequeñas sociedades completas sólo para ellos. En algunos casos, viven juntos durante meses. El Sunset Strip de Sunset Boulevard era antes una especie de Times Square para juerguistas de Hollywood de todas las edades, para cualquiera que quisiese desplegar su versión de la «gran vida». Hoy The Strip es casi coto exclusivo de chavales entre los dieciséis y los veinticinco años, en la misma línea que los clubs «a go-go». Uno de ellos, un sitio llamado It’s Boss, es para gente entre los dieciséis y los veinticinco. Allí no dejan entrar a nadie que tenga más de veinticinco. A veces hay terribles escenas de «Trágame tierra» cuando aparece una chica con su novio y el tipo de la puerta del It’s Boss no cree que ella tenga veinticinco sino más y le dice que tendrá que enseñar algún documento que pruebe que es lo suficientemente joven para entrar allí y vivir el tipo de vida de The Strip y... no tiene solución, porque ella no puede sacar el carnet de identidad y nada en el mundo hace que una mujer parezca más estúpida que el que se ponga a decir: Soy más joven de lo que parezco, soy más joven de lo que parezco. Así que prácticamente se arruga como una cabeza de momia peruana frente a su novio y éste se la lleva de allí a buscar algún sitio donde pueda entrar con una muñeca vieja como ella. Uno de los pocos clubs que quedan para la «gente mayor» es, paradójicamente, el club Playboy. Hay casas de apartamentos que son sólo para personas de veinte a treinta años, como el Sheri Plaza de Hollywood y el E’Questre Inn de Burbank. Hay proyectos completos de urbanizaciones, en su mayoría privadas, donde sólo pueden comprar una casa individuos de entre cuarenta y cinco y cincuenta. Por otra parte, hay ciudades enteras que han pasado a identificarse como «jóvenes»: Venice, New Port Beach, Balboa... Y como «viejas»: Pasadena, Riverside, Coronado Island.

Vivir, pensar, mirar de Siri Hustvedt

ISBN 978-84-339-6361-1
PVP sin IVA 21,06 €
PVP con IVA 21,90 €
Nº de páginas 416
Colección  Argumentos
Traducción Cecilia Ceriani

Vivir, pensar y mirar son los tres ejes de este libro y los tres bloques en que se agrupan los ensayos que reúne. Son también tres ejes fundamentales en la obra –tanto de ficción como ensayística– de Siri Hustvedt, tres núcleos temáticos sobre los que ha reflexionado y escrito casi obsesivamente: la propia experiencia vital y las raíces familiares, los enigmáticos mecanismos del cerebro y los impactos visuales de las artes plásticas. El hilo conductor que conecta todos los textos aquí recopilados –escritos entre 2006 y 2011–es, según la propia autora, «la pertinaz curiosidad por saber qué significa ser humanos». En el primer bloque, «Vivir», indaga en la memoria, la emoción y la imaginación, reflexiona sobre el origen escandinavo de su familia, las figuras de sus padres y su personal vivencia de la migraña, entre otros temas. En el segundo bloque, «Pensar», aborda temas relacionados con la filosofía, la neurociencia, el psicoanálisis, la lectura y la escritura, es decir los territorios del cerebro. Y la tercera parte, «Mirar», se centra en las artes plásticas, tratando de desentrañar el misterio de las obras maestras, el modo como las miramos y las emociones que nos transmiten. Para ello reflexiona sobre artistas muy diferentes y alejados en el tiempo, desde el maestro de la escuela sienesa Duccio di Buoninsegna o Goya y su uso de la violencia hasta las transgresoras propuestas de Louise Bourgeois, Kiki Smith, Gerhardt Richter, Annette Messager o Margaret Bowland, pasando por el ascetismo de los bodegones de Morandi o el poder evocador de las fotografías viejas.
El libro viene a confirmar que Siri Hustvedt es una de las grandes voces de las letras norteamericanas contemporáneas no sólo en el campo de la ficción sino también en el del ensayo. La autora derrocha inteligencia, sagacidad y una encomiable voluntad de acercar temas como el arte, la neurociencia, la psicología, la filosofía y la literatura a cualquier lector inquieto.
«Revela un conocimiento inusualmente profundo de temas que van del arte a la neurociencia. (…) Como un buen poema, Vivir, pensar, mirar combina lo abstracto y lo concreto, iluminando rincones oscuros de la experiencia y los sentimientos» (Abigail Meisel, The New York Times Book Review).
«No hay nadie que escriba hoy en día sobre arte con la capacidad de Hustvedt para acercarse al elusivo misterio de un gran cuadro» (Calvin Tomkins).
«Aporta tanto conocimiento como la mirada desde dentro del artista a la reflexión sobre la memoria, el lenguaje y la identidad personal. (…) Hustvedt tiene la capacidad de escribir con una claridad ejemplar sobre temas que son de entrada complejos» (Hilary Mantel).
«En parte crítica literaria, en parte investigación filosófica y científica, en parte libro de memorias, esta obra apela a los lectores serios que disfrutan con una prosa elegante y reflexiones incisivas» (Library Journal).
«Sus ensayos son siempre perspicaces, eruditos y francamente singulares» (Publishers Weekly).
«Como ensayista, probablemente no tiene rival» (The Scotland Herald).
«Siri Hustvedt, una de nuestras mejores novelistas, es también desde hace tiempo una brillante exploradora del cerebro y la mente» (Oliver Sacks).


El deseo aparece como un sentimiento, como un sobresalto o una explosión dentro del cuerpo, pero siempre significa un ansia por algo y siempre nos empuja hacia algún sitio, hacia eso que nos falta. Incluso cuando ese movimiento sucede en el ámbito interior de la fantasía, tiene un efecto estimulante en quien sueña despierto. El objeto del deseo (ya sea una buena comida, un bonito vestido, un coche maravilloso, otra persona o algo abstracto como la fama, el estudio o la felicidad) existe fuera y lejos de nosotros. Es algo que no poseemos. Aunque con frecuencia se solapen, los deseos y las necesidades son semánticamente distintos. Necesito comer, pero puede que no tenga demasiado interés en el plato que me hayan servido. Mientras que una necesidad puede suponer una urgencia para el bienestar o para la supervivencia del cuerpo, un deseo existe en otro nivel de la experiencia. Puede ser razonable o irracional, saludable o peligroso, pasajero u obsesivo, débil o fuerte, pero no es cuestión de vida o muerte. La diferencia entre deseo y necesidad podría radicar en el hecho de que jamás he oído a nadie hablar del «deseo» de una rata, sí de instintos, pulsiones o comportamientos, pero nunca de deseos. La palabra deseo parece implicar la existencia de un sujeto imaginativo, alguien que piensa y habla. En el diccionario Webster la segunda definición para el sustantivo deseo sobre si los animales tienen «deseos». Tienen preferencias, por supuesto. Los perros ladran para indicarnos que quieren salir a la calle, devoran una comida mientras dejan otra sin probar y dejan muy claro que la clínica veterinaria es anatema. Los monos expresan sus deseos de formas tan sofisticadas que rivalizan con las de su primo, el Homo sapiens. Sin embargo, el deseo humano se conforma y expresa en términos simbólicos que no son asequibles para los animales.
Cuando mi hermana Asti tenía tres años, su más ferviente deseo, expresado repetidamente, era tener un teléfono de Mickey Mouse, un deseo navideño que obligó a mis padres a recorrer varias ciudades en busca de un juguete que estaba agotado en todas partes. A medida que las fiestas se aproximaban, la tensión en el seno de mi familia crecía. Mi hermana Liv, que por entonces tenía siete años, y yo, que tenía nueve, estábamos sumidas en el drama emocional de pensar que aquel juguete esquivo que Asti tanto deseaba fuese imposible de encontrar. Si no recuerdo mal, mi padre logró dar con él en la vecina ciudad de Fairbault, bien entrada la tarde del día de Nochebuena y pocas horas antes de que abriéramos los regalos. Recuerdo su entrada triunfante por la puerta del garaje (y nuestra alegría), dando pisotones en el suelo para quitarse la nieve de las botas y llevando una caja grande y ostentosa en las manos. Mi hermana menor, Ingrid, no aparece en mi recuerdo, quizás porque era demasiado pequeña para haber participado de aquel deseo compartido indirectamente por el resto de las hermanas. Asti conoce la historia porque adquirió proporciones míticas dentro de la familia y recuerda bien aquel teléfono que formó parte de su colección de juguetes durante algún tiempo, pero no el momento de desenvolver el regalo en nuestro salón, al que yo asistí conteniendo la respiración.
Esta pequeña anécdota del teléfono de Mickey Mouse abre una perspectiva sobre las peculiaridades de los deseos humanos. Sin duda, la imagen luminosa y seguramente agrandada del teléfono en la pantalla del televisor encendió el deseo de Asti y desencadenó en ella la fantasía de poseerlo. El propio roedor creado por Disney desempeñó también su papel. Asti bien podría haber imaginado que mantendría conversaciones por teléfono con él. No sé cómo, pero aquel objeto se cargó de un gran atractivo, no sólo para mi hermana, sino para el resto de nosotras, porque fue difícil de conseguir. Tuvimos que luchar por él, lo que es siempre un factor que acrecienta el deseo. Pensemos en los trovadores. Pensemos en Gatsby. Pensemos en ese grande de la literatura, el aturdido Caballero Errante montado sobre Rocinante. El deseo de una niña de tres años contagió a cuatro miembros de la familia que la amaban y se hizo nuestro por medio de una intensa identificación, no tan lejana a la de un hincha deportivo que desea el triunfo de su equipo. El deseo puede llegar a ser contagioso. De hecho, los engranajes del capitalismo dependen de él.
El deseo «Mickey Mouse» de Asti presupone una capacidad de retener un objeto en la mente para luego imaginar su compra en un momento posterior, una habilidad que el gran neurólogo ruso A. R. Luria (1902-1977) conectó explícitamente con el lenguaje, con un apabullante Yo y con la cualidad lábil de los tiempos lingüísticos: fue, es y será. Una narración es un movimiento mental en el tiempo, y el deseo de un objeto a menudo toma la forma de una simple narración: P se siente solo y desea compañía. Sueña con encontrar a Q. Se imagina que está hablando con Q en un bar, con la cabeza de ella reposando sobre su hombro. Ella sonríe. Él sonríe. Se levantan de la mesa. Él se imagina que ella está desnuda en la cama y así sucesivamente. Siempre he sentido de modo intuitivo que recordar e imaginar conscientemente están ligados por una poderosa conexión y que son, de hecho, tan similares que a veces resulta difícil desgajar lo uno de lo otro y que ambos están ligados a lugares determinados. Es importante anclar a las personas o cosas que uno recuerda o imagina en un espacio mental, pues si no, empiezan a vagar y distanciarse o, peor aún, a desaparecer. La idea de que la memoria está enraizada en los lugares nos viene ya de los griegos y ejerció una poderosa influencia en el pensamiento medieval. Alberto Magno, el filósofo escolástico, escribió: «Un lugar es algo que el alma misma crea para depositar imágenes.»
Los científicos han dado recientemente el espaldarazo a este saber antiguo en un estudio realizado con pacientes que sufrían amnesia debido a una lesión del hipocampo bilateral. Se sabe que el hipocampo, junto con otras áreas del lóbulo temporal medial del cerebro, es vital para procesar y almacenar la memoria, pero parece que también es esencial para poder imaginar. Cuando se pide a un paciente con una lesión cerebral que visualice determinada escena, a éste le resulta difícil encontrar un contexto espacial coherente para sus fantasías. Su relato es mucho más fragmentario que el de una persona sana (lo que los científicos denominan muestras de «control»). Esta constatación no afecta, por supuesto, al deseo en sí. Las personas con lesiones en el hipocampo no carecen de deseos, pero su capacidad para imaginar lo que desean está limitada. No obstante, otras formas de amnesia harían imposible que alguien retuviera en la mente la imagen de un teléfono de Mickey Mouse o la del fantasma de la señorita Q durante más de unos breves segundos. Esta forma de deseo vive sólo el momento, no forma parte de una narración, y constituye una avalancha de sentimientos de origen desconocido que sólo podrían cumplirse si el objeto del deseo surgiera al instante y la persona amnésica alargara la mano y lo atrapara de inmediato.

Blanco nocturno de Ricardo Piglia

ISBN 978-84-339-7735-9
PVP sin IVA 9,52 €
PVP con IVA 9,90 €
Nº de páginas 304
Colección Compactos

Tony Durán, un extraño forastero, nacido en Puerto Rico, educado como un norteamericano en Nueva Jersey, fue asesinado a comienzos de los años setenta en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Antes de morir, Tony ha sido el centro de la atención de todos, el admirado, vigilado, diferente pero también el fascinante. Había llegado siguiendo a las bellas hermanas Belladona, las gemelas Ada y Sofía, hijas de una de las principales familias del lugar. Las conoció en Atlantic City, y urdieron un feliz trío sexual y sentimental hasta que una de ellas, Sofía, «quizá la más débil o la más sensible», desertó del juego de los casinos y de los cuerpos. Y Tony Durán continuó con Ada, y la siguió cuando ella volvió a la Argentina, donde encontró su muerte.
A partir del crimen, esta novela policíaca muta, crece, y se transforma en un relato que se abre y anuda en arqueologías y dinastías familiares, que va y viene en una combinatoria de veloz novela de género y espléndida construcción literaria. El centro luminoso del libro, cuyo título remite a la cacería nocturna, es Luca Belladona, constructor de una fábrica fantasmal perdida en medio del campo que persigue con obstinación un proyecto demencial. La aparición de Emilio Renzi, el tradicional personaje de Piglia, le da a la historia una conclusión irónica y conmovedora.
Esta novela fue galardonada con el Premio de la Crítica en España y el Premio Rómulo Gallegos, entre otros.
«Un autor enorme» (Leila Guerriero, El País Dominical).
«Una novela en la que se amalgaman con naturalidad Faulkner y Chandler» (Ricardo Senabre, El Mundo).
«A cada nuevo libro de Piglia me pregunto no si es merecedor del Premio Cervantes, sino cuándo le va a llegar este reconocimiento» (J. A. Masoliver Ródenas, La Vanguardia).


La música del azar de Paul Auster

ISBN 978-84-339-6127-3
PVP sin IVA 9,62 €
PVP con IVA 10 €
Nº de páginas 252
Colección  Fuera de colección
Traducción Maribel de Juan

Cuando Jim Nashe es abandonado por su mujer, se lanza a la vida errante. Antes ha recibido una inesperada herencia de un padre al que nunca conoció que le permitirá vagabundear por América en un Saab rojo, el mejor coche que nunca tuvo. Nashe va de motel en motel, goza de la velocidad, vive en una soledad casi completa y, como otros personajes caros a Auster, experimenta la gozosa y desgarradora seducción del desarraigo absoluto. Tras un año de esta vida, y cuando apenas le quedan diez mil dólares de los doscientos mil que heredara, conoce a Jack Pozzi, un jovencísimo jugador profesional de póquer. Los dos hombres entablan una peculiar relación y Jim Nashe se constituye en el socio capitalista de Pozzi. Una sola sesión de póquer podría hacerles ricos. Sus contrincantes serán Flower y Stone, dos curiosos millonarios que han ganado una fabulosa fortuna jugando a la lotería y viven juntos como dos modernos Bouvard y Pécuchet. A partir de ahí, de la mano de los dos excéntricos, amables en un principio y progresivamente ominosos después, la novela abandona en un sutil giro el territorio de la «novela de la carretera» americana, del pastiche chandleriano, y se interna en el dominio de la literatura gótica europea. Un gótico moderno, entre Kafka y Beckett.
«Espléndida novela. Como los buenos novelistas de género, Auster crea adicción. No cuenta siempre la misma historia, pero sí se dedica a construir variaciones sobre el mismo tema: los efectos del azar sobre las vidas de las personas» (Ramón de España, El País).
Edición limitada en tapa dura.


84, Charing Cross Road de Helene Hanff

ISBN 978-84-339-6129-7
PVP sin IVA 9,62 €
PVP con IVA 10 €
Nº de páginas 128
Colección  Fuera de colección
Traducción Javier Calzada

En octubre de 1949, Helene Hanff, una joven escritora desconocida, envía una carta desde Nueva York a Marks & Co., la librería situada en el 84 de Charing Cross Road, en Londres. Apasionada, maniática, extravagante y muchas veces sin un duro, la señorita Hanff le reclama al librero Frank Doel volúmenes poco menos que inencontrables que apaciguarán su insaciable sed de descubrimientos. Veinte años más tarde, continúan escribiéndose, y la familiaridad se ha convertido en una intimidad casi amorosa. Esta correspondencia excéntrica y llena de encanto es una pequeña joya que evoca, con infinita delicadeza, el lugar que ocupan en nuestra vida los libros... y las librerías. 84, Charing Cross Road pasó casi inadvertido en el momento de su publicación, pero desde la década de los setenta se ha convertido en un verdadero libro de culto a ambos lados del Atlántico.
Edición limitada en tapa dura.

1 comentario:

  1. Me quedo con los de Auster, por supuesto. No hace mucho que terminé su "Diario de invierno" y las sensaciones han sido lo suficientemente buenas como para ir a por la segunda parte de sus memorias. Tengo ganas tambien de leer algo de su mujer (hasta ahora sólo he "leído" las actas de las reuniones de vecinos que comparte Auster) :D pero creo que no lo haré con unos ensayos, ya veré. Y a Helene Hanff, libro pendiente de leer desde ni se sabe.

    Saludos!

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