miércoles, 13 de noviembre de 2013

Novedades, noviembre de 2013: Impedimenta (II)



La casa y el cerebro (Un relato victoriano de fantasmas) de Edward Bulwer-Lytton

Traducción de Arturo Agüero Herranz 

ISBN: 978-84-15979-02-9
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 108
PVP: 14,95 €

La casa y el cerebro se considera una pieza maestra de la literatura sobrenatural. El narrador de esta desasosegante fábula de fantasmas, desoyendo los consejos de sus allegados, decide pasar una noche, junto con su criado y su perro, en una casa encantada situada en Londres, de la que todos los demás huyen despavoridos.
Allí, tal y como él esperaba, asiste a una serie de apariciones espeluznantes y descubre, a través de unas cartas, que la casa, muchos años atrás, fue el escenario de unos horribles crímenes. El secreto de todo parece encerrarse en una habitación vacía. Conectada a esta, la voluntad de un ser inmortal y perverso, uno de los que tuvo que ver con la casa en el pasado, ha creado y gobernado a distancia los extraños fenómenos.


—¿Qué visteis?
—Disculpa; no deseo que se burlen de mí y me tachen de soñador supersticioso, ni tampoco podría solicitar que aceptes bajo mi testimonio lo que tú, sin la evidencia de tus propios sentidos, tendrías por increíble. Déjame decirte solo una cosa: más que lo que vimos u oímos (respecto a eso, supondrías con justicia que éramos víctimas de nuestra imaginación alterada o de la impostura de otros), lo que nos ahuyentó fue un terror indefinible que nos atenazaba a ambos al pasar junto a la puerta de cierta habitación vacía en la que ninguno de los dos vio ni oyó nada; y lo más asombroso y extraño es que, por primera vez en mi vida, estuve de acuerdo con mi esposa, pese a lo estúpida que sea, y admití tras la tercera noche que era imposible permanecer una cuarta en aquella casa.
En consecuencia, la cuarta mañana llamé a la mujer que se encargaba de la casa y nos atendía, y le dije que las habitaciones no eran del todo satisfactorias para nosotros, así que nos iríamos sin finalizar nuestra semana. Ella respondió secamente:
—Sé la razón; se han quedado ustedes más tiempo que los demás inquilinos. Pocos pasaron una segunda noche; nadie, antes, la tercera. Pero supongo que ellos han sido muy amables con ustedes.
—¿Ellos…? ¿Quiénes? —pregunté fingiendo una sonrisa.
—Bueno, los que rondan la casa, quienesquiera que sean; yo no les presto atención. Me acuerdo de ellos hace muchos años, cuando también vivía en esta casa, y no como una sirviente; pero sé que algún día acabarán conmigo. No me importa… Soy ya vieja y, de todas formas, he de morir pronto: y entonces estaré con ellos, y seguiré en esta casa.
La mujer hablaba con una parsimonia tan lúgubre que, realmente, una especie de temor me impidió charlar con ella más por extenso. Le aboné la semana entera, y mi mujer y yo nos pusimos contentísimos de marcharnos a tan bajo precio.

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