La casa y el cerebro (Un relato victoriano de fantasmas)
de Edward Bulwer-Lytton
Traducción
de Arturo Agüero Herranz
ISBN: 978-84-15979-02-9
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 108
PVP: 14,95 €
La casa y el cerebro se
considera una pieza maestra de la literatura sobrenatural. El narrador de esta
desasosegante fábula de fantasmas, desoyendo los consejos de sus allegados,
decide pasar una noche, junto con su criado y su perro, en una casa encantada
situada en Londres, de la que todos los demás huyen despavoridos.
Allí, tal y como él esperaba, asiste a una serie de apariciones espeluznantes y descubre, a través de unas cartas, que la casa, muchos años atrás, fue el escenario de unos horribles crímenes. El secreto de todo parece encerrarse en una habitación vacía. Conectada a esta, la voluntad de un ser inmortal y perverso, uno de los que tuvo que ver con la casa en el pasado, ha creado y gobernado a distancia los extraños fenómenos.
Allí, tal y como él esperaba, asiste a una serie de apariciones espeluznantes y descubre, a través de unas cartas, que la casa, muchos años atrás, fue el escenario de unos horribles crímenes. El secreto de todo parece encerrarse en una habitación vacía. Conectada a esta, la voluntad de un ser inmortal y perverso, uno de los que tuvo que ver con la casa en el pasado, ha creado y gobernado a distancia los extraños fenómenos.
—¿Qué
visteis?
—Disculpa;
no deseo que se burlen de mí y me tachen de soñador supersticioso, ni tampoco podría
solicitar que aceptes bajo mi testimonio lo que tú, sin la evidencia de tus
propios sentidos, tendrías por increíble. Déjame decirte solo una cosa: más que
lo que vimos u oímos (respecto a eso, supondrías con justicia que éramos
víctimas de nuestra imaginación alterada o de la impostura de otros), lo que
nos ahuyentó fue un terror indefinible que nos atenazaba a ambos al pasar junto
a la puerta de cierta habitación vacía en la que ninguno de los dos vio ni oyó
nada; y lo más asombroso y extraño es que, por primera vez en mi vida, estuve de
acuerdo con mi esposa, pese a lo estúpida que sea, y admití tras la tercera
noche que era imposible permanecer una cuarta en aquella casa.
En
consecuencia, la cuarta mañana llamé a la mujer que se encargaba de la casa y
nos atendía, y le dije que las habitaciones no eran del todo satisfactorias para
nosotros, así que nos iríamos sin finalizar nuestra semana. Ella respondió
secamente:
—Sé
la razón; se han quedado ustedes más tiempo que los demás inquilinos. Pocos
pasaron una segunda noche; nadie, antes, la tercera. Pero supongo que ellos han
sido muy amables con ustedes.
—¿Ellos…?
¿Quiénes? —pregunté fingiendo una sonrisa.
—Bueno,
los que rondan la casa, quienesquiera que sean; yo no les presto atención. Me
acuerdo de ellos hace muchos años, cuando también vivía en esta casa, y no como
una sirviente; pero sé que algún día acabarán conmigo. No me importa… Soy ya vieja
y, de todas formas, he de morir pronto: y entonces estaré con ellos, y seguiré en
esta casa.
La
mujer hablaba con una parsimonia tan lúgubre que, realmente, una especie de
temor me impidió charlar con ella más por extenso. Le aboné la semana entera, y
mi mujer y yo nos pusimos contentísimos de marcharnos a tan bajo precio.
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