Haruki
Murakami
Los
años de peregrinación del chico sin color
Ese
año, en invierno, el padre de Haida llevaba un tiempo trabajando de mozo en un
pequeño balneario situado en las montañas de Kyūshū, en la prefectura de Ōita.
Aquel paraje le había gustado tanto que, al poco de llegar, decidió quedarse un
tiempo más.
Tras cumplir con sus quehaceres diarios, que requerían bastante fuerza física, y despachadas las tareas que le ordenaban, disponía de algún tiempo libre. Aunque no le pagaban gran cosa, tenía cama y tres comidas diarias aseguradas, y además podía utilizar cuanto quisiera los baños termales. Dormía en un cuartucho y, cuando estaba libre, se dedicaba a leer. Todos trataban con amabilidad a aquel excéntrico y callado estudiante venido de Tokio; las comidas, elaboradas con productos de la zona, eran sencillas pero sabrosas. Y, sobre todo, aquél era un lugar agreste, alejado del mundo. Hasta el punto de que no podían ver la televisión, debido a que no llegaba la señal, y recibían la prensa con un día de retraso. La parada de autobús más cercana se encontraba a tres kilómetros, al pie de la montaña, y el único vehículo con el que podía ir y volver por aquella carretera en pésimo estado era un jeep destartalado que pertenecía a la pensión del balneario. El tendido eléctrico era muy reciente.
Tras cumplir con sus quehaceres diarios, que requerían bastante fuerza física, y despachadas las tareas que le ordenaban, disponía de algún tiempo libre. Aunque no le pagaban gran cosa, tenía cama y tres comidas diarias aseguradas, y además podía utilizar cuanto quisiera los baños termales. Dormía en un cuartucho y, cuando estaba libre, se dedicaba a leer. Todos trataban con amabilidad a aquel excéntrico y callado estudiante venido de Tokio; las comidas, elaboradas con productos de la zona, eran sencillas pero sabrosas. Y, sobre todo, aquél era un lugar agreste, alejado del mundo. Hasta el punto de que no podían ver la televisión, debido a que no llegaba la señal, y recibían la prensa con un día de retraso. La parada de autobús más cercana se encontraba a tres kilómetros, al pie de la montaña, y el único vehículo con el que podía ir y volver por aquella carretera en pésimo estado era un jeep destartalado que pertenecía a la pensión del balneario. El tendido eléctrico era muy reciente.
Delante
de la pensión discurría un bello arroyo donde se pescaban abundantes peces de
brillantes colores y carne prieta. Bandadas de pájaros de canto agudo
sobrevolaban a todas horas el arroyo rozando la superficie del agua, y no era
raro ver en las cercanías jabalíes y monos. La montaña era muy rica en plantas
silvestres comestibles. Así, en aquel rincón perdido y aislado, el joven Haida
se entregó a la lectura y la meditación. Lo que ocurriera en el mundo, por
variopinto y llamativo que fuera, le traía sin cuidado.
Dos
meses después de instalarse allí, llegó al balneario un nuevo huésped. Era un
hombre que aparentaba unos cuarenta y cinco años, esbelto y de extremidades
largas, con el pelo corto y entradas. Llevaba unas gafas de montura metálica y
la forma de su cabeza era suave como un huevo recién puesto. Había venido por
el sendero de la montaña, con una bolsa de viaje colgada del hombro, y se alojó
en la pensión. Cuando salía, se ponía una chaqueta de cuero, vaqueros y botas
recias. En los días muy fríos se abrigaba con un gorro de lana y una bufanda
azul marino. Se apellidaba Midorikawa. Al menos con ese apellido figuraba en el
libro de registro de clientes, junto con su dirección en la ciudad de Koganei,
en el área de Tokio. Parecía una persona cumplidora: todas las mañanas pagaba
al contado la suma correspondiente al día anterior.
(«¿Midorikawa?»,
se preguntó Tsukuru. «Una vez más, una persona con un color.» Pero permaneció
callado y siguió prestando atención a la historia.)
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