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La chica de la curva y otros relatos
El
pardillo del día se llamaba Vicente Quintanilla. Iba a casarse en breve y sus
amigos querían divertirse un rato a su costa antes del enlace. El gancho lo
proporcionaba una supuesta despedida de soltero en medio del monte. Vicente
tendría que conducir solo hasta allí, siguiendo una serie de indicaciones
falsas, y, de camino, ellos actuarían. Lo habían hecho muchas veces, así que no
tenía porque surgir ningún problema.
En cuanto el coche de la víctima apareciera a lo lejos, Ángel y Pablo se echarían a un lado de la carretera, soltarían lentamente la cuerda y Silvia, mediante un rudimentario sistema de poleas, descendería sobre el asfalto con el pulgar extendido y un sudario blanco ondeando al viento. En el supuesto de que el pardillo tuviera agallas suficientes como para permitirle entrar en el coche, ella le daría las indicaciones de un cementerio cercano, en el que Pablo había instalado una máquina de humo para que pudiera desaparecer sin complicaciones entre la bruma. De lo contrario, la broma terminaría allí mismo. Todo dependía un poco del temperamento del objetivo. Los individuos más asustadizos huían a toda pastilla tan pronto como podían; los más escépticos reían en un primer momento, y, luego, tras el episodio del cementerio, huían ya convertidos en asustadizos de pleno derecho; y los más solipsistas, demasiado centrados en sus propios problemas como para prestar atención a un fantasma de tres al cuarto, ni siquiera llegaban a pillar la broma. En estos casos Excarnium tan solo cobraba un quince por ciento del importe general del servicio en concepto de gastos de dietas y desplazamientos. Había ocurrido únicamente dos veces en unas treinta representaciones. Tenían que hacerlo muy mal para que volviera a ocurrirles justo ese día. Según les habían informado sus amigos, Vicente siempre se había caracterizado por su carácter miedoso. Por si eso no bastara, el marco que habían escogido para la ocasión superaba con creces en potencial siniestro a todos los anteriores, erigiéndose por méritos propios en el favorito no solo de Pablo, sino también de Silvia y de Ángel.
En cuanto el coche de la víctima apareciera a lo lejos, Ángel y Pablo se echarían a un lado de la carretera, soltarían lentamente la cuerda y Silvia, mediante un rudimentario sistema de poleas, descendería sobre el asfalto con el pulgar extendido y un sudario blanco ondeando al viento. En el supuesto de que el pardillo tuviera agallas suficientes como para permitirle entrar en el coche, ella le daría las indicaciones de un cementerio cercano, en el que Pablo había instalado una máquina de humo para que pudiera desaparecer sin complicaciones entre la bruma. De lo contrario, la broma terminaría allí mismo. Todo dependía un poco del temperamento del objetivo. Los individuos más asustadizos huían a toda pastilla tan pronto como podían; los más escépticos reían en un primer momento, y, luego, tras el episodio del cementerio, huían ya convertidos en asustadizos de pleno derecho; y los más solipsistas, demasiado centrados en sus propios problemas como para prestar atención a un fantasma de tres al cuarto, ni siquiera llegaban a pillar la broma. En estos casos Excarnium tan solo cobraba un quince por ciento del importe general del servicio en concepto de gastos de dietas y desplazamientos. Había ocurrido únicamente dos veces en unas treinta representaciones. Tenían que hacerlo muy mal para que volviera a ocurrirles justo ese día. Según les habían informado sus amigos, Vicente siempre se había caracterizado por su carácter miedoso. Por si eso no bastara, el marco que habían escogido para la ocasión superaba con creces en potencial siniestro a todos los anteriores, erigiéndose por méritos propios en el favorito no solo de Pablo, sino también de Silvia y de Ángel.
Se
encontraba a más de cincuenta kilómetros del núcleo urbano más próximo, justo
al final de una recta interminable bordeada por cipreses que se cimbreaban como
trozos de carne muerta en la noche fría y oscura. Al doblar la curva, aparecía
de la nada un extenso campo de maíz de colores cetrinos y las sombras de los
árboles se desencapotaban de pronto para dar paso a la luz mortecina de la luna
llena. De entre el mar de espigas emergía una valla publicitaria con el
siguiente mensaje: “La vida es breve: ¡bebe!”. El anuncio promocionaba
una bebida de cola que había pasado a mejor vida bastantes años atrás. Junto al
lema, escrito con letras descoloridas, alguien había dibujado el rostro de un
niño sonriente. Su jovialidad inocentona contrastaba con las miradas oscuras de
los numerosos grajos posados en lo alto de la instalación. Por lo demás, todo
era noche, silencio y calma previa a la tormenta. El espantapájaros que habían
puesto en mitad del campo parecía velar, con su guadaña oxidada, porque nada rompiera
la placidez turbia de la estampa. Y, sin embargo, alrededor de las doce y doce
minutos, esta saltó en mil pedazos.
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