Haruki
Murakami
Los
años de peregrinación del chico sin color
—¿Sabes
qué? En cierto sentido, formábamos una combinación perfecta. Como los cinco
dedos de una mano. —Ao levantó la mano derecha y abrió sus gruesos dedos—. Aún
hoy pienso así. Cada uno compensaba de forma natural lo que a los demás les
faltaba. Ofrecimos lo mejor de nosotros a los demás y lo compartimos sin
reservas. Seguramente, nunca nos volverá a ocurrir algo parecido; eso sólo pasa
una vez en la vida.
Mira. Ahora yo tengo una familia, y la quiero con locura. No puede ser de otro modo. Pero, para serte sincero, lo que siento hacia mi familia no son los sentimientos puros y espontáneos que en aquel entonces experimentaba.
Mira. Ahora yo tengo una familia, y la quiero con locura. No puede ser de otro modo. Pero, para serte sincero, lo que siento hacia mi familia no son los sentimientos puros y espontáneos que en aquel entonces experimentaba.
Tsukuru
seguía en silencio. Ao aplastó la bolsa de papel vacía con sus manazas, hizo
una bola con ella y durante un rato estuvo rodándola sobre la palma de la mano.
—¿Sabes,
Tsukuru? Te creo —dijo Ao—. Sé que no le hiciste nada a Shiro. Bien pensado, es
lógico. Tú nunca harías algo así.
Mientras
Tsukuru pensaba qué responder, volvió a sonar el móvil en el bolsillo de Ao.
Viva Las Vegas. Ao comprobó quién lo llamaba y guardó el móvil en el bolsillo.
—Lo
siento, pero debo volver al trabajo: tengo coches que vender. ¿Me acompañas
hasta el concesionario?
Los
dos echaron a andar, el uno al lado del otro, callados durante un rato.
Tsukuru
fue el primero en romper el silencio:
—Dime,
¿por qué elegiste Viva Las Vegas para el tono del móvil?
Ao
se rió.
—¿Has
visto la película?
—Sí,
hace mucho tiempo, en la televisión, ya de madrugada. Pero no la vi entera.
—¿No
te pareció un bodrio?
Tsukuru
esbozó una sonrisa que no lo comprometía. Ao siguió hablando:
—Hace
tres años, por mis excelentes resultados como vendedor, me invitaron a una
convención de comerciales de Lexus que se celebró en Las Vegas. En realidad era
como si me premiasen con un viaje. Terminadas las reuniones matinales, nos
dedicábamos a beber y a jugar en los casinos. Allí, Viva Las Vegas sonaba con
tanta frecuencia que parecía el himno de la ciudad. Una vez gané en la ruleta y
en ese momento la canción empezó a sonar de fondo. Desde entonces es como un
amuleto de la suerte.
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