jueves, 14 de noviembre de 2013

Novedades, noviembre de 2013: Destino (I)



El pozo del cielo de Cristina Cerezales Laforet

368 páginas
ISBN: 978-84-233-4740-7
Lomo 1278
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin

Andrés y Florinda inician una historia de amor oculta, mientras juegan a llamarse Ariadna y Teseo. Pasados los años, la pasión entre los dos amantes se va enfriando hasta conducir la relación a un punto muerto. Pero un día, durante un viaje de Andrés, Florinda recibe una visita que trastoca su existencia y le hace abandonar su casa, el lugar de su amor secreto, sin dar ningún tipo de explicación.

Cuando él regresa, se encuentra con una casa sin Florinda, en la que no soporta vivir con su ausencia pero de la que tampoco puede escapar, no consigue dejar de esperarla. Y es que Florinda no lo ha soltado del todo, lo tiene prisionero con las cartas que le va dejando cuando él no está. A través de esas cartas, los dos amantes iniciarán un proceso en el que se enfrentarán a quiénes son, a su pasado, y descubrirán la verdadera dimensión de su amor.

«Cuando una autora acierta en el equilibrio entre lo que se cuenta y lo que se calla, el resultado es excelente.» La Vanguardia
«La hondura en la contemplación, la necesidad de comprender a la persona objeto del relato y la delicadeza de los gestos, los detalles, las miradas y los silencios acaban por inundar su escritura de una vivísima sensibilidad.» El Mundo 


Vuelve a visitarme el recuerdo de Teseo, cuando nos conocimos en el Museo del Prado delante de la pintura del Perro semihundido de Goya. No era una hora muy concurrida y la poca gente que por allí circulaba se fue retirando. Pensé que estaba sola y permití que mis lágrimas fluyeran libremente frente a la impotencia y la soledad reflejadas en la mirada del perro. De pronto noté otra presencia en la sala. Me volví para encontrarme con un hombre grande apoyado en la puerta y contemplando la misma pintura. La primera sorpresa fue la corpulencia de Teseo. La segunda es que en sus ojos oscuros también brillaban las lágrimas.
—¿Qué es lo que desapareció exactamente? —La pregunta del marmolista me devuelve al presente.
—Esa emoción que me proporcionaba una mirada virgen. Antes, yo percibía frente a un cuadro algo que dejé de sentir, quizás debido a la acumulación de datos que ahora acude a mi memoria cada vez que me enfrento a una obra de arte.
—Pero algo ganaría usted...
—Sí, seguramente.
—No parece muy convencida.
—Hubo cosas buenas, desde luego. Aparte de la acumulación de cultura, me hizo navegar por caminos insospechados. Encontré un par de buenos profesores que despertaron mi curiosidad. Me metí de lleno en el mundo fascinante de la Edad Media. La arquitectura gótica todavía no me ha revelado todos sus secretos. Y además hice algunos amigos, sobre todo uno, con el que pasé muy buenos ratos.
—Lo de la acumulación de cultura ¿lo dice en sentido peyorativo?
—Sí, las experiencias me gusta sentirlas más que almacenarlas. Vivirlas. A mi curiosidad por la Edad Media colaboró un compañero de clase, ese amigo del que le he hablado, con el que me reunía a estudiar, y juntos nos adentramos en diversos conocimientos como la numerología, la geometría, la alquimia, los secretos que encerraban las catedrales. Llegamos a apasionarnos por esos temas. Pero un día me cansé, y todo aquello me pareció un juego absurdo.
Sonríe.
—Yo esperaba que esos conocimientos me condujeran a otro lugar, pero no fue así.
—¿Su amigo sigue investigando?
—Sí, es un apasionado. A él le fascinan sobre todo los números, y sigue emocionado con sus matemáticas. Se llama Lucas pero todo el mundo le conoce como el Pitágoras. Creo que fue él mismo quien se impuso el nombre.
—¿Qué es exactamente lo que la decepcionó?
—Me di cuenta de que nunca se llegaba a nada. Los mensajes secretos, los números mágicos, las interpretaciones diversas, me parecieron de pronto laberintos sin salida. Al final nunca se ha llegado ni a la piedra filosofal ni a nada que transforme nuestra vida en algo mejor o que por lo menos le dé un sentido.
—A veces, los caminos son largos. Gracias a esos números se crearon muy bellas armonías en arquitectura, incluso en pintura. Y ésa, creo yo, es una forma de ir conduciendo el mundo hacia la belleza. ¿Ha dejado usted de creer en la importancia del arte?

Finny de Justin Kramon

400 páginas
ISBN: 978-84-233-4742-1
Lomo 1279
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin
Traductor: Francisco López Martín

Finny es una chica observadora y rebelde que lleva toda la vida intentando escapar de la obsesión de su madre por convertirla en una «dama», de las citas sentenciosas de su padre y las miradas de reproche de su hermano por no comportarse «como debería». Y entonces, cuando ya cree imposible que alguien pueda comprenderla, conoce a Earl Henckel, un chico tan especial como ella, y a su padre, un curioso profesor de piano con narcolepsia. Juntos pasan momentos maravillosos pero, por supuesto, Earl no tiene lugar entre las cosas que Finny debe hacer, así que sus padres deciden mandarla al internado Thorndon.
Lejos de enderezarla, su estancia allí sólo será el principio del camino hacia su libertad. Una temeraria amistad, su relación con Earl y un peculiar accidente familiar le descubrirán las vertiginosas posibilidades del amor y la pérdida, y la lanzarán a una aventura extraordinaria que abarca veinte años y dos continentes.

«Impresionante debut, Kramon es un verdadero hallazgo.» Publishers Weekly
«Imaginemos que metemos a Charles Dickens en una máquina del tiempo y le pedimos que escriba un crossover ambientado hoy en día en Estados Unidos. El resultado sería una novela parecida al astuto, encantador y subversivo debut de Justin Kramon.» Finantial Times


El padre de Finny era socio de un pequeño bufete de abogados en Baltimore, pero la familia vivía en un barrio residencial, muy lejos del centro. En la mesa, su padre sólo hablaba de «grandes hombres». Era su tema favorito de conversación y, cuando tenían invitados, le gustaba sondear su opinión al respecto. Hasta decía que algún día escribiría un libro, si es que lograba ordenar sus ideas. Le gustaba citar frases de grandes hombres, aunque no vinieran a cuento: «Los buenos artistas toman prestado; los grandes roban», soltaba cuando la conversación tocaba cualquier tema remotamente relacionado con el arte. A continuación, añadía con voz más solemne: «Picasso». Sólo el nombre; nunca «Lo dijo Picasso» o «La idea es de Picasso». Otra de sus frases favoritas era «Dios no juega a los dados»; a Finny le parecía una advertencia, como si Dios te dijera que no te metieses con Él. Acto seguido, Stanley decía: «Einstein», como quien dice «amén» después de rezar. El nombre bastaba para exigir respeto y lo lanzaba como un signo de puntuación con el que poner fin a lo que había querido dejar claro.
Stanley era un hombre bajito, pelirrojo, con gafas redondas de montura metálica y una nariz un poco grande para su cara. Padecía del estómago y después de comer tomaba pastillas de Pepto-Bismol como si fueran caramelos de menta. No le gustaba anunciar para qué iba al cuarto de baño exactamente, de modo que, cuando tenía que levantarse de la mesa para ocuparse de su vientre, siempre decía que iba a lavarse los dientes y los apretaba, como para demostrar a qué se refería. A veces se lavaba los dientes tres y cuatro veces por la noche. El Pepto daba a su aliento un olor a leche y mentol, como de helado de menta, que, como Finny recordaría siempre, era lo primero que notaba al despertar los domingos por la mañana, cuando su padre iba a sacarla de la cama.
Sylvan era un año mayor que Finny y parecía tragarse todo lo que decía Stanley o, como mínimo, no ver razones para oponerse a ello. Cuando Stanley exponía sus teorías sentado a la mesa y explicaba cómo y por qué esos grandes hombres eran tan geniales, Sylvan asentía con la cabeza o hacía preguntitas para animar a su padre. Con el tiempo, Finny llegó a la conclusión de que nada en el mundo agradaba más a Sylvan que aquel espectáculo, ver a su padre tan concentrado, tan entusiasmado. «Fijaos en Jefferson, en Rousseau, en Spinoza», decía Stanley. De pequeñita, Finny se giraba y miraba por toda la habitación, casi con la esperanza de encontrar a esos grandes hombres agachados bajo el mantel de flores o junto al aparador de mármol en el que la madre de Finny guardaba la bandeja cuarteada de color verdeazulado para servir los dulces y las tarjetas de felicitación de cumpleaños y Pascua que hubieran recibido.

Franco confidencial (Una historia de ambición de poder, intrigas de palacio e intimidades reservadas) de Pilar Eyre

704 páginas
ISBN: 978-84-233-4741-4
Lomo 260
Presentación: Tapa dura con sobrecubierta
Colección: Imago Mundi

Sobre el hombre que monopolizó la vida política española durante casi cuatro décadas se han escrito decenas de libros. Pero ninguno como éste. Porque, en estas páginas, Pilar Eyre, con su inimitable estilo, no ahorra detalles de los aspectos más ocultos de la vida de Franco. De su infancia tormentosa, llena de complejos, a la sombra de un padre alcoholizado que atemorizaba a la familia. De sus secretos de alcoba con Carmen Polo, una mujer puritana y de fuerte carácter, que crió a la hija de ambos en un ambiente de reclusión.
De las tensas relaciones entre Franco y don Juan. Y, desde luego, de la sin duda cordial relación entre el Caudillo y los entonces príncipes Juan Carlos y Sofía.
Los celos que despertó en Carmen Polo la «especial relación » de Eva Perón con su marido; la historia de amor adúltera de Ramón Serrano Súñer, el Cuñadísimo, con una de las aristócratas más bellas de España; la debilidad de Franco por Luis Miguel Dominguín, al que se lo perdonó todo, incluso que se relacionara con una de sus primas, veinte años menor que él… De todo ello da cuenta Pilar Eyre en este libro trepidante y adictivo que descubre el rostro más desconocido de Franco y que es, a la vez, un recorrido por las vidas de algunos de los personajes más populares de la historia reciente de España.


Se vieron por primera vez en la puesta de largo de María Do-lores Bermúdez de Castro, donde Cristóbal destacaba con su uniforme de alférez de las Milicias Universitarias. En aquella época Nenuca estaba haciendo el Servicio Social, una especie de preparación para el hogar y el matrimonio obligatoria que tenían que pasar todas las chicas a partir de los dieciocho años. Era «una linda muchacha morena y espigada, alta, distinguida, que va vestida con un abrigo de pieles gris... Lleva el pelo negro y abundante suelto en larga melena que cae por sus hombros...A los españoles nos gusta saber de ella, aunque ahora ya no sea aquella Nenuca inolvidable que se acurruca-ba junto a su padre en Burgos para reír las gracias de Pope-ye... ahora es ya una mujer completa» (revista Foros).
Cristóbal se acercó a la «mujer completa» y fingió que no la reconocía:
—¿Vas por el Club de Campo? Tu cara me suena... —Y después añadió—. No se pueden olvidar nunca unos ojos como los tuyos...
Y sin dejar de mirarla, subió al escenario donde actuaba una orquestina de jazz-band, cogió una guitarra y se puso a cantar:
Yo vendo unos ojos negros, quién mc los quiere comprar, los vendo por hechiceros, porque me han pagado mal.
Después le pidió el teléfono y le preguntó cómo se llamaba. Una Nenuca con la piel morena del rostro ruborizada y el cuello palpitante contestó:
—Carmen.
Por dentro le pasaba algo que no había sentido nunca y se fue a casa temblorosa de incertidumbre creyendo que o bien había cogido la gripe o por fin se había enamorado.
Cristóbal la llamó por teléfono al día siguiente «para salir».
—¿Salir? —preguntó extrañada Nenuca—. Yo no salgo nunca.
Carmina, que estaba a su lado, le hizo señas para que le pasara el teléfono. Y le dijo a aquel chico del que ya había recibido informes que si quería ver a su hija tenía que ir al palacio de El Pardo. Solo entonces se dio por enterado Cristóbal de que aquella tal Carmen era la Niñísima:
—Si lo hubiera sabido no me hubiera atrevido a acercarme...
Fueron dos años de noviazgo en los que nunca se vieron a solas. Cristóbal iba en su moto a El Pardo. Vicente Gil, el médico personal del Caudillo, cuenta en sus memorias que cuando el marqués empezó a frecuentar el palacio, él le dijo a Carmen, la doncella de la Señora, que si no había por algún armario una cazadora de aquellas fuertes que entonces se llevaban:
—Para que se abrigara, me daba pena que pasara tanto frío en la moto, y sí, sí, la encontró y se la regaló.
Y Gil cree que ahí empezó la animadversión de Villaverde hacia él. El doctor, el «perro fiel», se lamentaba delante de la Señora de que el novio de Nenuca le hacía desprecios, y Car-mina le contestaba:
—Tú cállate por la cuenta que te trae, Vicentón, que médicos hay muchos y yernos solo hay uno.
Cristóbal también había estudiado Medicina. Terminó la carrera con veintidós años con notas correctas («cojonudas», según él) y se doctoró con una tesis sobre «investigaciones hematológicas». En 1948, ya medio novio de Nenuca, obtuvo una beca en la Escuela Nacional de Tisiología, donde sería nombrado adjunto de cirugía con Luis Nista!, pasando luego, después de su matrimonio, a ser jefe del departamento. Empezó ganando cuatrocientas pesetas al mes.

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