jueves, 7 de noviembre de 2013

Novedades, noviembre de 2013: Impedimenta (I)



La señorita Mapp de E. F. Benson 

Traducción de José C. Vales 

ISBN: 978-84-15578-81-9
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 384
PVP: 22,75 €

La señorita Mapp (a la que ya conocimos en la soberbia Mapp y Lucía) es una de las más excéntricas damas villanas de la comedia British. Reina y señora del pueblecito costero de Tilling, a cuyos habitantes maneja con mano de hierro en guante de terciopelo, la señorita Mapp es avara, intrigante y rencorosa, además de una cotilla de cuidado.
Una mujer, en suma, tan fascinante y letal como una cobra. En Tilling someterá a padecimientos sin cuento a su círculo social: el mayor Benjamin Flint, obsesionado con el whisky y el golf, y con quien la señorita Mapp lleva años intentando casarse sin éxito; su secuaz, el capitán Puffin, un don nadie que se ahoga en un vaso de agua; el discreto señor Wyse, que mantendrá una relación no tan discreta con la pretenciosa Susan Poppit, miembro de la Orden del Imperio Británico y as del bridge; la desgraciada Godiva Plaistow o el «Padre», un sacerdote que está convencido de que habla en escocés.


Mucho más apasionante para su espíritu resultaba el hecho de que entre la iglesia y su estratégica ventana se encontrara el cottage en el que vivía su jardinero. De esta manera, cuando otros asuntos no requerían su atención, su escrutadora mirada podía interceptar si el susodicho jardinero acudía a arreglar su jardín antes de las doce o volvía a retrasarse hasta la una. Aquel hombre no tenía escapatoria, no podría escabullirse, pues debía cruzar, forzosamente, la calle por delante de las mismísimas narices de la rapaz señorita Mapp. Del mismo modo, la señorita Mapp podía observar si algún miembro de aquella familia de desharrapados salía alguna vez por la puerta de su jardín cargado con alguna cesta sospechosa, que bien podía contener frutas y hortalizas «de contrabando». El día anterior, sin ir más lejos, había tenido que salir corriendo, con una amenazadora sonrisa en los labios, para detener a un gol­fillo, cargado hasta arriba de hortalizas, e interrogarle sobre el contenido de «su preciosa cestita». La realidad es que al final resultó que la preciosa cestita tan solo contenía una de las redes que cubría los fresales y que el muchacho se la llevaba para que la mujer del jardinero la arreglara; así que, esta vez, no había riesgo de robo y bastaba con que la señorita Mapp controlara que la red regresaba a su jardín a su debido tiempo. Todos es­tos procesos los ejecutaba la señorita Mapp desde una ventana lateral del cenador, desde la que dominaba los lechos de fresas; podía observarlo todo de cerca sin peligro, porque la oculta­ban las grandes ramas y las hojas de una higuera, y así podía espiar sin que nadie pudiera espiarla a ella.
Por otro lado, hacia la derecha, la calle que subía hacia la iglesia no tenía nada de particular que reseñar (salvo los do­mingos por la mañana, cuando la señorita Mapp tenía la opor­tunidad de elaborar un listado prácticamente completo de los que acudían a los servicios religiosos), porque en las humildes moradas que se alineaban en esa parte de la calle no residía na­die que tuviera un verdadero interés para ella. A la izquierda, queda ya descrito, descansaba la fachada de la casa principal, en ángulo recto desde la estratégica ventana, y era desde esa atalaya desde donde podían hacerse —y vaya si se hacían— la mayor parte de las observaciones útiles.
Y desde la ventana que daba al interior de la casa, oculta tras una cortina medio descorrida como por descuido, la vigi­lante mirada de la señorita Mapp tenía acceso al trabajo de la criada. De un solo vistazo, podía saber si esta se asomaba por la ventana, si se dedicaba a hablar con alguna conocida que pasara por la calle o si saludaba a alguien agitando el plumero. Rápida y veloz, en cuanto descubría alguno de esos gestos, la señorita Mapp efectuaba un avance por el flanco, por sorpresa, ascendía los pocos peldaños del jardín y entraba, sigilosa, en la casa. Entonces, subía sin hacer ruido las escaleras, y sorprendía con las manos en la masa a la transgresora en sus escarceos domésticos. Pero todo aquel espionaje, a derecha e izquierda, carecía en realidad de emoción e interés, y eran minucias en comparación con los tremendísimos hallazgos que diariamente, y a cada hora, aquella avezada observadora interceptaba en la calle que transcurría, ajena, ante su mirador.

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