La señorita Mapp de E. F. Benson
Traducción
de José C. Vales
ISBN: 978-84-15578-81-9
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 384
PVP: 22,75 €
La señorita Mapp (a la
que ya conocimos en la soberbia Mapp y Lucía) es una de las más
excéntricas damas villanas de la comedia British. Reina y señora del
pueblecito costero de Tilling, a cuyos habitantes maneja con mano de hierro en
guante de terciopelo, la señorita Mapp es avara, intrigante y rencorosa, además
de una cotilla de cuidado.
Una mujer, en suma, tan fascinante y letal como una cobra. En Tilling someterá a padecimientos sin cuento a su círculo social: el mayor Benjamin Flint, obsesionado con el whisky y el golf, y con quien la señorita Mapp lleva años intentando casarse sin éxito; su secuaz, el capitán Puffin, un don nadie que se ahoga en un vaso de agua; el discreto señor Wyse, que mantendrá una relación no tan discreta con la pretenciosa Susan Poppit, miembro de la Orden del Imperio Británico y as del bridge; la desgraciada Godiva Plaistow o el «Padre», un sacerdote que está convencido de que habla en escocés.
Una mujer, en suma, tan fascinante y letal como una cobra. En Tilling someterá a padecimientos sin cuento a su círculo social: el mayor Benjamin Flint, obsesionado con el whisky y el golf, y con quien la señorita Mapp lleva años intentando casarse sin éxito; su secuaz, el capitán Puffin, un don nadie que se ahoga en un vaso de agua; el discreto señor Wyse, que mantendrá una relación no tan discreta con la pretenciosa Susan Poppit, miembro de la Orden del Imperio Británico y as del bridge; la desgraciada Godiva Plaistow o el «Padre», un sacerdote que está convencido de que habla en escocés.
Mucho
más apasionante para su espíritu resultaba el hecho de que entre la iglesia y
su estratégica ventana se encontrara el cottage en el que vivía su jardinero.
De esta manera, cuando otros asuntos no requerían su atención, su escrutadora
mirada podía interceptar si el susodicho jardinero acudía a arreglar su jardín
antes de las doce o volvía a retrasarse hasta la una. Aquel hombre no tenía
escapatoria, no podría escabullirse, pues debía cruzar, forzosamente, la calle
por delante de las mismísimas narices de la rapaz señorita Mapp. Del mismo
modo, la señorita Mapp podía observar si algún miembro de aquella familia de
desharrapados salía alguna vez por la puerta de su jardín cargado con alguna
cesta sospechosa, que bien podía contener frutas y hortalizas «de contrabando».
El día anterior, sin ir más lejos, había tenido que salir corriendo, con una
amenazadora sonrisa en los labios, para detener a un golfillo, cargado hasta
arriba de hortalizas, e interrogarle sobre el contenido de «su preciosa
cestita». La realidad es que al final resultó que la preciosa cestita tan solo
contenía una de las redes que cubría los fresales y que el muchacho se la
llevaba para que la mujer del jardinero la arreglara; así que, esta vez, no
había riesgo de robo y bastaba con que la señorita Mapp controlara que la red
regresaba a su jardín a su debido tiempo. Todos estos procesos los ejecutaba
la señorita Mapp desde una ventana lateral del cenador, desde la que dominaba
los lechos de fresas; podía observarlo todo de cerca sin peligro, porque la
ocultaban las grandes ramas y las hojas de una higuera, y así podía espiar sin
que nadie pudiera espiarla a ella.
Por
otro lado, hacia la derecha, la calle que subía hacia la iglesia no tenía nada
de particular que reseñar (salvo los domingos por la mañana, cuando la
señorita Mapp tenía la oportunidad de elaborar un listado prácticamente
completo de los que acudían a los servicios religiosos), porque en las humildes
moradas que se alineaban en esa parte de la calle no residía nadie que tuviera
un verdadero interés para ella. A la izquierda, queda ya descrito, descansaba
la fachada de la casa principal, en ángulo recto desde la estratégica ventana,
y era desde esa atalaya desde donde podían hacerse —y vaya si se hacían— la
mayor parte de las observaciones útiles.
Y
desde la ventana que daba al interior de la casa, oculta tras una cortina medio
descorrida como por descuido, la vigilante mirada de la señorita Mapp tenía
acceso al trabajo de la criada. De un solo vistazo, podía saber si esta se
asomaba por la ventana, si se dedicaba a hablar con alguna conocida que pasara
por la calle o si saludaba a alguien agitando el plumero. Rápida y veloz, en
cuanto descubría alguno de esos gestos, la señorita Mapp efectuaba un avance
por el flanco, por sorpresa, ascendía los pocos peldaños del jardín y entraba,
sigilosa, en la casa. Entonces, subía sin hacer ruido las escaleras, y
sorprendía con las manos en la masa a la transgresora en sus escarceos
domésticos. Pero todo aquel espionaje, a derecha e izquierda, carecía en realidad
de emoción e interés, y eran minucias en comparación con los tremendísimos
hallazgos que diariamente, y a cada hora, aquella avezada observadora
interceptaba en la calle que transcurría, ajena, ante su mirador.
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