El
primer relato que abre el libro es Ántrax,
un texto en el que, al recibir una carta sospechosa de llevar en su interior
unos extraños polvos, el escritor se ve obligado a llevarla a la comisaría
acompañado de su mujer y es allí donde empiezan las situaciones rocambolescas.
Un relato divertido, retrato de la justicia en la actualidad y al mismo tiempo,
del miedo y la paranoia tras los atentados del 11 de septiembre pero que
esconde un final cómico y tronchante además de inesperado.
Extractos:
Por la noche me senté a leer la
prensa en Internet, como era mi costumbre. Pero no bien fui abriendo las
secciones de cultura de los diferentes periódicos cuando me quedé paralizado.
No podía dar crédito a lo que veían mis ojos. Todas las noticias estaban
calcadas en su esencia, solo diferían los titulares: «Cărtărescu, brutalmente
atacado con ántrax», «Un poco de ántrax para Cărtărescu», «Conocido novelista
amenazado con polvo mortal», «El autor de Cegador recibe su dosis de ántrax»…
En todos los artículos, la misma foto, realizada quién sabe cuándo y con qué
oscuro propósito, en la que aparecía yo mirando al objetivo con aviesa
intención (adiviné en aquellos ojos el malicioso brillo de un Vlad Ţepeș
cualquiera). Deduje que muchos lectores despistados, al verla, sacarían la
conclusión de que era yo quien me había dedicado a repartir ántrax por todo el
barrio… El por entonces presidente de la Unión de Escritores ofrecía a su vez
una breve entrevista en la que afloraba una especie de tristeza por no
habérsele ocurrido a él aniquilarme de esa manera. Por desgracia, alguien se le
había adelantado. Incluso yo mismo, seguramente adormilado, había declarado
aquella misma mañana algo a mi antiguo estudiante ya unos cuantos periodistas
más, de los que no me acordaba. Noté que la rabia me consumía. Echaba
espumarajos por la boca. «!Les denunciaré…¡¡Me… en sus madres y quien les
enseñó periodismo!»
El
segundo relato y más extenso es Las
bellas extranjeras el cual trata las idas y venidas del autor por París en
un grupo de doce autores rumanos, pero no únicamente el país galo, en este
texto sabremos de las anécdotas más curiosas e inesperadas que tras su paso por
diferentes estados han dejado huella en el autor, como la visita a una prisión
para hablar sobre su libro o sus acompañantes en su paso por aquellos sitios
además de otras vivencias del pasado del escritor. Un relato que continuamente
nos sacara una sonrisa por su forma de contar los hechos de su protagonista,
siempre con ironía a pesar de que muchos de los hechos son un tanto tristes o
terroríficos, todo ello con un fondo nostálgico y, del mismo modo, sabio,
inmersos en la realidad del recuerdo lejano y casi olvidado.
Extractos:
Había sucedido unos diez años
atrás. Mi hija tendría por aquel entonces ocho o nueve años. Como tenía un
ejército de muñecas Barbie (con las que, por lo demás, no jugaba nunca), ya no
sabía qué comprarle para su cumpleaños. Hasta que vi a Furby. Era feo con ganas
el pobrecillo, pero simpático. Un pequeño gnomo con aspecto de borracho
lacrimógeno, peludo en la coronilla hasta decir basta, con unos ojos redondos y
legañosos. En la caja en la que vivía decían que era un juguete electrónico
maravilloso, que hablaba su propio idioma y que podía aprender palabras nuevas.
Venía acompañado de un pequeño vocabulario con cientos de palabras en el idioma
Furby. Costaba un dineral pero ¿cuántas hijas tenía yo? Así pues, le compré un
Furby en un aeropuerto y, cuando llegué a casa precisamente el día del
cumpleaños de Ionuţa, se lo presenté con gran ceremonia: mira, aquí tienes a tu
nuevo amigo, sabe hablar, tiene su propio idioma que puedes aprender también
tú… Pero el pobre Furby no estaba hecho para conquistar el corazón de las
señoritas: tenía un pecho peludo hasta el ombligo y una sonrisa lúbrica de
pedófilo indecente… Quién sabe en qué estarían pensando los que lo diseñaron.
Así que Ionuţa, educada, jugó con él más o menos un cuarto de hora, le hizo
gorjear, alzar la voz y pedir algo en una legua que podía ser la de los negros
Hereros, y luego lo dejó abandonado en un rincón, junto a la muñeca que tocaba
la guitarra y a la que le faltaba una pierna. Sheila se llamaba, si no recuerdo
mal. Cuando hicimos la limpieza, recogimos también a Furby y lo metimos en la
cómoda, entre la ropa blanca.
Pasaron después unas cuantas
semanas. De repente, en medio de la noche algo nos hizo sobresaltarnos. Mi
mujer y yo con los pelos en punta, nos levantamos como empujados por un resorte
invisible: de algún punto ignoto de la habitación provenía un rezongo como de
chamán, una voz diabólica de gnomo discutiendo consigo mismo. ¿Qué diablos
podía ser aquello? Mi antiguo temor a los visitantes extraterrestres se
reactivó hasta el terror. Mi mujer, con los pies más clavados en este planeta
que yo, se levantó, se dirigió directamente al tocador y sacó a Furby de los
pelos. Parpadeaba y parloteaba su idioma nativo, sonriéndonos con proverbial
mala leche. Como venganza, le quitamos la pila y el bicho se tranquilizó al
instante…
El
último relato se titula El viaje del
hambre en el que se cuenta el viaje del escritor hasta Băcău para un
lectura de poemas en la Casa de la Cultura local, allí estaría dos días con un
grupo artístico, pero el viaje se vuelve cuesta arriba cuando trata de llevarse
algo a la boca, desde el momento en el que pisa el tren que le lleva a los
exteriores de Bucarest. En este breve texto el escritor nos describe las
situaciones algunas tan inesperadas y locas que, tras su llegada se suceden sin
parar, todas ellas desesperantes por el hambre que asola al escritor y que,
incapaz de solucionar se resigna a seguir adelante y dejarse llevar.
Extractos:
Los únicos
sitios que frecuentaba eran la escuela en los confines de Colentina, donde da
la vuelta el tranvía 21 y donde trabajaba como profesor de rumano, y el
Cenáculo del Lunes, cuyas reuniones semanales se celebraban algunas veces en la
facultad, otras en Preoteasa, otras en el complejo estudiantil de Tei y en
otros lugares igual de sorprendentes. Era un cenáculo muy andarín porque los
responsables culturales, con la camarada Clătici a la cabeza, lo ahuyentaban de
un sitio a otro. En el momento en que empieza —y ya ha empezado— esta historia,
se celebraba en un lugar verdaderamente pintoresco: el museo de la CFR junto a
la Gara de Nord, frente al cual, aparcada en una línea muerta, yacía congelada
en el tiempo una locomotora de vapor. Y eso porque el estudiante responsable
del cenáculo había llegado a ser locutor en el estadio de Giuleşti y —era un
chaval alto y guapo, un transilvano de pura cepa— se había ganado los favores
de la esposa del ministro de Transportes, una rubia voluptuosa que también nos
volvía locos a todos los demás. A cada una de las tres reuniones que llegamos a
celebrar allí (hasta que la susodicha camarada nos encontró en Giuleşti y nos
clausuró definitivamente el tinglado) asistió el ministro con su esposa para
escuchar nuestros versos chiflados y nuestros comentarios superficiales y,
cuando la mujer colocaba su trasero en la silla y levantaba su muslito relleno
para cruzar las piernas, todos podíamos verle hasta el culo. Pero no es de su
ropa interior de blonda de lo que yo quiero aquí, ni siquiera sobre el Cenáculo
del Lunes. Basta con decir que a nuestros encuentros literarios venía también
un tipo de Băcău que escribía prosa —y prosa sigue escribiendo hoy en día— y
que se distinguía (o, mejor dicho, no se distinguía) por su aspecto de maestro
de pueblo y por su fuerte acento moldavo. Con este tipo, por lo demás un chico
majo, llamado Ciubotaru, mantenía yo una cierta correspondencia porque, por
aquel entonces, recibir una carta en mi buzón oxidado, fuera de quien fuera,
era todo un acontecimiento. Estaba tan solo y me sentía tan abandonado que me
alegraba incluso con las facturas de la luz que encontraba en mi buzón,
habitualmente vacío. Cuando haga de tripas corazón y escriba sobre Nuca, os
daré una idea de lo que puede significar una carta para un hombre solo. Así que
nos escribíamos uno al otro —Ciubotaru y yo—, más o menos una vez al mes, sobre
asuntos literarios que aquí no vienen al caso. ¿Cómo iba a imaginar yo que con
este tipo, siempre arrugado y sudoroso, iba a vivir dos de los días —y sobre
todo las noches— más locos que he vivido nunca, los únicos, de hecho, que puedo
calificar de «alucinantes» sin temor a equivocarme y sin exagerar?
Cărtărescu
nos brinda en estos tres relatos historias cargadas de humor en cada una de sus
diversas partes pues, según vamos avanzando en los diferentes textos sabremos
cómo le fue en pequeño pueblo cerca de los pirineos con una niebla tan espesa
como la mantequilla o su pequeño malentendido a la hora de encontrar alguien
que le traduzca lo más correctamente posible. A lo largo de los relatos cuenta
su opinión sobre los escritores a los que admira y los que nota tanto en sus
periplos por diferentes puntos de Europa. En definitiva un compendio
autobiográfico cargado de un humor ácido, totalmente sincero frente a todas las
situaciones, algunas extrañas otras, en cambio, desesperantes e injustas. En
definitiva una novela cargada de humor por cada una de las vivencias del
escritor, de críticas a aquellos que se cruzaron en su camino de alguna forma y
de anécdotas curiosas que suceden en el día a día del autor en su camino por
Berlín, París o por los pueblos limítrofes de Bucarest.
Recomendado
para aquellos que quieran descubrir otra faceta del escritor rumano, no les
defraudará ninguno de los relatos que componen este libro. También para
aquellos que quieran descubrir partes de la vida de un escritor al que las
adversidades continuas ayudan a sacar una sonrisa en estos textos. Y por último
para aquellos seguidores de Cărtărescu, en este libro encontraran una opinión
sobre todo lo que rodea la vida del escritor en varios momentos de su vida.
Editorial: Impedimenta
Autor: Mircea CărtărescuPáginas: 256
Precio: 19,95 euros
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