Jean
Giono
Un
rey sin diversión
En
cuanto empezó el invierno, volvió Langlois. Venía solo. Dejó el caballo en casa
del alcalde, pero llevó la mochila al Café de la Carretera.
—Soy
un viejo solterón —dijo—, y si me quedara allí arriba molestaría a la
alcaldesa. Aquí me puedo fumar mi pipa y quedarme en pantuflas. Y me gusta la
compañía. Ya no es cuestión del servicio. Tengo tres meses de permiso.
En
fin, dijo todo lo que tenía que decir para que la gente se acostumbrase a verlo
tras los cristales del café, sentado a horcajadas en su silla, mirando como
caía la nieve.
Llevaba
buenas armas y las cuidaba bien. Sus armas crearon tradición: de un fusil
reluciente se dice aún en esa zona que es un langlois. Alineó sus pistolas
sobre una mesa de mármol, a su lado. Las engrasó, las secó, puso los mecanismos
al vacío, limó cuidadosamente los gatillos: «Esto acierta al milímetro», dijo.
Apuntaba a los copos de nieve y los mantenía a tiro con el cañón de sus
pistolas durante todo su descenso, sin perderlos de vista ni un segundo. Cargó
sus armas, las instaló a su alcance:
—Y
ahora —dijo—, a hacer de burgués. Y se ajustó la gorra de policía en plan
chulo. Burgués de una burguesía que exhalaba un violento perfume a Abd el
Kader.
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