Norman
Manea
La
guarida
Inmensas
alas de acero en el cielo incendiado. El Ave septiembre sobrevuela, dorada,
soberana y feroz, el hervidero histérico. En el vientre de acero, los cautivos.
El
monstruo había golpeado la Torre de Babel. Llamas y humo y cuerpos salpicados
al aire negro, sobre la roca y las olas de Babilonia.
La
locutora repetía, electrizada, los detalles de la invasión, añadiendo novedades
de última hora. Volaban por los aires manos y cabezas, sombreros y carritos, el
carné rojo del relojero David Gaşpar y el maletín del policía Patrick, los
libros del enciclopédico Dima, las gafas de Avakian, el revólver del detective
Lönnrot, el sujetador de la sirena Beatrice Artwein y el gato ciego Gattino y
el elefante melancólico Oliver, volaban las hojas amarillas del expediente
amarillo que había sobre la mesa del profesor Gora, revoloteando como cometas extraterrestres.
El torbellino funerario lo unía y lo esparcía todo: ya nada era importante, sólo
la NECROLÓGICA.
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