Una visión vertiginosa
Me dirigía
como cada mañana a dar un paseo por el Parque del Estado, para tratar de dejar
el estrés atrás, a veces me siento con un libro en uno de los bancos de madera
y veo a la gente ir y venir, la mayoría con prisa, absorbiendo a cada paso
agresividad y nervios para el día a día.
Después me
dirigí al pequeño mausoleo que se encontraba un kilómetro más adelante, un
concurrido edificio de piedra blanca que habían construido hace unos años, en
época de bonanza y que ahora servía para absolutamente nada.
No sé si fue
el desayuno, el sol de aquel día, el frío helador que hubiera dañado mis
corneas o simplemente, que se me cruzaron los cable aquella mañana pero lo que
antes era una simple y ordinaria edificación se había convertido en una especie
de edificio construido en la antigua Grecia y colocado en mitad de la
explanada.
Sólo debía de
verlo yo porque nadie más se paraba a observar, todos seguían corriendo o
hablando con su acompañante, mientras, situado en el centro y mirando hacia el
cielo, veía refulgir con mil colores la zona más alta, me di cuenta que era un
rascacielos.
Pasé por
encima de la valla y me atrevía a cruzar las columnas de granito de un tamaño
vertiginoso, corriendo para que nadie me viera y tras escuchar mis playeras
chirriar en el suelo de mármol desperté. Debió de ser por el ruido, quizá por
el paso de un avión sobre nuestra cabeza o la llamada en mi bolsillo de Inma, o
todo ello junto. Miré hacía el edificio pero este era ahora el de todos los
días. El edifico ordinario y monumento ignorado de siempre.
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