Dolores
Redondo
Legado
en los huesos
Ibai
dormía relajado. Ella se cubrió, le tendió el niño y salió corriendo. Al
momento James la oyó vomitar.
No
había sido consciente de que se dormía, solía pasarle cuando estaba muy
cansada. Despertó de pronto, segura de que había escuchado uno de aquellos
gruesos suspiros que exhalaba su hijo en sueños tras el terrible berrinche que
se había pegado, pero la habitación estaba silenciosa y al incorporarse un poco
pudo ver o casi intuir con la escasa luz que el niño dormía tranquilo, y se
volvió hacia James, que descansaba boca abajo estrujando su almohada con el
brazo derecho. Instintivamente se inclinó y besó su cabeza.
Él estiró el brazo y con su mano buscó la suya en un gesto común entre ellos y que repetían de modo inconsciente varias veces durante la noche. Reconfortada, cerró los ojos y se durmió.
Él estiró el brazo y con su mano buscó la suya en un gesto común entre ellos y que repetían de modo inconsciente varias veces durante la noche. Reconfortada, cerró los ojos y se durmió.
Hasta
que el viento la despertó. Soplaba ensordecedor silbando en sus oídos y
produciendo un estruendo magnífico. Abrió los ojos y la vio. Lucía Aguirre la
miraba fijamente desde la orilla del río, llevaba su jersey blanco y rojo de aspecto
tan festivo que no podía resultar más incongruente y se abrazaba la cintura con
el brazo izquierdo. Su mirada triste la alcanzaba como un puente místico
tendido sobre las aguas agitadas del río Baztán, y a través de los ojos
alcanzaba a sentir todo su miedo, todo su dolor pero, sobre todo, la infinita
tristeza con que la miraba desesperanzada, aceptando una eternidad de viento y
soledad. Venciendo su propio miedo, se incorporó y sin dejar de mirarla asintió
animándola a hablar. Y Lucía habló, pero sus palabras arrancadas por el viento
se perdían sin que Amaia pudiera discernir ni un solo sonido. Pareció gritar
desesperada por hacerse oír hasta que sus fuerzas fallaron y cayó de rodillas
al suelo, con el rostro oculto durante un momento, y cuando lo elevó de nuevo,
sus labios se movían lenta y rítmicamente, repitiendo una sola palabra:
«Atado..., apártalo..., atrápalo..., atrápalo...».
—Lo
haré —susurró—, lo atraparé.
Pero
Lucía Aguirre ya no la miraba, sólo negaba con la cabeza mientras su rostro se
hundía en el río.
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