Justin
Kramon
Finny
Stanley
adoraba a Bach. Había estado una vez en el festival de Tanglewood y había
escuchado la Misa en si menor en una iglesia, y desde entonces pensaba que Bach
era el mayor compositor que había existido nunca. En su estudio se apilaban los
discos de Bach, en la pared colgaba un cartel con la primera página de las
Suites para violonchelo y él hablaba de Glenn Gould, el intérprete de Bach,
como si fuera un amigo de la familia. «Gould es un tipo difícil —decía siempre
que se presentaba la ocasión—. Tienes que tomarte un tiempo para conocerlo.»
A veces les ponía alguna grabación breve a Sylvan y Finny que tenían que quedarse allí sentados y fingir que escuchaban. Mientras sonaba la música, Stanley hacía de director y se empleaba a fondo en los crescendi. Cuando la grabación acababa, Stanley decía «Bach» y asentía con la cabeza.
A veces les ponía alguna grabación breve a Sylvan y Finny que tenían que quedarse allí sentados y fingir que escuchaban. Mientras sonaba la música, Stanley hacía de director y se empleaba a fondo en los crescendi. Cuando la grabación acababa, Stanley decía «Bach» y asentía con la cabeza.
Le
habría gustado que Sylvan y Finny tuvieran dotes musicales. Le habían
complacido ingresando en un coro. Sin embargo, Finny detestaba cantar. Le
parecía que su voz sonaba como los chirridos de una puerta y sus aguados
bastaban para que Raskal gimoteara. Aborrecía verse embutida en el cuello de
cisne blanco y los pantalones negros que la hacían ponerse, y cantar su parte a
voz en grito. El muchacho que tenía a su lado solía meterse un dedo en el oído
que tuviera más cerca de Finny. «¿Tan mal lo hago?», preguntaba ella. «Me ayuda
a oírme», le decía él.
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