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La
chica de la curva y otros relatos
Todo
lo que había sucedido le parecía ahora una absurda pesadilla. Era lo bueno de
dormir: que, por muy mal que le fuera a uno en la vida, los primeros segundos después
del sueño rebosaban siempre una agradable placidez. Por desgracia, tan solo
algunos anacoretas hindús podían jactarse de prolongar esa quietud de espíritu
más allá de los primeros minutos del despertar. Y ella no había nacido en
Bombay ni tenía tampoco demasiadas inquietudes místicas. En cuanto vio la hora
en su radiorreloj y comprendió que había estado en brazos de Morfeo más tiempo
de la cuenta, recobró toda la intranquilidad con la que se había acostado. Eran
las tres y cincuenta y cinco de la madrugada.
Disponía de apenas cinco horas más para continuar estudiando. Sus posibilidades de aprobar el examen menguaban por momentos. Tendría que memorizar al menos diez temas de los treinta y seis que componían el programa, y, en caso de que lo lograra, rezar porque al menos cinco de ellos formaran parte del examen. Desde un punto de vista matemático lo tenía difícil, pero no imposible. Mientras existiese un clavo ardiendo al cual aferrarse no lo soltaría por nada del mundo. Por nada del mundo salvo por la cifra cuatrocientos cuarenta y ocho… Esta vez apareció dibujada en el vaho de la ventana no una, ni dos, ni tres veces; sino, al menos, cuatrocientos cuarenta y ocho. Prefirió no contarlas para no perder el conocimiento allí mismo, como también prefirió no cuestionarse la autoría de aquellas meticulosas pintadas.
Disponía de apenas cinco horas más para continuar estudiando. Sus posibilidades de aprobar el examen menguaban por momentos. Tendría que memorizar al menos diez temas de los treinta y seis que componían el programa, y, en caso de que lo lograra, rezar porque al menos cinco de ellos formaran parte del examen. Desde un punto de vista matemático lo tenía difícil, pero no imposible. Mientras existiese un clavo ardiendo al cual aferrarse no lo soltaría por nada del mundo. Por nada del mundo salvo por la cifra cuatrocientos cuarenta y ocho… Esta vez apareció dibujada en el vaho de la ventana no una, ni dos, ni tres veces; sino, al menos, cuatrocientos cuarenta y ocho. Prefirió no contarlas para no perder el conocimiento allí mismo, como también prefirió no cuestionarse la autoría de aquellas meticulosas pintadas.
Linda
permaneció inmóvil y perpleja en mitad de la estancia un buen rato. Acto
seguido se tiró de los pelos, emitió un grito de desesperación y frotó la palma
de su mano contra el cristal hasta que no quedó ni una sola cifra. La lluvia
seguía cayendo en el exterior azotada por un viento implacable. Era el único
sonido, junto a su corazón desbocado, que podía escucharse en la habitación.
Linda pensó que un silencio tan turbio como aquel no iba a ser un buen
compañero de estudios en caso de que consiguiera calmarse lo suficiente para
estudiar. Encendió la radio. Lo que escuchó tan pronto como el aparato recibió
la primera señal le puso la piel de gallina:
—“…
de vacaciones. La Dirección General de Tráfico ultima un dispositivo de
urgencia para evitar que suceda lo mismo que en el pasado puente de San José,
donde cuatrocientas cuarenta y ocho personas perdieron la vida en las
carreteras de nuestro país…”
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