Dolores
Redondo
Legado
en los huesos
Cuando
colgó, vio que en efecto aparecía en su teléfono el aviso de un correo
entrante, y a pesar de la urgente necesidad de ver lo que el experto y su
novedoso programa habían podido hacer con el rostro del visitante de Santa
María de las Nieves, contuvo su curiosidad; al fin y al cabo, en el teléfono no
tendría la calidad de imagen del ordenador. Se puso el abrigo y sólo cuando
tuvo la puerta del obrador abierta apagó las luces y cerró.
El aparcamiento
resultó ahora más oscuro, en contraste con las brillantes luces del interior.
Esperó unos segundos inmóvil mientras se abrochaba el abrigo y sepultaba de
nuevo la llave en su bolsillo. Salió hacia Braulio Iriarte. Al pasar frente a
la puerta del Trinkete vio que aún había luz en el interior, aunque el bar se
veía vacío y parecía cerrado; seguramente un par de parejas jugaban a pala en
el frontón. La afición en Baztán no decaía y las nuevas generaciones parecían
seguir la tradición. Aunque algunos no opinaban así. En una ocasión, el
pelotari Oskar Lasa, Lasa III, le había dicho que «la mano» ya no volvería a
ser lo que había sido, porque los jóvenes ahora no tenían cultura del dolor.
«He intentado enseñar a muchos jóvenes, algunos bastante buenos, pero en cuanto
les duele se rajan como damiselas. “Me duele mucho”, dicen y yo les digo: “Si
no duele, no lo estás haciendo bien”.»
Cultura
del dolor, aceptar que dolerá, saber que la mano se hinchará hasta que los
dedos parezcan salchichas, que el dolor, ese ardor salvaje con que la mano
parece asarse entre brasas, trepará por el brazo como veneno hasta el hombro,
que la piel en la palma de la mano se cuarteará con el próximo golpe y
comenzarás a sangrar, no mucho. Aunque a veces uno de esos terribles golpes
contra la pelota producía la ruptura de una vena que sangraba sin salida,
formando un cúmulo duro y terriblemente doloroso que no drenaría la sangre ni
pinchándolo y que habría que operar por su peligrosidad.
Cultura
del dolor, saber que dolería, y sin embargo... Pensó en Dupree y en lo que
Johnson le había dicho: «El silencio aquí es una condena».
—También
aquí —susurró.
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