martes, 9 de octubre de 2012

Novedades, octubre de 2012: Tusquets Editores (I)



Tierra de caimanes de Karen Russell

NARRATIVA (F). Novela
Octubre 2012
Andanzas CA - 790
ISBN: 978-84-8383-433-6
País edición: España
416 pág.
19,23 € (IVA no incluido)

El parque temático que la dinastía de los Bigtree, domadores de caimanes, posee en una de las pantanosas Diez Mil Islas frente a las costas de Florida sufre un duro revés con la muerte de Hilola Bigtree.
Ésta, madre de tres hijos, era la estrella del parque gracias a sus arriesgados y espectaculares números con los caimanes; para colmo, a unos kilómetros, acaba de inaugurarse un sofisticado competidor, el parque temático Universo Oscuro. La familia empieza a desmoronarse: el Jefe Bigtree, ahora viudo, parece ausente… y acaba, efectivamente, ausentándose; Kiwi, el hijo mayor, se pasa a la competencia en un intento por mantener a flote el negocio familiar, y Ossie, la segunda, empieza a tener extrañas visiones. De modo que Ava, la pequeña, una adolescente de trece años, queda a cargo de noventa y ocho caimanes en medio del vasto y desolador paisaje de su dolor, pero con una conmovedora energía para afrontar cualquier peligro.


El Jefe se inventó un paquete conciliatorio «para hacer callar a las viejas brujas», que teníamos que ofrecer a las personas mayores indignadas que exigieran el reembolso. El paquete contenía: un gorro con forma de caimán hecho de espuma y diseñado como si el reptil te devorase la cabeza, un collar de flamencos de cristal, cincuenta mondadientes de caimanes verde y naranja presentados en una cajita de coleccionista y un folioscopio de recuerdo sobre nuestra madre. Si pasabas las páginas del folioscopio lo bastante rápido, mamá se movía como en unos dibujos animados antiguos: primero se zambullía y luego su cuerpo dibujaba una costura verde a lo largo del centro del lago artificial. Pero mi hermana y yo descubrimos que, si lo hojeabas en la dirección opuesta y a la misma velocidad, mamá daba marcha atrás. Entonces las burbujas del foso se adentraban en el agua y formaban un lago de superficie lisa y calma; mi madre aterrizaba en el trampolín y su salto desde lo alto se reconvertía en un arco resplandeciente. Volaba como una piedra que en lugar de romper el cristal de una ventana lo recompone. Cuando el cristal se fusionaba, volvíamos a encontrarnos al inicio del libro. ¿Quién podía quejarse después de ver aquello?
Por algún motivo, los turistas parecían deprimirse con aquel truco. Más de un folioscopio acabó en las papeleras de malla de acero del parque. Al cabo de un mes de su funeral, los visitantes telefoneaban al Jefe para cancelar sus pases anuales, y muchos de los clientes habituales de Swamplandia! sencillamente dejaron de venir.
Mamá no era la única domadora Bigtree que faltaba: el abuelo Sawtooth también se había desvanecido aquel año. Seguía con vida, pero el Jefe lo había exiliado a tierra firme aproximadamente un mes antes de la muerte de mamá: lo instaló en una residencia asistida denominada Comunidad de Retiro Allende el Mar; algo temporal, nos aseguró a los niños: sólo hasta que «atáramos algunos cabos sueltos» en la isla. Nosotros echábamos de menos al abuelo, sin embargo, él no nos echaba de menos a nosotros. Durante los últimos días que permaneció en la isla se había perdido más de una vez dentro de casa. Seguía recordando nuestros nombres en ocasiones, pero era incapaz de asimilarlos a nuestros rostros; su memoria hacía intermitencias con la extraña y errática energía de una bombilla en plena tempestad. Desde su partida, lo habíamos visto una sola vez: unas cuantas semanas después de que «se instalara», pasamos veintidós minutos en su camarote de Allende el Mar. A través del ojo de buey del abuelo se divisaba el océano compendiado, enmarcado en vidrio, y un espigón de piedra de baja altura. En el interior de su barco para jubilados no sonaba música, no había lagartijas vivas que enroscaran sus colas al trepar por las paredes, y las luces eran halógenas. El Jefe siempre nos prometía que haríamos una nueva excursión a Loomis para visitarlo: «En cuanto consiga desenlodar el foso de los caimanes, muchachos...», «En cuanto haga poner una jaula y una jarcia en el hidrodeslizador...». En diciembre dejamos de preguntar.

Un estado del malestar de Joaquín Berges

NARRATIVA (F). Novela
Octubre 2012
Andanzas CA - 791
ISBN: 978-84-8383-426-8
País edición: España
400 pág.
18,27 € (IVA no incluido)

Ricardo Marco, subdirector de unos grandes almacenes, disfruta de un alto nivel de vida, pero desde hace un tiempo siente que ha renunciado a demasiadas cosas para conseguirlo y cada vez se reconoce menos en las personas de su entorno. Ese malestar se acentúa cuando recibe el comunicado de su prejubilación, y cuando su mujer, directora de una revista de decoración, se empeña en que compren sobre plano una lujosa residencia en las afueras, cuyo interior se encargará de diseñar personalmente. Cuando un día Ricardo se adentre en el mercadillo que se instala todas las semanas cerca de sus oficinas para reclamar una venta ilegal de algunas prendas, se topará con una enigmática y hermosa joven que regenta uno de los tenderetes junto a su familia. Ricardo volverá repetidamente por allí para averiguar quiénes son los que la rodean, sin sospechar que en ese mundo y entre esos tipos pintorescos tal vez encuentre un inesperado refugio, una tabla de salvación.


La nostalgia de ese recuerdo acaba con la ira y las revoluciones cesan, fracasan, convirtiendo al coche de importación en un utilitario más. Vuelvo a ser un conductor en mi espacio y mi tiempo, sano, salvo, tan sólo aquejado de un ligero jet lag producido por el fugaz viaje en el tiempo. Entonces me doy cuenta de que me siguen. Los tres espejos retrovisores hace rato que muestran el rostro tuerto de un vehículo. No puede ser una coincidencia, pero por si acaso hago la típica maniobra imprevista y espero resultados mirando por uno de los espejos. Me siguen.
¿Y ahora qué hago? ¿Le meto caña al motor y me largo o me detengo y averiguo quién me persigue y qué quiere? No cabe duda de que lo más sensato sería largarme. Precisamente por eso acciono el intermitente derecho y me detengo. Me muero de ganas de saber quién se toma tantas molestias por mí. Permanezco unos segundos dentro del coche, igual que mi perseguidor, uno solo, porque no veo más que un bulto humano en el asiento del conductor. Por fin salgo y me dirijo hacia él. En general no soy tan valiente, ni tan osado, pero hoy estoy furioso, así que sospecho que daría positivo en un control antiadrenalina. Mi perseguidor abre la puerta del coche y sale. Me saca dos cabezas.
—Fidelio —digo al verlo—, ¿qué haces aquí?
—Te estoy siguiendo —confiesa.
—Eso ya lo he visto. Me refiero a por qué lo haces.
—Tengo un recao pa ti.
—Pues tú dirás.
—Aquí no —dice comenzando a andar.
Me quedo junto a su coche tuerto y le obligo a hacerme un gesto con la cabeza para que lo siga. Lo hago. Me lleva junto a la verja de lo que parece un colegio, un lugar muy poco transitado a estas horas.
—Es de parte de mi hermano —comienza a decir—. Quiere que sepas que la prósima vez que te acerques a su cuñada Estrella me enviará pa terminar lo que voy a empezar ahora mismo.

Absolución de Luis Landero

NARRATIVA (F). Novela
Octubre 2012
Andanzas CA -789
ISBN: 978-84-8383-434-3
País edición: España
320 pág.
18,27 € (IVA no incluido)

Tras una vida errática e insatisfecha, Lino ha conseguido finalmente ser un hombre feliz. Es un jueves de mayo, y ante él se abre un futuro espléndido. El domingo se casará con Clara, y hoy, como anticipo de ese día venturoso, se celebrará una comida familiar. Todo invita, pues, a la armonía y a la dicha. En la cuenta atrás de esa mañana, Lino recapitula su pasado, desde que constató en su adolescencia que vive en un mundo hostil, hasta que, unos meses atrás, entró a trabajar en un hotel y allí conoció a Clara, y al señor Levin, y se inició un periodo que lo llevaría hasta este milagroso día de primavera. Pasea confiado por Madrid, aunque de vez en cuando lo asaltan presagios inquietantes. De pronto se ve envuelto en un altercado callejero, a partir del cual el feliz día de mayo se irá convirtiendo en una pesadilla que lo lanzará a la aventura del camino y a las desventuras de la culpa, y también a la búsqueda desesperada de una posible absolución que le otorgue un remanso de paz consigo mismo y con el mundo.


«¿Ves? Aquí tienes el mundo convertido en fábula. Unos nacen ricos y otros pobres, y en ese sorteo está con- tenido lo esencial de la vida», dijo una vez su padre señalando y barriendo con la garrota los coches y los chalés, y aún más allá, a la ciudad entera y al infinito cielo, tan amplio y poderoso y colérico fue su gesto. Y era verdad: vivir suponía una lotería y todos estaban al albur del destino. Había una palabra que, al igual que la frase de Pascal, le abrió en un instante un tesoro de conocimiento. Esa palabra era contingencia, y se la oyó por primera vez a un profesor de ética. Fue oírla y entenderla en toda su potencia significativa de un solo golpe de intuición. El profesor llevaba, por cierto, una rebeca de punto de color granate y unos pantalones marrones de género, y con la uña del meñique no hacía más que intentar, cada vez con menos disimulo, sacarse una pizca de algo que tenía entre las muelas. Así de contingente, de casual, de arbitraria, es también la memoria. ¡Contingencia! ¡Qué gran palabra!, ¡qué maravillosa y compleja invención intelectual! Comparable a los refinamientos mecánicos de un coche deportivo. Una palabra capaz de definir en un suspiro nuestra pobre condición humana. «Contingencia», pronunciaba a veces en voz muy baja, un murmullo grave y ronco solo para él, y se estremecía ante los abismos de incertidumbre que al ensalmo de aquel sonido se abrían en su imaginación.
Porque nacíamos y vivíamos bajo la tiranía del azar. El ser pobre o rico, sano o enfermo, alto o bajo, guapo o feo, payo o gitano, o incluso ladrón o policía, estaba regido por la casualidad. Mazos de naipes lanzados por los aires. Hasta existir o no existir era apenas un incidente, un producto de la mera ocasión. Y contra el rodar de la fortuna no cabía sino resignarse cada cual a su suerte. Eso pensaba entonces, acaso porque necesitaba simplificar el mundo para entenderlo, de forma que, una vez simplificado, todo parecía tan evidente y hasta deslumbrante, que sus pequeñas teorías se convertían enseguida en creencias. Y sin embargo, se decía luego, quizá las cosas no son del todo así, y pensaba en don Gregory, que con su audacia, su esfuerzo y su talento, y enfrentándose al despotismo de la contingencia, se había forjado su propio y singular destino. O eso al menos le habían contado sus padres. Una historia ciertamente ejemplar.

Bech ha vuelto de John Updike

NARRATIVA (F). Novela
Octubre 2012
Andanzas CA - 792
ISBN: 978-84-8383-435-0
País edición: España
232 pág.
16,35 € (IVA no incluido)

Nunca se fue, pero ahora ha vuelto. Si, en la primera entrega de sus desventuras, Henry Bech arrastraba su triste pero también cómica figura por los mortecinos países de la órbita soviética, en ésta, ya cumplidos los cincuenta y empezando a peinar canas, sus andanzas le llevan a impartir peregrinas conferencias sobre literatura en pintorescas capitales del Tercer Mundo, a promocionar su obra en televisiones australianas, a recorrer Tierra Santa y las Highlands escocesas con su esposa… Sí, con su esposa, porque el narcisista y rijoso Bech ha acabado casándose con Bea (una ex, hermana de otra ex) y se ha instalado con ella y sus tres hijos en unas afueras residenciales. Allí consigue completar por fin la novela en la que llevaba trabajando durante quince años de sequía creativa. E inesperadamente, da la campanada y su éxito le devuelve al centro del mundillo literario. A lo mejor todo es vanidad, pero no hay mal que cien años dure.


En la época en que Bech todavía se esforzaba por acabar Think Big, se le ocurrió un personaje femenino que podría redimir el proyecto, restituir el impulso y el centro perdidos. Al principio no era más que el diminuto atisbo de una imagen, una «cara de luna», redondeada, que resplandecía ligeramente con cierto brillo de sudor sobre el horizonte perdido de la trama de Bech. La palidez de este rostro tenía una blancura de gentil, conservaba el beso de las brumas y las heladas nórdicas que congeniaban mal con el tumulto urbano y forzosamente judío al que él intentaba dar un orden. Las grandes novelas empiezan con indicios mínimos —el trozo de magdalena deshaciéndose en la boca de Proust, el tono de gris mortecino que había pensado Flaubert para Madame Bovary— y Bech había iniciado su confusa acumulación de páginas con poco más que un murmullo, un murmullo que se iba apagando por momentos, un murmullo que tal vez fuera el gemelo espiritual del traqueteo de los vagones de metro de la IRT por debajo de Broadway, tal como lo percibía a dos manzanas hacia el oeste, desde una sexta planta, un soltero aburrido. Ese ronroneo, la radiación de fondo del universo que intentaba crear, tal vez no era el significado de la vida, pero sí daba el tono del sinsentido que regía en nuestra civilización de finales del siglo XX, industrial-consumista y postespiritual, rama norteamericana, subdivisión de la región central atlántica. Pero entonces el murmullo se vio desgarrado por el agudo y sobrecogedor pitido de esa borrosa «cara de luna».
Bien, la mujer tendría que ser atractiva; las mujeres en la ficción siempre lo son. De la redondez de su rostro, de su frontalidad inocente e imperiosa, emanaría cierto aire de «mandona», una frescura insensible que la haría contrastar con la más sutil, irónica, contradictoria y resbaladiza intelectualidad que ya había ocupado posiciones de poder en la estructura empresarial de su fantasía casi en quiebra. Dado que esa joven lunar (por la frescura, por ese ingenuo descaro suyo, que delataban o juventud o una intensa refrigeración) se situaba fuera de los estrechos lazos familiares y económicos ya establecidos, tendría que ser la amante de alguien; pero ¿de quién? Bech pensó asignársela a Tad Greenbaum, el enérgico torbellino de casi dos metros, sobrado de pecas y engañosamente pueril que había apostado su talento a una servidumbre de escritor de gags en un imperio de la televisión matinal y de sobremesa. Pero Tad ya tenía una amante, la volcánica, morena y profundamente neurótica Thelma Stern. Además, por algún delicado destello de aversión, cara de luna se negaba a congeniar con Greenbaum. En su lugar, Bech se la ofreció al hermano de Thelma, Dolf, el abogado corrupto, con su bigote sedoso, su tartamudez delatora y su inmensa y limpia mesa de cristal. Bech incluso los metió en la cama: le encantaba describir las sábanas revueltas, el aspecto de helechos marinos de los árboles vistos desde la ventana de un apartamento de la sexta planta, y la forma en que los cañones de las chimeneas de los tejados contiguos se asemejan a hombrecitos de plomo con pijamas negros retratados en pleno robo a cámara lenta. Pero aunque las metáforas se multiplicaban, la relación no cuajó. Ningún hombre era lo bastante bueno para esa mujer, a menos que fuese el propio Bech. Tenía que ponerle un nombre. Cara de luna: Morna, no, ya tenía una Thelma, y su nueva dama era más fría, distante..., destino encarnado, Poe, Lenore. Y la única palabra allí proferida era el nombre susurrado «¡Lenore!».* Sí, Lenore serviría. ¿Que a qué se dedicaba? Ese aire mandón y amable, esa frontalidad confiada..., lo mejor que se le ocurrió fue convertirla en ayudante de producción de su imaginaria cadena de televisión. Pero eso no encajaba, no explicaba su serenidad sobrenatural.

Canción errónea de Antonio Gamoneda

POESÍA (NF). Poemarios
Octubre 2012
Marginales 278
ISBN: 978-84-8383-437-4
País edición: España
160 pág.
13,46 € (IVA no incluido)

Ocho años después de la publicación de Cecilia, Antonio Gamoneda entrega su nuevo y esperadísimo libro, una asombrosa síntesis de su mundo poético último, una constatación de la plenitud de su obra, que desde la conciencia de la fatalidad también acoge los ecos interiorizados de la intensidad de la vida.
Canción errónea se corresponde con la advertencia de la vida entendida como un «accidente» que ocurre entre una inexistencia y otra inexistencia. En esa circunstancia, el acontecer existencial/accidental, es decir el sufrimiento, el placer, la injusticia, el amor, incluso la propia conciencia, son entendidos, a su vez, como «errores». La contradicción, el «no saber», la «pasión de la indiferencia», el cansancio, se deducen naturalmente de la sucesión de las vivencias «erróneas». Y el final de ese malentendido se vive con la lucidez de quien, sin querer renunciar a la memoria conmovida de las cosas, comprende su desenlace natural.
No es difícil que el lector reconozca en el curso versicular de estos poemas un fraseo recurrente de su poesía anterior, porque hay mucho de recapitulación, y de nueva interpretación de un asunto al que el poeta ha dedicado composiciones memorables. Ahora su expresión conceptual es si cabe más estremecedora y, trabando correspondencia con artistas y poetas, como Juan Gelman, Ángel Campos Pámpano o René Char, sus versos prosiguen explorando esa pasión ciega por algo que fue fugaz, pero que pugna contra la inminencia anunciada, y asumida, de la muerte.


HE visto corazones habitados por hormigas, y máscaras
[carnales, y una serpiente acariciada por un verdugo
[indeciso,
y alondras prisioneras en rectángulos, y avefrías coléricas,
y madres
que besaban cadenas.
Qué difícil oficio amar sin desearlo, anudar el acero,
[advertir la belleza del animal que llora y sobrevive en
[vísceras privadas de esperanza,
ver a un anciano que anda y no sabe hacia dónde y su
[esfínter sangra lentamente sobre la nieve.
Este hermano invernal, ¿soy yo mismo huyendo de mi
[juventud?
Advierto
aceites cautelosos, y cansancio, y espinas; su acícula
[extremada
sobre mis ojos.
Desciendo

Por ti no pasan los años de Lewis Wolpert

CIENCIA (NF). Biología
CIENCIA (NF). Medicina
Octubre 2012
Metatemas MT - 123
ISBN: 978-84-8383-436-7
País edición: España
272 pág.
18,27 € (IVA no incluido)

Tras dedicar años de fructífera investigación al desarrollo de los embriones, el biólogo Lewis Wolpert decidió que era hora de estudiar la otra cara de la moneda: esa etapa que viene después de la madurez, la edad del «por ti no pasan los años». Wolpert, un reputado científico y un octogenario que no ha perdido un ápice de curiosidad intelectual, explica en este libro por qué envejece el ser humano, qué repercusiones tiene para nuestro cuerpo y nuestra mente el paulatino deterioro celular y, sobre todo, cómo prevenirlo.
Explora asimismo los múltiples factores asociados con la longevidad, desde los estrictamente biológicos hasta la larga historia de los tratamientos contra las huellas del paso del tiempo, pasando por la búsqueda de la eterna juventud. También analiza con lucidez y numerosos datos las consecuencias económicas, sociales y culturales derivadas de un mundo poblado cada día por más ancianos, y en el que crece la discriminación y el maltrato hacia éstos.


Para algunos, la vejez tiene cosas muy positivas. Hasta puede ser un tiempo para disfrutar. Hoy en día el título de la canción de los Beatles sería «Cuando tenga ochenta y cuatro años». Tengo una vecina de 106 años que es muy feliz y aún toca el piano. Puede que lo querido se vuelva más querido aún, como los ideales, las amistades y la familia. Tal vez tengamos tiempo para las cosas que no pudimos hacer cuando éramos jóvenes, y hasta cabe la posibilidad de ser atrevidos física o mentalmente, aunque la inmovilidad nos invada poco a poco. A mí me resulta muy alentador ver que hasta en la vejez los cien tíficos pueden seguir siendo muy activos. Un buen ejemplo lo encontramos en el profesor Dennis Mitchison, un amigo mío que destaca por su trabajo sobre la tuberculosis. Mitchison tiene 90 años y es profesor emérito del Hospital Univer sitario St. George. Le pregunté qué opinión tiene sobre la vejez:
No empecé a notar los efectos de la edad hasta que tuve unos 85 años. Me volví algo más lento y los órganos empezaron a funcionarme algo peor. Disfruto con mi edad actual porque me entusiasma la investigación y, aunque con más calma, sigo practicándola. Colaboro y consigo subvenciones, sobre todo con empresas farmacéuticas. Tenemos siete artículos científicos en preparación, uno de ellos nos lo acaban de rechazar, pero, a mi edad, me disgusto menos cuando las cosas salen mal. Tenemos un proyecto que no se terminará hasta dentro de unos diez años y no estoy nada seguro de que yo siga aquí por entonces. En efecto, creo que la eutanasia plantea problemas complejos, pero también creo que tenemos el derecho de elegir cuándo morir.
Vivimos más ahora que en ningún otro momento de la historia. Se espera que más de la sexta parte de la gente que vive en Reino Unido llegue a celebrar su centésimo cumpleaños. La mortalidad se ha retrasado mucho, no como consecuencia de avances revolucionarios para frenar el proceso de envejecimiento, sino por el progreso en la mejora de la salud. El envejecimiento en sí ha experimentado un cambio espectacular en los últimos años. En el mundo industrializado del siglo XX se produjo un crecimiento inesperado y sin precedentes de la población de edad avanzada (la vida se alargó unos treinta años, un incremento superior al de los cinco mil años anteriores). Esto se debió a la mejora de la asistencia sanitaria, la alimentación y la higiene. Ahora hay más gente con más de 65 años que con menos de 16 en Reino Unido. Y el número de personas con 85 años o más se dobló entre 1983 y 2008. En Reino Unido hay en la actualidad unos diez millones de personas con más de 65 años y 1,3 millones que pasan de los 85 años, de las cuales 422.000 son hombres, y 914.000, mujeres. Las mujeres siempre han vivido más que los hombres a lo largo de la historia. Los humanos solemos vivir más que nuestros parientes simiescos, y tenemos un amplio periodo de dependencia juvenil (esto quizá guarde relación con la obtención de alimento, que es difícil para los jóvenes). Los mayores son, en este sentido, depositarios de conocimiento. Pero, aunque ha habido muchas excepciones individuales (como san Agustín, que vivió hasta los 75 años, y Miguel Ángel, que murió a los 88), durante la mayor parte de la historia de la humanidad la esperanza media de vida fue breve. En Londres, en 1800, sólo podías contar con vivir hasta los 30; en 1900, hasta los 42; en 1950, hasta los 61; y ahora, hasta alrededor de 80, con unos cuantos años más para las mujeres que para los hombres.

Ponte en lo peor de Stuart Hample

LITERATURA VARIA (NF). Varia invención
Octubre 2012
Cómics SN
ISBN: 978-84-8383-432-9
País edición: España
240 pág.
37,50 € (IVA no incluido)

Ponte en lo peor ofrece una selección de las mejores viñetas que, a lo largo de nueve años, publicó el escritor y dibujante Stuart Hample en la tira cómica titulada Inside Woody Allen. Pone así al alcance de los lectores los episodios más brillantes y divertidos de la serie protagonizada por el polifacético Woody Allen, convertido aquí en personaje de cómic, con su particular y pesimista filosofía, sus neurosis galopantes y sus complejas relaciones con mujeres, parientes y… psicoanalistas.
La compilación, que consta de más de trescientas tiras organizadas por temas y reproducidas en sus pruebas de imprenta originales, revela todos los matices del proceso de edición, desde los bocetos a lápiz hasta correcciones y enmiendas.
En el Prólogo, Hample confía a los lectores los secretos del proceso creativo y cómo concibió la idea de transformar a Woody Allen en protagonista de una viñeta. Así, relata por qué al principio decidió firmar con pseudónimo, en qué circunstancias conoció al cineasta y cómo ambos trabajaron codo con codo para conducir esa genial idea a buen puerto. Y, en busca de inspiración, Hample siguió atentamente la carrera de Allen desde 1976, año en que filmaba Annie Hall, hasta el estreno de Broadway Danny Rose, en 1984, un fructífero periodo que cambió la historia de la comedia cinematográfica moderna.

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