jueves, 31 de enero de 2013

Fragmentos Nº105: Antonio B. el Ruso, ciudadano de tercera




Ramiro Pinilla
Antonio B. el Ruso, ciudadano de tercera

Sé que vamos muy lejos. He oído hablar que otros hombres que han ido a Carmona andando tardaron dos meses. Dejamos atrás las últimas casas del pueblo. Luego pasamos Cardilla. En Robledal hacemos un alto para tomar un bocado: yo, pan con tocino, y ellos, pan con gallina. Me siento aparte y no me llaman. Tampoco me hablan mientras caminamos. Luego viene Robledal y luego Aguasvivas, y desde aquí empieza el mundo. No veo a Clara en la casa del juez. Sigo andando, sin dejar de mirar atrás, aunque sea por ver al juez. Es que siento ganas de volverme corriendo para pedirle que me encierre en su cuadra, que me tenga allí hasta que estos hombres se pierden de vista. Con los guardias nunca me he entendido, pero sí con el juez. Su obligación en decirme que no robe, pero yo  sé que piensa que no es tan malo robar, pues él mismo me pide que robe para él. Es un buen hombre, el juez. Es el único que me llama Ruso en un tono de amigo. ¡Quiero volver, quiero estar en mi cueva del lago, aunque sea comiendo lagartos crudos!¡Quiero ver a Pedrón y a su banda, porque siempre me ayudan!¡Quiero bañarme desnudo en el lago!¡Quiero meter mi hierro en las cerraduras de las cantinas!¡Quiero que me sigan los guardias para dejarlos atrás por los montes que tan bien conozco!¡Quiero ver a Clara!¡Quiero ver a Trinidad, la hija de Daniel el de la viña, que no avisó a su padre cuando me vio robar una gallina! Pero dejo a mis espaldas la última casa conocida y el último campo conocido y entro en el mundo.

lunes, 28 de enero de 2013

Fragmentos Nº104: Los habitantes del bosque



Thomas Hardy
Los habitantes del bosque

El subastador estaba en ese instante rodeado por un gran grupo de compradores, quienes, durante la pausas, lo seguían en su deambular por la plantación de un lote de productos a otro, como si se tratara de un filósofo de la escuela peripatética que diera sus lecturas bajo la umbrosa arboleda del Liceo. Los compañeros de Giles eran mercaderes, terratenientes, granjeros, aldeanos y, sobre todo, hombres de los bosques, quienes, por esa misma condición, podían permitirse llevar consigo unos curiosos bastones que exponían todo tipo de monstruosidades de la naturaleza. La principal la constituían las formas en espiral compuestas de espino blanco y negro: una figura lograda a través de una lenta tortura que consistía en rodear durante su crecimiento al arbusto con una madreselva, así como se dice que los chinos moldean a los seres humanos y los transforman en juguetes grotescos mediante la aplicación desde la infancia de una constante compresión. Dos mujeres llevaban sobre los vestidos sendas chaquetas de hombre y seguían a la titubeante procesión subidas a un carro tirado por un poni. Allí llevaban queso y pan, un barril de cerveza ale para los más exigentes y sidra en diversos cubos de ordeño, de los que cada quien se despachaba a su antojo.
El subastador utilizaba su bastón como mazo. Adjudicaba cada lote tocando el primer objeto que le pareciera conveniente: la coronilla de un crío o los hombros de un transeúnte que no tenía nada que hacer por allí, excepto probar la cerveza. Se podría haber pensado que aquel procedimiento obedecía a algún tipo de broma o al comportamiento ocurrente del subastador, pero su rostro conservaba un aire de tan severa rigidez que resultaba evidente que tales excentricidades eran fruto únicamente del despiste causado por la presión del momento, y en absoluto obedecían al capricho o a sus deseos de resultar divertido.

domingo, 27 de enero de 2013

Fragmentos Nº103: El guardián invisible



Dolores Redondo
El guardián invisible

Fundada en 1865, Mantecadas Salazar era una de las fábricas de dulces más antiguas de Navarra; seis generaciones de Salazar habían pasado por ella, aunque había sido Flora, relevando a sus padres, la que había  sabido darle el impulso necesario para mantener un negocio de esas características en el época actual. Se mantenía el cartel original enmarcado en la fachada de mármol, y las anchas contraventanas de madera se habían sustituido por gruesas cristaleras ahumadas que no permitían ver el interior. Rodeando el edificio, Amaia llegó hasta la puerta del almacén, que cuando trabajaban permanecía siempre abierta. Golpeó con los nudillos. Mientras entraba observó a un grupo de operarios que empaquetaban pastas mientras charlaban. Reconoció a algunos, los saludó y se dirigió al despacho de Flora aspirando el aroma dulzón de la harina azucarada y de la mantequilla derretida que durante años formó parte de su ser, impregnando su ropa y su cabello como una huella genética. Sus padres habían sido los precursores del cambio, pero Flora lo había llevado a cabo con pulso firme. Amaia vio que había sustituido todos los hornos excepto el de leña y que las antiguas mesas de mármol sobre las que amasaba su padre eran ahora de acero inoxidable. Ahora había unos dispensadores con pedal y las diversas zonas estaban separadas por cristales limpísimos; de no haber sido por el penetrante olor del almíbar le habría recordado más a un quirófano que a un obrador. Por el contrario, el despacho de Flora resultaba sorprendente. La mesa de roble que reinaba en un rincón era el único mueble propio de una oficina. Una gran cocina rústica con una chimenea y una encimera de madera hacían las veces de recepción; un gran sofá floreado y una moderna cafetera exprés completaban el conjunto, que era realmente acogedor.

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