viernes, 30 de marzo de 2012

Fragmentos Nº17: El lector de Julio Verne


Almudena Grandes
El lector de Julio Verne

Sí que la había visto, no habría podido no verla porque estaba en una pared de la oficina, clavada con cuatro chinchetas. Era un retrato de grupo, unos quince hombres vestidos de paisano, entre los que se reconocía muy bien a Elías, por el flequillo, a Celestino, por esa frente tan ancha que había dado lugar al mote de su familia, a los dos Fingenegocios, y a algunos más, posando con tres o cuatro mujeres, entre ellas Fernanda la Pesetilla, que llevaba un uniforme blanco, como de cocinera, y estaba colgada del brazo de su marido, Nicolás Saltacharquitos. En aquel retrato había también dos desconocidos, uno altísimo, con el pelo rizado y unas gafas que debían de estar muy sucias, porque de sol no eran, pero tampoco dejaban ver bien sus ojos, y otro que no lo era del todo, porque medía un metro ochenta, tenía el pelo claro, los ojos de color miel, y era muy, muy guapo, aunque en mi opinión no tanto como Sanchís. Todos ellos estaban plantados en una acera, delante de la puerta de un bar, o un restaurante, en cuyo toldo aparecía un nombre que cualquiera de nosotros sabía leer de un tirón, «Casa Inés, la cocinera de Bosost». No se veía nada más que eso, ni coches, ni otras personas, ni placas con el nombre de la calle, ningún indicio de que aquella foto hubiera sido tomada en el extranjero. Por eso, porque todo en ella era inconfundiblemente español, Paquito no era el único habitante de Fuensanta de Martos que desconfiaba de que los guerrilleros hubieran logrado huir, aunque nadie sabía qué pintaba una palabra tan rara, Bosost, en todo aquello.

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