viernes, 22 de agosto de 2014

Fragmentos Nº174: El nombre del viento



El nombre del viento
Patrick Rothfuss

Si hubiera comido algo podría decir que era pasada la hora de comer. Estaba mendigando en la Rambla del Comercio; hasta ese momento había conseguido dos patadas (de un guardia y de un mercenario), tres empujones (de dos carromateros y de un marinero), una original maldición relativa a una inverosímil configuración anatómica (también del marinero) y una rociada de babas de un repugnante anciano de ocupación indeterminada. Y un ardite de hierro. Aunque eso lo atribuí más a las leyes de la probabilidad que a la bondad humana. Hasta un cerdo ciego encuentra una bellota de vez en cuando.
Llevaba casi un mes viviendo en Tarbean, y el día anterior había probado por primera vez qué tal se me daba robar. Fue una experiencia muy desalentadora. Me habían pillado con la mano en el bolsillo de un carnicero, y me había llevado un porrazo tan tremendo en la cabeza que todavía me mareaba cuando intentaba ponerme en pie o girar la cabeza demasiado deprisa. Desanimado por mi primera incursión en el robo, había decidido que ese día me dedicaría a pedir limosna. Y de momento, el día estaba resultando mediocre. El hambre me comprimía el estómago, y un solo ardite de pan rancio no iba a ayudarme mucho. Me estaba planteando trasladarme a otra calle cuando vi a un niño que corría hacia un mendigo más joven que yo. Le dijo algo al oído, con prisas, y ambos se marcharon pitando. Los seguí, por supuesto; todavía me quedaba algo de curiosidad. Además, cualquier cosa que los alejara de la esquina de una calle bulliciosa en pleno día merecía que le dedicase atención. Quizá los tehlinos estuvieran repartiendo pan otra vez. O quizá hubiera volcado un carro de fruta. O quizá los guardias estuvieran ahorcando a alguien. Cualquiera de esas cosas bien valía media hora de mi tiempo.
Seguí a los niños por las sinuosas calles hasta que los vi doblar una esquina y bajar unos escalones que conducían al sótano de un edificio ruinoso. Me detuve; el sentido común sofocó la débil chispa de mi curiosidad.
 

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