jueves, 10 de enero de 2013

Novedades, enero de 2013: Impedimenta (I)




Los habitantes del bosque de Thomas Hardy

Traducción y postfacio de Roberto Frías

ISBN: 978-84-15130-44-4
Encuad: Rústica
Formato: 14 x 21 cm
Páginas: 452
PVP: 19,95 €

Grace Melbury, la preciosa y delicada hija de un próspero maderero que haría cualquier cosa por ella, regresa al pequeño pueblo de su infancia después de haber recibido una refinada educación lejos de allí. Su reencuentro con quien siempre estuvo destinado a ser su marido, Giles Winterborne, les revela a los dos que, pese a todo lo que él pueda amarla, no está a la altura de sus nuevas expectativas sociales y, en cambio, sí lo está el nuevo médico de la región, el aristocrático Edred Fitzpiers, que aparece rodeado de libros y de un raro halo de misterio. La relación que se establece entre los tres se verá salpicada de malentendidos y traiciones, pero también de una devoción y una lealtad que conducirán a un desenlace extraordinario.


—En ese lugar al que se dirige, vive un joven doctor. Es muy inteli­gente y sabio, pero dicen que no vive ahí para curar a nadie, sino porque tiene trato con el diablo.
Era una mujer la que le había lanzado este comentario al barbero du­rante la despedida, como en un último intento de averiguar cuál podía ser la naturaleza de su misión.
Pero el barbero no respondió, y se precipitó sin más hacia aquel rin­cón sombrío, pisando con cuidado las hojas muertas que casi cubrían por completo el camino, o la calle, del caserío. Ya que muy pocas per­sonas, a excepción de ellos mismos, pasaban por allí después del ano­checer, la mayoría de los moradores de Little Hintock consideraba que las cortinas eran algo innecesario. Así, el visitante pudo ir deteniéndose frente a las ventanas de cada una de las casitas que encontró a su paso, con un comportamiento que evidenciaba su esfuerzo por deducir el paradero de alguien que residía allí. Fue fijándose en todas las personas y en todos los objetos que pudo descubrir en el interior.
Solo le interesaban las viviendas más pequeñas. Ignoró por completo una o dos casas cuyo tamaño, antigüedad e intrincadas dependencias daban a entender que, a pesar de la lejanía, habían sido habitadas, si es que no seguían estándolo, por gentes de una posición social considera­ble. El olor a pulpa de manzana y el siseo de la sidra en fermentación, provenientes de la parte trasera de algunas viviendas, revelaban la más reciente ocupación de algunos de los habitantes, y se incorporaban al aroma de descomposición que las hojas moribundas despedían desde el suelo.
El hombre había pasado ante media docena de moradas sin resultado alguno. La siguiente, situada frente a un árbol alto, se encontraba en un estado de excepcional resplandor; el brillo centelleante del interior subía por la chimenea, y convertía el humo emergente en una niebla luminosa. Visto a través de la ventana, ese mismo interior lo obligó a detenerse con aire decisivo, y a observar. El lugar era más bien grande para tratarse de una casa de campo, y la puerta, que daba directamente al salón, estaba entreabierta, así que una cinta de luz escapaba por el resquicio y se perdía en la oscura atmósfera del exterior. De tanto en tanto, una palomilla, ya decrépita al final de la estación, revoloteaba un instante ante los rayos de luz y luego desaparecía otra vez en la noche.

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