martes, 2 de octubre de 2012

Novedades, octubre de 2012: Impedimenta



La Buena Novela de Laurence Cossé 

Traducción de Isabel González-Gallarza

ISBN: 978-84-15130-26-0
Encuad: Rustica
Formato: 14 x 21 cm
Páginas: 416
PVP: 23,95 €

La fundación de una librería parisina «única», llamada «La Buena Novela», desata pasiones, celos y hasta intentos de asesinato. Ivan «Van» Georg, antiguo vendedor de cómics, y la estilosa y seductora Francesca Aldo-Valbelli se juntan para llevar a cabo el sueño de sus vidas: montar una librería que solo venda obras maestras, seleccionadas por un comité secreto de ocho respetables escritores que se esconden bajo seudónimo. Cuando la librería abre, inmediatamente empieza a cosechar un éxito arrollador. ¿Quiénes son esos elitistas y cómo osan decirles a los lectores lo que han de leer? La blogosfera hierve, Internet crepita. Decenas de competidores nacen de la noche a la mañana, clamando por los ideales seudoigualitarios. Ivan y Francesca, estoicamente, intentan aguantar el chaparrón hasta que, de repente, tres de los miembros de su comité secreto son víctimas de accidentes que a punto están de costarles la vida.


A la mañana siguiente bueno, en lo que quedaba de mañana a la hora en que acostumbraba a despertarse, Paul había previsto leer, por orden, las dos versiones de Mina de Vanghel. Pero ¿quien habría podido saberlo? Van reconstruyo esos pocos días a posteriori. Paul ya había leído Mina de Vanghel: la recordaba bien. Stendhal era uno de esos autores cuya obra se jactaba de conocer por entero. Pero no ocurrió hasta el ultimo otoño que, al regresar al segundo tomo de una vieja edición de sus Novelas y cuentos, se topo con El rosa y el verde, y descubrió que ese principio de novela, aunque siete anos posterior a Mina, se presentaba algo así como una introducción a dicha novela, inacabada también. De modo que esa mañana del 8 de noviembre su proyecto consistió, pues, en leer El rosa y el verde y, acto seguido, releer Mina de Vanghel.
Y decimos su proyecto, claro, por referirnos de alguna manera a sus actividades, pues Paul Néon carecía en realidad de proyectos y de horarios, no obedecía a rutina alguna ni llevaba una dieta equilibrada. Que nadie me acuse luego de afirmar lo que no he escrito, porque no he añadido: «afortunado el».
Quizá por la tarde se escuchara en la planta baja de su chalé, si es que se lo puede definir así, un timbre de teléfono particularmente prolongado. Quizá se escuchara otro, una o dos horas mas tarde, no menos desolado. Pero… ¿Quien habría podido oírlos, tanto uno como otro?

El país imaginado de Eduardo Berti
 
Introducción de Alberto Manguel

ISBN: 978-84-15578-18-5
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 240
PVP: 19,95 €

Imbuida de una atmósfera mágica, de delicados elementos que prefiguran lo que ha de ser el país imaginado, esta bella historia nos traslada a una China de principios del siglo XX repleta de fantasmas, de bodas entre vivos y muertos, de supersticiones y ritos ancestrales. En medio de todo ello se encuentra la protagonista, una joven que vive atemorizada por el compromiso nupcial que para ella desean pactar sus padres y que, mientras, solo tiene ojos para la hija de un vendedor de pájaros ciego, la hermosísima Xiaomei, con quien inicia una tímida relación de amistad y dependencia. En sus citas en el parque al que los ancianos van a pasear a sus pájaros, las dos descubren la importancia de lo que se cuenta y de lo que no, de la lealtad y de la belleza, con todo su poder para huir de los abismos abiertos por los demás.


Tras la muerte de mi abuela, mi padre nos había prohibido entrar en la habitación de ella. Hasta que no se hubiesen cumplido cuarenta y nueve días de la defunción de la abuela, nadie con la misma sangre tenía derecho a ingresar allí. Para que caducara el veto faltaban dieciséis días y, como cada siete días mi padre nos obligaba a una idéntica ceremonia con el propósito de dispersar el alma de la muerta, quedaban aún dos ceremonias.
Mientras tanto, de entrar para hacer la limpieza se encargaba Li Juangqing. Confieso que me aliviaba esta prohibición: mi abuela había sufrido una lenta agonía y a mí me había tocado asistir a sus últimos momentos, que no podía quitarme de la cabeza. Aquello había ocurrido ahí mismo, en el lecho que todavía llamábamos lecho mortal. Mi abuela había pasado enferma un tiempo demasiado largo; no podría decir exactamente cuánto, pero recuerdo que ocurrieron muchas cosas mientras ella se iba encogiendo debajo de las sábanas, más y más débil y arrugada, más y más permeable al dolor. El día que mi padre trajo a casa un conejo, mi abuela ya guardaba cama. El día que el conejo se extravió y hubo que revolver la casa hasta encontrarlo dentro de la bota izquierda de mi padre, mi abuela continuaba en cama. La noche que mi hermano tuvo quizá una pesadilla, dio unos pasos dignos de un sonámbulo y se rompió con una puerta menos de la mitad de un diente, mi abuela aún estaba viva aunque había empeorado bastante. Podría enumerar diez o veinte episodios a los que asocio con la imagen de mi abuela moribunda, boca arriba en ese lecho.


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