Mientras los demás bailan de Ángela
Vallvey
ISBN: 978-84-233-4796-4
Lomo 1290
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin
Corre el año 1945. En
la España de la posguerra hay también lugar para dejar atrás el desaliento y se
respira cierto optimismo y ganas de progresar. Pero no es así para Isabel:
trasnegarse a confesar quién es el padre del hijo que espera, debe aceptar por
imposición de su hermano Jaime una boda pactada. Las aspiraciones, los deseos y
el ideal de amor de la joven Isabel se desvanecen en cuanto conoce a su sombrío
marido, Jacob Kantor, un alemán de oscuro pasado que la recluye, tras una boda
apresurada, en la finca de la familia, en el Valle de Alcudia. Isabel, lejos de
su ambiente de clase alta, de las fiestas y la vida en sociedad, se tiene que
adaptar a la sencillez de los días en el campo y a la soledad a la que ha sido
condenada.
Por fortuna, la acompaña Adelia, su soñadora y joven sirvienta, que ha empezado a tener correspondencia, a través de la sección de contactos de una revista, con un chico de Madrid que muy pronto le propondrá matrimonio por carta.
Las dos mujeres cimentarán su amistad mientras preparan el ajuar de Adelia y esperan el nacimiento de Alejandra. A su alrededor, sin embargo, la vida está tejida con los hilos del fi ngimiento, del engaño, la envidia y la conspiración. Sólo su tesón y fortaleza podrán reconducir sus existencias, diseñadas por la férrea voluntad de otros, en un mundo donde mandan los hombres.El incipiente universo de la moda en nuestro país, con sus modelos de alta costura, el florecimiento de las revistas femeninas y los primeros pasos de la publicidad confi guran un escenario exquisito dentro de una época misteriosa y no tan lejana.
Por fortuna, la acompaña Adelia, su soñadora y joven sirvienta, que ha empezado a tener correspondencia, a través de la sección de contactos de una revista, con un chico de Madrid que muy pronto le propondrá matrimonio por carta.
Las dos mujeres cimentarán su amistad mientras preparan el ajuar de Adelia y esperan el nacimiento de Alejandra. A su alrededor, sin embargo, la vida está tejida con los hilos del fi ngimiento, del engaño, la envidia y la conspiración. Sólo su tesón y fortaleza podrán reconducir sus existencias, diseñadas por la férrea voluntad de otros, en un mundo donde mandan los hombres.El incipiente universo de la moda en nuestro país, con sus modelos de alta costura, el florecimiento de las revistas femeninas y los primeros pasos de la publicidad confi guran un escenario exquisito dentro de una época misteriosa y no tan lejana.
La
novia vestía de un blanco resplandeciente, parecía brillar entre los tonos pálidos
que adornaban el templo parroquial de San Jeronimo el Real. Pese a que la tradición
mandaba que las flores de boda debían ser blancas, Eugenia Valterra y
Ochotorena había hecho gala de su proverbial atrevimiento y encargo para su
gran día una gran cantidad de ponsetias rojas, alegres y navideñas, que
acicalaban el ambiente con sus pétalos abiertos, dispuestas en ramos de buen tamaño
o mezcladas con el verde del laurel y del ciprés, por todos los rincones del oratorio.
Una serie de guirnaldas interminable unía los bancos de madera gastada y recién
pulida, y el sagrario se había rodeado de capullos de rosa blanca que apenas habían
comenzado a marchitarse. El templo estaba ataviado con tapicerías rojas, y el
efecto, de un teatral recogimiento, producía una sensación vibrante e intensa.
Isabel
Quijano miro a su alrededor para empaparse de cada detalle de la ceremonia y,
sin poder evitarlo, sintió una punzada de envidia. No es que no se alegrara por
Eugenia, la hija menor de los marqueses de Rivera y amiga suya desde la
infancia. Sencillamente, sospechaba que ella no tendría nada parecido en su
vida, y no era capaz de ocultarse a sí misma la pena que le provocaba esa
certeza.
De
forma instintiva, se echó mano al vientre y lo acaricio con disimulo, tapándose
con el bolsito de mano. Aunque solo había tenido dos faltas, ya podía sentir al
bebe moviéndose dentro de ella. Rogo porque nadie se diera cuenta de cómo su
cintura había empezado a ensancharse bajo el vestido de seda rosa de Balmain.
La
novia estaba guapísima con un modelo de raso bordado en pedrería. Llevaba en la
cabeza una ancha cinta con su pulsera de brillantes de pedida colocada de
manera que formaba una coronita en la que se había prendido el velo de tul. La seguía
el novio, Fernando Araoz, del brazo de su madre y madrina, una señora un poco
sorda, pero de una singular elegancia, que vestía de azul oscuro y lucía un pequeño
tocado y un gran velo sobre el rostro. Isabel sabía que Eugenia amaba a
Fernando, el hombre que estaba a punto de convertirse en su marido, y eso le
causo otro ramalazo de envidia que sintió como un malestar casi físico. !Que
afortunada era su amiga y que desgraciada ella!
Al
mismo tiempo, al ver a Fernando sintió un pinchazo de miedo y de ansiedad. De
repente, el día se le antojo una cuesta empinada que no tenía fuerzas para subir.
Se dio cuenta de que el la miraba de reojo, solo un segundo, y luego apartaba
la mirada como si la visión de Isabel lo hubiese quemado.
Fernando,
el mismo joven apuesto y sonriente que estaba a punto de casarse con su mejor
amiga, era el padre del hijo que esperaba Isabel. Ninguno de los dos habría querido
tener ese niño que estaba en camino. Y lo que era peor: ninguno de los dos
amaba al otro. Sencillamente, ocurrió lo que no debía haber pasado y ahora
Isabel pagaba las consecuencias. Él no tenía ni idea de que ella estaba embarazada
y no debía llegar a saberlo jamás, pensó Isabel. Mirar a Fernando, pronunciar
mentalmente su nombre la volvía loca de rabia; una pena silenciosa y
atormentada le recorría las venas cuando lo hacía. Ni siquiera sabía cómo era
capaz de estar allí y de mantenerse en pie como si no pasara nada.
No,
después de todo la vida no era el cuento de hadas que le habían prometido desde
niña. La vida tenía tropezones en el camino como Fernando. Hombres que parecían
la maleza en un jardín. En el edén de su vida, Fernando se había alzado igual
que una breña áspera y enmarañada. Verlo allí, tan campante, como si no pasara nada,
le aceleró el pulso y estuvo a punto de hacerla vomitar.
Se
contuvo a duras penas, tragándose la náusea. Se dijo que nunca en su vida
odiaría a nadie tanto como a aquel joven que la había dejado embarazada cuando
ella ni siquiera era consciente de cómo se relacionaban íntimamente un hombre y
una mujer, en un momento de su vida en el que la candidez, más que la
inocencia, la dejó indefensa ante su rudeza y su intemperancia de bestia, tan bien
disimulada tras aquella facha de niño bueno.
Si levantara la cabeza de Daniel Vázquez Sallés
192 páginas
ISBN: 978-84-233-4795-7
Lomo 1289
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin
¿Fue la oveja Dolly el
primer mamífero clonado? Eso creíamos hasta ahora... En un país en que los
golpes de estado forman parte de la marca España más trasnochada, la Fundación
Franco y Cía. ha decidido ganar las elecciones mediante un líder con delirios
mesiánicos y el elegido es Paquito, el clon de Francisco Franco Bahamonde, un
hombre obstinado, meticuloso y astuto hasta lo grotesco.
A pesar de su aversión a los usos democráticos, Paquito no duda en aceptar ser candidato y utilizar las tendencias más trendy del márketing de comunicación política. El objetivo que le anima a él y a su troupe de machos ibéricos no es otro que conseguir un nuevo amanecer para España con un programa futurista: centralizar el Estado, eliminar a rojos y nacionalistas, devolver el poder a la Iglesia y satanizar las bodas entre homosexuales.
Daniel Vázquez Sallés ha compuesto un desternillante relato en el que se despliega la fantasía más apoteósica al tiempo que se exorcizan peligros no tan lejanos de la realidad
de nuestro país.
A pesar de su aversión a los usos democráticos, Paquito no duda en aceptar ser candidato y utilizar las tendencias más trendy del márketing de comunicación política. El objetivo que le anima a él y a su troupe de machos ibéricos no es otro que conseguir un nuevo amanecer para España con un programa futurista: centralizar el Estado, eliminar a rojos y nacionalistas, devolver el poder a la Iglesia y satanizar las bodas entre homosexuales.
Daniel Vázquez Sallés ha compuesto un desternillante relato en el que se despliega la fantasía más apoteósica al tiempo que se exorcizan peligros no tan lejanos de la realidad
de nuestro país.
La caza de los intelectuales (La cultura bajo
sospecha) de César Antonio
Molina
528 páginas
ISBN: 978-84-233-4797-1
Lomo 267
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Imago Mundi
Francis Bacon advirtió
de que los hombres que han alcanzado altas posiciones acaban siendo extraños a
sí mismos. Consideraba que a la ardua ascensión de los poderosos seguía
inevitablemente un eclipse que derivaba en «cosa melancólica», pues resulta muy
difícil resignarse a la vida privada y al retiro. Montaigne confesaba en sus
ensayos que en su dedicación a los otros, a la política, no pudo evitar
apartarse de sí mismo.
¿Por qué tantos hombres de sabiduría se han metido en política?, se pregunta el autor, en clara alusión a su propia experiencia.Casi todos los intelectuales han fracasado en este empeño: Platón frente a la Corte de Dionisio II en Siracusa; Aristóteles frente a Alejandro; Cicerón frente a Marco Antonio; los intelectuales que sostuvieron la Segunda República frente a la barbarie fascista y los estalinistas.
Pero a pesar de la plena dedicación al servicio público como un deber hacia los demás, debe primar una exigente alerta con el fin de no perder la autonomía de acción, la libertad de opinión y la capacidad de retirarse en cualquier momento para cuidar del alma y de sí mismo.
Este volumen recorre algunos de los momentos clave de la historia de la difícil relación entre el poder y la cultura, ofreciendo un análisis equilibrado, incisivo, valiente y esclarecedor. Supone una reivindicación clara de lo que nunca debiéramos dejarnos arrebatar, guiada por la convicción de que es precisamente en la educación y la cultura donde residen las únicas garantías del nuevo e indispensable renacimiento.
¿Por qué tantos hombres de sabiduría se han metido en política?, se pregunta el autor, en clara alusión a su propia experiencia.Casi todos los intelectuales han fracasado en este empeño: Platón frente a la Corte de Dionisio II en Siracusa; Aristóteles frente a Alejandro; Cicerón frente a Marco Antonio; los intelectuales que sostuvieron la Segunda República frente a la barbarie fascista y los estalinistas.
Pero a pesar de la plena dedicación al servicio público como un deber hacia los demás, debe primar una exigente alerta con el fin de no perder la autonomía de acción, la libertad de opinión y la capacidad de retirarse en cualquier momento para cuidar del alma y de sí mismo.
Este volumen recorre algunos de los momentos clave de la historia de la difícil relación entre el poder y la cultura, ofreciendo un análisis equilibrado, incisivo, valiente y esclarecedor. Supone una reivindicación clara de lo que nunca debiéramos dejarnos arrebatar, guiada por la convicción de que es precisamente en la educación y la cultura donde residen las únicas garantías del nuevo e indispensable renacimiento.
He
admirado las obras de Marco Tulio pero, sin embargo, me ha llevado más años reconciliarme
con su personalidad. Las cartas a sus familiares, pero especialmente las
remitidas a Ático y a Bruto, han ayudado mucho. En ellas es donde se muestra
más humano y son un documento fundamental para conocer su vida pública y privada.
Ático era su gran amigo, su cuñado, su editor y su librero. Un interlocutor
excepcional. En Cartas a los familiares se recoge la que le manda a Gayo Memio,
en donde le dice, entre otras muchas cosas, que «quiero a Pomponio Ático como a
un segundo hermano. Nada me resulta más querido ni más grato que su amistad».
Cicerón ensalza su cultura y su lejanía de las intrigas. Ático, además, era un
famoso librero y editor que, en vida y luego póstumamente, ayudó a difundir la
obra del autor del tratado Sobre la amistad a él dedicado. Escapó de Atenas
durante las luchas entre Mario y Sila y aunque tuvo varios negocios el
principal fue el de los libros. También casó a su hermana con un hermano de
Cicerón, Quinto. Cornelio Nepote escribió su biografía. Comerció con libros y también
reunió una gran biblioteca, para lo que tenía cientos de copistas, en su
mayoría esclavos. En Roma, en el Argileto, detrás del Foro, pero también en
otros espacios céntricos, como uno muy próximo al templo de Vertumno, y en las
proximidades del templo de Jano, en el extremo superior del Foro, se instalaron
los primeros libreros. Los libros se anunciaban a través de carteles y en esas
primeras librerías se reunían intelectuales, escritores y compradores.
Las
cartas eran un género literario y periodístico confesional, además de un documento
extraordinario. El propio Cicerón definía las epístolas de esta manera tan
sabia: «no ignoras que existen muchos géneros de cartas, pero el más genuino entre
ellos, aquél para el que la misma se ha inventado, es el destinado a informar a
los ausentes cuando hay algo que a nosotros o a ellos interesa que sepan...».
Esto se lo comenta a otro interlocutor, Curión, en las Cartas a los familiares.
Las cartas son para Cicerón una conversación espaciada, en donde se utiliza un
lenguaje coloquial. No son públicas sino privadas, no se debe darlas a la luz
pública excepto que éste sea el deseo del remitente, «pues ¿quién, con sólo
conocer un poco las costumbres de las gentes honradas, sacó nunca a la calle y
recitó en público las cartas recibidas de un amigo, aun mediando alguna
ofensa?». Cicerón escribía las cartas con el mismo afán y dedicación que
cualquiera de sus otras obras, tanto es así que siempre pensó en seleccionarlas
y publicarlas en alguna antología. No la totalidad de las mismas (conservamos un
millar, lo cual quiere decir que las escritas eran muchas más), sino una recopilación.
«No hay ninguna edición de mis cartas, pero Tirón tiene alrededor de setenta y
pueden tomarse algunas de las tuyas. Conviene que yo las repase y corrija.
Entonces se podrán publicar por fin.» Es curioso que, siendo un maestro de la
epistolografía, confiese su escasa afición a redactarlas en una misiva a Celio.
El liberto Tirón fue uno de los más fieles colaboradores de Marco Tulio y entre
ambos inventaron una especie de taquigrafía, que fue copiada por Julio César.
Tras la muerte de su señor, Tirón se dedicó a la recopilación de los escritos
inéditos, así como del cuidado de la edición de otros muchos. El afecto por su
colaborador está reflejado en el contenido de una carta que le hace llegar mientras
él se encuentra enfermo. Cicerón le dice que se cuide, que no repare en gastos
con los médicos y que se dedique únicamente a cuidar de su salud: «me has
brindado innumerables servicios en casa y en el foro, en Roma y en la
provincia, tanto en asuntos privados como públicos, así como en mis estudios y
en mi actividad literaria. No tengo ninguna otra preocupación más que tú estés
bien. Ten por seguro, mi querido Tirón, que no hay nadie que no me quiera que
al tiempo no sienta lo mismo por ti». ¿Cicerón ingrato? La sombra de Julio
César arrojó muchos prejuicios sobre su persona. «Respecto a lo que me escribes
de que mi carta ha sido divulgada, no me lo tomo a mal. Incluso yo mismo se la
di a muchos para que la copiasen», le dice a Ático. Cicerón ve en las epístolas
un interés oculto por parte del propio autor para darlas a conocer, para transmitir
la información más allá del ámbito privado.
En
las epístolas surge el padre atormentado por la muerte de su hija Tulia y el
padre preocupado por la inconstancia de su hijo. En las cartas se habla de la
amistad, de la vida cotidiana y de los infortunios debidos a la persistencia en
las propias ideas políticas. Cicerón pagó con su vida la legítima defensa de
los ideales republicanos. Persiguió a Catilina, no soportó a Julio César ni a
Marco Antonio, pero titubeó a veces en los enfrentamientos directos contra ellos.
Sabía que su vida corría peligro y que salvándola se procuraba la posibilidad
de tener más tiempo para lograr sus fines. No formó parte del complot contra
Julio César, pero fue el confabulador intelectual. Luego, si Pompeyo lo
decepcionó como político, también lo hizo Bruto. Cicerón sentía por el asesino
de César, que supo destruir la tiranía de César pero luego fue incapaz de
restaurar la República, una gran admiración intelectual, una devoción que dejó
suscrita en la dedicatoria de varias de sus obras.
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