El misterio de la mosca dorada. El primer caso de Gervase Fen de Edmund Crispin
Traducción de José C. Vales
ISBN: 978-84-15979-54-8
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 336
PVP: 22,50 €
Este es el primer caso
del extravagante y genial profesor de Oxford y sabueso aficionado Gervase Fen (La
juguetería errante), y una de las cumbres de la Edad Dorada de la novela de
detectives inglesa.
Las compañías de teatro
suelen ser siempre un hervidero de habladurías. Pero pocas son tan intrigantes
como la que se encuentra actuando en estos momentos en Oxford. La joven y letal
Yseut, actriz algo mediocre y maliciosa, es el centro de todas las miradas,
aunque su principal talento consiste en destrozar las vidas de los hombres que
la rodean. Hasta que es hallada muerta en extrañas circunstancias. Por fortuna,
entre bastidores se encuentra el excéntrico profesor Gervase Fen, quien halla
mayor placer en resolver crímenes que en enseñar literatura inglesa. Y cuanto
más investiga el caso, más cuenta se da de que todo aquel que conocía a Yseut
habría sido candidato a asesinarla; pero ¿será capaz Fen de descubrir quién lo
hizo en realidad? El cadáver de la joven ha dejado una pista reveladora: una
reproducción de un extraño anillo en forma de mosca dorada.
Donald
Fellowes regresaba de un agradabilísimo fin de semana en Londres. Había asistido
a los servicios religiosos de distintas iglesias para disfrutar del órgano
desde las galerías superiores. También había participado en esas interminables charlas
sobre música, órganos, coros infantiles, coros laicos adultos, y en esos
cotilleos y malicias respecto a otros organistas que son las conversaciones
habituales siempre que se reúnen los músicos de iglesia. Cuando el tren hizo
amago de salir de Didcot, Donald cerró los ojos pensativamente y se preguntó si
sería interesante alterar el punteado del Benedictus y cuánto sería capaz de
alargar el final del Te Deum en pianissimo antes de que alguien empezara a
quejarse. Donald era una persona tímida, pequeña y callada, adicto a las
pajaritas y a la ginebra, y completamente inofensivo en sus costumbres (si
acaso, un poco demasiado apocado), y era el organista en el college de Gervase
Fen, al que llamaremos… St. Christopher. Siendo estudiante, había dedicado
tantas horas a la música que sus tutores (estaba estudiando Historia) habían
llegado a la conclusión de que jamás harían carrera de él, tal y como se
confirmó al final, lógicamente; y después de cuatro intentos con la Historia,
tanto él como sus profesores lo dejaron por imposible, con un sentimiento de
cierto alivio por ambas partes. En aquellos momentos Donald se encontraba en un
compás de espera: seguía con su trabajo de organista, preparando más o menos
los grupos y secciones, redactando su proyecto de licenciatura en Música y
esperando a que lo llamaran para acudir al servicio militar.
En
aquel vagón del tren, su contemplación mística de los cánticos corales se veía
interrumpida por una contemplación mucho menos remota y mística de Yseut, de
quien estaba —como dijo Nicholas Barclay tiempo después— «gravemente enamorado».
Por lo general, Donald era consciente de todos los defectos de Yseut, pero cuando
estaba con ella era incapaz de distinguirlos: estaba completa y absolutamente
rendido a sus pies, y encaprichado de ella. Cuando pensaba en Yseut, se sentía
profundamente desdichado, y los retrasos y tardanzas del tren no hacían sino
añadir enojo a su desdicha. «¡Maldita muchacha! —se decía a sí mismo—. Y
maldito tren… Me pregunto si Ward será capaz de cantar ese solo el domingo.
Malditos sean todos los compositores por escribir las partes del solo en la mayor
sostenido.»
Nicholas
Barclay y Jean Whitelegge salieron juntos de Londres, después de un prolongado
y silencioso almuerzo en Victor’s. Ambos estaban interesados en Donald Fellowes:
Nicholas, porque lo consideraba un músico brillante que estaba dejándose destrozar
por una cría; y Jean porque estaba enamorada de él (un motivo más que
suficiente para odiar a Yseut). Es verdad que Nicholas no tenía ningún derecho
a criticar a los demás por haber arruinado sus vidas. En tanto que estudiante
de Inglés, se le había profetizado una brillante carrera académica. Se había
dedicado a comprarse —y leerse— todas aquellas inmensas ediciones anotadas de
los clásicos, en las cuales la mayor parte de las páginas están ocupadas con
notas al pie (con un ligero gesto de consideración para con el autor, a quien
dejan unos renglones en la parte superior, junto al número de la página), y
cuyo estudio se consideraba esencial para todos aquellos audaces que pretendían
obtener una beca de doctorado. Por desgracia, varios días antes de su examen, se
le ocurrió cuestionarse los verdaderos objetivos de la investigación académica.
Un libro desbancaba a otro libro, una investigación a otra investigación:
¿alguna vez en la vida podría decirse la última palabra respecto a algún tema
concreto? Y si no era así, entonces, ¿de qué servía todo aquello? Aquello
podría estar bien para algunos, pero él no obtenía ningún placer personal de la
investigación académica. Entonces… ¿por qué continuar? Le pareció que aquellos
argumentos eran irrebatibles, así que decidió abandonar los estudios, y se dio
a la bebida, de un modo amable, pero persistente. Después de no presentarse a
aquel examen, y hacer oídos sordos a todas las reconvenciones y consejos, había
sido expulsado, pero como tenía medios económicos suficientes, aquello no le
molestó lo más mínimo, y solía moverse entre los bares de Oxford y los de
Londres, cultivando un sentido del humor ligeramente sardónico, haciendo muchos
amigos y limitando sus lecturas exclusivamente a Shakespeare: se sabía de
memoria los enormes tratados sobre el dramaturgo que tenía. Dadas estas
circunstancias, ni siquiera necesitaba un libro para viajar en tren, puesto que
le bastaba con sentarse en su asiento y pensar en Shakespeare, para enojo de sus
amigos, que lo miraban y lo consideraban el colmo de la pereza. Mientras el
tren se encaminaba hacia lo que él había denominado en cierta ocasión la Ciudad
de los Alaridos, por su gran oferta de espectáculos musicales, Nicholas dio un
discreto sorbo a su petaca de whisky y recorrió mentalmente todas las escenas
del Macbeth. «Los temores reales son menos espantosos que las horribles imaginaciones:
mi pensamiento, para el que el asesinato solo es una fantasía…»
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