Un
fotoperiodista de fama internacional, ganador de un Pulitzer se trasladan a
Virginia a vivir en una casa situada en Ash Tree Lane, allí trata de salvar su
matrimonio seriamente afectado por su adicción al trabajo y a los viajes que
hace de forma continua en busca de la mejor fotografía. Pero al poco tiempo
descubre un error en la arquitectura de la casa: las dimensiones de su interior
son un ligeramente más grandes que su exterior. Todo ello lo plasmará en unas
exploraciones grabadas en video, también de entrevistas y opiniones de diversos
autores.
Todo
ello será recogido por Zampanó quien escribirá un extenso ensayo sobre lo
ocurrido a Will Navidson y su familia dentro de aquel misterioso lugar. También
conoceremos su opinión a través de notas a pies de páginas y fotografías en un
tono formal y ensayístico.
A su vez todo lo
escrito por Zampanó es descubierto, recogido y comentado por Johnny Truant que
también se dispondrá a contarnos su historia, su visión del mundo y su vida
personal entramado en la lectura de todo lo ocurrido en la casa de Ash Tree
Lane, todo con un tono coloquial.
La
novela se abre de diferentes formas, hay veces en la que el texto cambia de
forma, de tamaño, de color e incluso de forma de leerlo, el libro gira en todos
los sentidos mientras lo leemos adentrándonos en los laberintos infinitos que
se esconden entre sus hojas, todo ello para adentrarnos en la sensación de estar recorriendo los pasadizos eternos en los que se encuentran los personajes
de esta novela. A medida que avanzamos en el texto nos encontramos con una
narración postmoderna que amplía la literatura de terror, a su vez (o dentro
del texto) nos encontramos con una historia de amor en la que la casa es el
vínculo que les une o les separa; y por último damos con las vivencias de
Truant, tan sórdidas y poéticas en los que la oscuridad va invadiendo según
descubrimos la historia de Will Navidson dentro de la casa encantada. Por otra
parte el libro adjunta otro a su vez, que aquí se ha titulado como Apéndice pero
en el original se tituló como The Whalestoe Letters (Las cartas Whalestoe) que
completa la visión de los personajes de la novela con un capítulo dedicado a
citas y otro a un gran índice. A lo largo del libro vemos como la calidad de la
maquetación, que corre a cargo de Robert Juan-Cantavella y la magnífica
traducción de Javier Calvo se mezclan para dar como resultado un libro-objeto
capaz de introducirnos dentro del libro como si se tratara de una casa, el
autor ha creado una novela que engulle aquel que la abre se adentra en un mundo
de paradojas, de juegos de espejos y de compresión. En definitiva un texto que
a pesar del tiempo que ha pasado tras la publicación del original, nos llega
con la calidad necesaria gracias a las editoriales Alpha Decay y Pálido Fuego
la narrativa de Danielewski, que como se muestra en este libro-casa es
compleja, dinámica e inesperada a la vez que profunda y divertida.
Recomendado
para aquellos a los que les guste la literatura sencilla envuelta de una forma
compleja, su escritor nos ha abiertos las puertas de una casa que se esconde
tras unas misteriosas hojas, también para aquellos a los que les gusté la
literatura postmoderna, se encontraran con un claro ejemplo de ello en la
narración de la novela, y por último por esta recomendación: «Una gran novela. Un debut fenomenal.
Emocionantemente viva, sublimemente espeluznante, angustiosamente temible,
sobrecogedoramente inteligente; hace que el resto de novelas resulten
insignificantes. Uno se imagina perfectamente a Thomas Pynchon, J.G. Ballard,
Stephen King y David Foster Wallace haciendo reverencias a los pies de
Danielewski, ahogándose de asombro, sorpresa, risa y pavor» escrita por
Bret Easton Ellis.
Extractos:
Cuando se enfrentan a la disparidad
espacial de la casa, Karen desvía su atención hacia cosas familiares y Navidson
sale en busca de una solución. Los niños, en cambio, se limitan a aceptarla.
Cruzan el trastero corriendo. Juegan en él. Lo habitan. Niegan la paradoja
tragándosela entera. Una paradoja, a fin de cuentas, son dos verdades
irreconocibles. Pero los niños todavía no conocen lo bastante bien las leyes
del mundo como para tenerles miedo a las ramificaciones de lo irreconocible.
Está claro que las anomalías espaciales carecen de asociaciones primordiales.
Ver correr alegremente a esos dos
niños atolondrados es una experiencia igual de inquietante que presenciar la
ingenua secuencia inicial de El expediente Navidson, tal vez por lo atractivo,
o incluso seductor, que nos resulta su estado de inocencia y la resolución tan
simple que ofrece el enigma. Por desgracia, negar la realidad también comporta pasar
por alto la posibilidad del peligro.
Esa posibilidad, sin embargo, se
nos hace irrelevante, aunque sea de forma momentánea, cuando cortamos a la
imagen de Will y Tom cargando con el equipo de Billy Reston hasta el piso de
arriba, atenuando rápidamente toda sensación de amenaza por medio de la
autoridad de sus herramientas.
El mero hecho de observar cómo los
dos hermanos usan el nivel Stanley Beacon para establecer la distancia que
necesitan medir ya reconforta. Cuando a continuación los dos vuelven su
atención hacia el láser Leica resulta casi imposible no esperar al menos cierta
clase de resolución de este problema tan desconcertante. De hecho, el que Tom
cruce los dedos mientras el láser de Tipo 2 por fin dispara un puntito rojo
hasta el otro extremo de la casa consigue representar de forma sucinta nuestras
propias simpatías.
Pero había tanta gente y tanto
ruido que casi ni nos entendíamos. Y aunque yo quería creerme aquello tan
básico que me decía Lude, no podía. Había algo completamente espantoso en la
forma de contar las cosas del viejo. Para entonces yo ya sentía una tremenda
empatía hacia él, viviendo en aquel lugar minúsculo, invadido de olor a
anciano, parpadeando inútilmente para disipar la oscuridad. Sus palabras —las
mías, y hasta las vuestras— se añadían a esto, y retumbaban dentro de mí como
un sueño espantoso, una y otra vez, modulándose ligeramente, convirtiendo
lentamente mis defensas en algo completamente distinto, hasta que la música de
esa recurrencia empezó a poner de relieve mis cicatrices, trazadas hace mucho tiempo,
hace más de dos décadas, y con algo más que una garra, un estilete o una vieja máquina
de tatuar Samuel O’Reilly @ 1891, y al final esas cicatrices se abrieron, se rasgaron,
sangrando y atropellándose —porque son antes que nada las cicatrices de él—, de
esas cicatrices que solamente pueden recordar con precisión las barras de un electrocardiograma,
esa crónica más precisa aunque incompleta, las odas Q desviándose hacia abajo
en lo que hay que considerar el inicio del complejo QRS, contando la historia
de un infarto en el pasado, esa resistencia espantosa seguida de un dejarse ir,
el fracaso que lo inició todo, probablemente justo después de un laberinto de
llamas pero aun así años antes de la Otra pérdida, una violencia horrible,
antes de la llegada de la gran institución con nombre de ballena, antes del
desvío final, la cabezada, el derrape del camión Mack, el torcimiento y el
vuelco —el incendio de su persona—, años antes del largo resto, viniendo a su
manera, una pesadilla por derecho propio, tal vez incluso metida en los
pliegues de otro sueño indefenso (o eso me gusta imaginar), alas de plata que
se hacen trizas y salen desperdigadas como escamas de pescado arrojadas a los
vientos de gran altitud…
Editorial: Alpha Decay y Pálido Fuego
Autor: Mark Z. DanielewskiPáginas: 736
Precio: 29,90 euros
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