La solitaria pasión de Judith Hearne de Brian Moore
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 320
PVP: 22,50 €
Traducción de Amelia Pérez de
Villar
Brian Moore, astuto
cronista del alma humana, pasó a ser incluido tras la publicación de esta
novela, en 1955, en la nómina de los escritores fundamentales de la narrativa
en lengua inglesa del siglo XX.
La solitaria pasión de
Judith Hearne, considerada la obra más influyente del novelista irlandés Brian
Moore, narra la historia de la autodestrucción de una mujer honesta pero débil
en el Belfast gris de la posguerra. Heredera directa de las solteronas de
Dublineses, de James Joyce, Judith Hearne es una mujer de cierta edad que no
conoce el amor, y que poco a poco ha ido cayendo socialmente en desgracia. Es
pobre, aunque respetable. Vive en casas de huéspedes. Tiene pocos amigos y
aquellos de los que está más cerca solo la toleran por lástima. Sometida a los
prejuicios y aprensiones de una educación temerosa de Dios y más preocupada por
las apariencias que por la consecución de la felicidad, confinada en una ciudad
triste y casi inmóvil, lo que poca gente sabe es que Judith tiene una vida
secreta. Una vida marcada por el estigma de la botella.
Era
importante tener algo que contar, algo que interesara a los amigos: la señorita
Hearne siempre conseguía encontrar algún suceso interesante donde el resto de
la gente solo veía monotonía. A veces le parecía que eso era una especie de
don, una de las grandes compensaciones de la vida en solitario. Y un don
necesario, además. Porque cuando una mujer está sola, debe encontrar historias
interesantes que contar. Otras mujeres hablan de sus hijos, de las compras, de
cómo llevar una casa… Y sus maridos les cuentan historias interesantes también.
Pero una mujer soltera se encuentra en una situación muy diferente: a la gente
no le interesa oír cómo lleva sus cosas, no le interesa que le hablen de la
habitación alquilada donde vive ni del presupuesto. Así que hay que buscar
otros temas, y otros temas suponen necesariamente otras personas. La gente que
conocía, la gente de la que había oído hablar, la gente que veía por la calle,
la gente sobre la que leía… Todas esas personas iban a parar a algo así como un
cajón de sastre del que luego podría sacar las historias más adecuadas para
cada conversación. Y aquella era la razón por la que hasta un sujeto tan extraño
como Bernard Rice era una bendición, a su manera. Era tan raro y tan horrible
con sus «sí, mamá», «no, mamá» y su pelo largo y rubio de bebé que sería el
protagonista perfecto para su historia del té del domingo, en casa de los
O’Neill.
Y
así la señorita Hearne decidió que el Sagrado Corazón podía esperar. Y en lugar
de seguir pensando en él sonrió a Bernard y le preguntó qué había estado
estudiando en la universidad.
—Humanidades
—respondió él.
—Ah,
¿tiene planes de dedicarse a la enseñanza? Quiero decir, si su salud…
—No
tengo ningún plan —respondió Bernard tranquilamente—. Escribo poesía y vivo
con mi madre.
Mientras
lo decía, sonrió a la señora de Henry Rice, y la señora de Henry Rice asintió
con la cabeza, cariñosa.
—Bernard
no es como otros chicos, que lo único que quieren es abandonar a sus pobres
madres para enredarse con alguna mujer y casarse antes de tiempo —explicó—. No,
a Bernard le gusta su hogar. ¿Verdad, Bernie?
—Nadie
me conoce como tú, mamá —dijo Bernard con voz queda. Se volvió hacia la
señorita Hearne—: Es un ángel, de verdad. Mamá es un ángel. Sobre todo cuando
no me siento bien.
La
señorita Hearne no supo qué decir. No se le ocurrió ningún comentario sobre él
que fuera, a la vez, lo bastante hipócrita. Ahí sigue, pensó, mirándome con
ese descaro… ¿Qué pasa? ¿Es que llevo la falda subida? No, desde luego que no.
La señorita Hearne se tiró de la falda y se la ciñó a las pantorrillas.
Resolutiva, hizo girar la conversación hacia algún lugar común.
—Pertenecemos
a la parroquia de Saint Finbar, creo, la del padre Quigley, ¿me equivoco?
—Sí,
es el párroco. Demasiado directo, ese hombre, ¿no le parece?
—¿De
verdad? He oído decir que es un hombre maravilloso —dijo la señorita Hearne.
Bien
sabe Dios que la religión es un refugio hasta para las conversaciones, pensó.
Si no tuviéramos párrocos de los que hablar, ¿dónde acabaríamos la mitad de las
veces?
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