jueves, 26 de marzo de 2015

Novedades, marzo de 2015: Destino



Paranoia de Franck Thilliez


496 páginas
ISBN: 978-84-233-4922-7
Tomo 1325
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfín
Traductor: Joan Riambau Möller

Ilan sigue sin recuperase de la pérdida de sus padres, fallecidos en extrañas circunstancias. Una mañana reaparece en París Chloé, su expareja, quien le propone embarcarse en una aventura a la que no podrá negarse. Nueve personas encerradas en un antiguo complejo psiquiátrico aislado en plena montaña. De repente, una a una empiezan a desaparecer. Encuentran un primer cuerpo. Asesinado. Se desata la Paranoia.



Aquella mañana hacía un tiempo frío y seco en el corazón de los Alpes. Era un clima cortante, pero ideal para calzarse las raquetas y salir a dar un paseo, y eso se disponía a hacer el suboficial mayor Pierre Boniface, ya a punto de acabar la guardia, cuando recibió aquella terrible llamada. Al otro lado de la línea, al guía le costaba expresarse, pues aún se encontraba conmocionado por el hallazgo.
El helicóptero de la gendarmería nacional que transportaba a Boniface y a su compañero de equipo sobrevolaba en aquel momento un bosque de alerces. Delante, los primeros rayos del sol jugueteaban con las montañas y sus puntas sedosas se perdían en el infinito, hasta Suiza por un lado y hasta Italia por el otro. En veintidós años de carrera, Boniface nunca se había cansado de aquel espectáculo, diferente cada día y tan delicado como los colores en la paleta de un pintor. Aquella mañana, sin embargo, no le prestaba mucha atención. Su mente estaba en otro lugar.
El helicóptero azul y blanco dejó atrás un lago y aterrizó en un pequeño claro, a más de mil cuatrocientos metros de altitud. Los rotores en movimiento levantaron nubes de nieve. Encorvados, con la nariz hundida en el cuello del anorak azul marino y con las raquetas en las manos, los dos suboficiales corrieron hasta el hombre enfundado en un cálido mono de montaña. Se saludaron, se calzaron las raquetas y se alejaron rápidamente.
—¿No ha tocado nada? — preguntó Boniface.
El guía dio media vuelta siguiendo sus propias huellas. Era un tipo corpulento, ancho de hombros y que daba un paso cuando Boniface tenía que dar dos. Por suerte, aquella zona del bosque era relativamente plana, a medio camino entre el valle y las pendientes que zigzagueaban hasta las cimas.
—No. He llamado a la gendarmería de inmediato.
—Bien hecho. Ahora, cuéntenos más detalladamente lo que ha sucedido.
A lo lejos, el piloto del helicóptero apagó el motor, devolviendo así a las montañas su calma blanca. El bosque iba volviéndose más denso, los troncos se apretaban tanto alrededor de los hombres que la luz se filtraba entre el ramaje como chispas de oro. Aquella mañana de invierno, la naturaleza entera parecía contener la respiración.

¡Quemad Barcelona! de Guillem Martí


576 páginas
ISBN: 978-84-233-4911-1
Lomo 1320
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin
Traductor: Jordi Solé

Más allá del deber.
En una polvorienta estación de autobuses, en Ciudad de México, Miquel espera la llegada de su mujer, Teresa, a quien no ve desde hace diez años, y de su hija, a quien no conoce. Mientras las espera, rememora con amargura los acontecimientos que le han llevado hasta ese lugar.
Sus recuerdos lo llevan a enero de 1939, días antes de que el ejército rebelde entrara en Barcelona. La República agoniza y la guerra está perdida, y la ciudad es ya una sombra de lo que era: el que puede huye a la frontera y el que no, espera resignado la suerte del vencido. En estas condiciones llega la orden del Komintern de arrasar la ciudad, destruir las vías de comunicación y centros neurálgicos de energía, agua y transporte, para no dejar nada en pie al enemigo. Miquel Serra, miembro del PSUC y conseller de la Generalitat, es el encargado de llevar a cabo esa orden de tierra quemada. Pero Miquel, en alianza con Corbacho, un sargento madrileño veterano del ejército republicano, y jugándose la vida, boicotea esos planes y salvaguarda la ciudad. 


Mejor: así tendrá tiempo de refrescarse en los servicios y ponerse un poco presentable. Pero, en primer lugar tiene la precaución de acercarse al mostrador de información y asegurarse de que todo va a su hora. Por nada del mundo querría arriesgarse a no estar allí para recibirlas cuando llegue el autobús. Mejor puntual, aunque sea hecho un cromo, que tarde, como un pincel.
No después de tantos años anhelando aquel momento. De tantas noches mortificado por la duda. De tantos momentos de desesperación y de melancolía. Es verdad que no llegó a rendirse y que en su interior siempre esperó recuperarla. Pero mentiría si dijese que no ha habido muchas veces en que ha pensado que todo era inútil. Que ella había muerto, como aseguraban. Y que, aunque siguiera viva, no conseguirían reencontrarse nunca.
Sea como sea, estará allí cuando bajen del autobús. Esperándolas. Igual que las ha aguardado todos aquellos años horribles. Para que ella sepa, sin ninguna sombra de duda, cuánto la ha echado de menos y qué infierno ha sido tener que vivir lejos de su cariño.
Se acerca a la ventanilla, bañado en sudor. Al otro lado, la recepcionista —unos veinticinco años, con uniforme azul, labios rojos a juego con el pañuelo que lleva alrededor del cuello, y una catarata de cabellos negros que se desparraman, turbulentos, sobre los hombros— le dedica la sonrisa de cortesía que la compañía reserva a todos sus usuarios. Tengan la pinta que tengan.
—¿En qué puedo ayudarle, caballero?—le pregunta con aquel tono meloso que usan las señoritas mexicanas.
Él se aturulla cuando le pregunta por el coche que viene desde El Paso. Jamás ha sabido lidiar con sus emociones.
El tono de ella varía sutilmente. Ahora, su interés es algo menos profesional. Como si el tiempo que lleva detrás de aquel mostrador le hubiese permitido intuir lo que significa para él ese autobús.
—Llega usted un poco pronto, señor—le dice, como si él no lo supiera—. Ahorita faltan aún más de tres horas para que llegue el pesero que viene de El Paso. Pero al menos no hay noticia de contratiempo alguno. —Aquellos labios sanguíneos se arrugan en una expresión de impotencia—. Ojalá pudiera hacer algo más por usted...
Él le devuelve la sonrisa.
—No se apure, de verdad. Ha sido usted muy amable.
—Puede esperar en el restorán—se esfuerza en serle útil. Y añade en tono de confidencia—: La enchilada les sale padre.
No se esfuerza en contarle que, de haber sido capaz de tragar algo, se habría quedado comiendo en su minúsculo apartamento de la calle Guerrero. Al fin y al cabo, los mexicanos no son siempre tan amables con quienes gastan acento español como lo está siendo aquella preciosidad. Que mucha Madre Patria por aquí y mucha revolución por allá, pero él está hasta las narices de detectar su desdén en cuanto lo oyen soltar la primera frase. De manera que le promete a la joven que probará esa enchilada tan padre, y se aleja dando cabezadas de agradecimiento, seguido por la mirada solidaria de ella.
De camino al restaurante, tuerce a mano derecha y empuja la puerta del servicio de hombres. Para ser los de un lugar de paso como es aquél, están sorprendentemente limpios. Se acerca hasta una de las pilas de mármol blanco, abre el grifo y pone las manos en cuenco para recibir el chorro de agua fresca. Se lava la cara, el cuello y la nuca, sin importarle mojarse el pelo. La frialdad del líquido lo tonifica. Pero la sensación apenas dura el tiempo que tarda en levantar los ojos y contemplar la imagen que le devuelve el espejo descantado que tiene delante: la de un hombre mucho mayor de los cuarenta y cuatro años que tiene, amargado, vencido y exhausto. Conoce bien a ese tipo: se lo encuentra cada día cuando se lava los dientes. Pero nunca le ha asustado tanto darse cuenta de que es él. Que es en aquello en que lo han convertido la derrota, el desengaño y el exilio.

Caballito loco de Ana María Matute


80 páginas
ISBN: 978-84-233-4914-2
Lomo 1323
Presentación: Rústica con solapas con s/cub.
Colección: Áncora & Delfin

«Por lo alto de las montañas, cerca de los bosques, vivía una manada de caballos salvajes. El jefe de todos ellos se llamaba Yar y era sabio y fuerte, con la crin blanca y relampagueantes ojos negros. Yar tenía varios hijos entre la manada, y todos ellos eran muy respetados por los demás caballos, yeguas, potros y potrancas. Pues de entre ellos había de nacer el nuevo jefe que un día les gobernaría. El más pequeño de los hijos de Yar nació una noche de luna redonda y amarilla.»
Pero, en seguida, Yar dijo que algo pasaba con aquel potrillo, que la luna parecía vagar por sus ojos, que podía ver la locura en ellos. Y, así, empezaron a llamarlo Caballito Loco, y todos se fueron apartando de él hasta que se quedó solo. Entonces, conoció a un niño tan solitario como él y, pese a las recomendaciones de su madre, sólo pudo pensar en que quería ser su amigo.


Al oír y ver aquello, las demás yeguas, que estaban celosas de la juventud y belleza de Zira y sobre todo del raro color dorado de su piel, les volvieron la espalda, riéndose y diciendo:
—¡Un caballito loco! ¡Qué cosa más despreciable!
Y nadie, ni caballos ni yeguas, ni potros ni potrancas, respetó al hijito de  Zira como a los demás hijos de Yar.
Zira sintió una gran pena, al tiempo que el amor más grande, y acercándose a su hijo le pasó suavemente el belfo por el cuello y las orejas, dándole su aliento, mientras decía:
—Si es locura lo que veo en tus ojos, yo amo la locura.
De este modo, Caballito Loco fue su nombre para siempre. Era muy hermoso, pero, como la luna parecía vagar por sus ojos, los demás potrillos se burlaban de él y no le querían en sus juegos. A menudo le acosaban y le atemorizaban, porque era el más pequeño y temblaba sobre sus patas, aún demasiado largas. Y todos los potrillos, especialmente los hijos de Yar, decían:
—¡Tiene la luna dentro de los ojos! ¡Qué cosa más loca y despreciable!
Tal como lo habían oído decir a sus madres.
De este modo, Caballito Loco se acostumbró a corretear solitario por entre los árboles.

Carnavalito de Ana María Matute


104 páginas
ISBN: 978-84-233-4913-5
Lomo 1322
Presentación: Rústica con solapas con s/cub.
Colección: Áncora & Delfin

«Érase una vez un muchacho llamado Bongo, que trabajaba en una herrería. Bongo se levantaba todas las mañanas a las cinco, cuando el cielo estaba aún negro y titilaban las últimas estrellas. Bongo bajaba entonces a la herrería, prendía el fuego y ya no descansaba hasta la hora de comer.»
Así, uno tras otro, pasaban los días en la vida del chico, alegrados sólo por el cariño del Herrero y por las historias que le contaba, hasta que un día la guerra llegó al pueblo y destruyó lo poco que tenía. Bongo se quedó tan solo que no podía dejar de llorar. Pero entonces, en medio de las ruinas, apareció un misterioso arlequín con una armónica muy especial, que iba a guiarle en un largo viaje hasta la tierra de la paz.


El Herrero era un hombre jorobado, pecoso, con el pelo rojo y la cara cruzada por una cicatriz. Bongo solía preguntarle:
—¿Por qué tiene esa cicatriz en la cara, maestro?
—Me la hicieron los piratas —contestaba el Herrero.
Y, mientras Bongo le daba al fuelle, empapado de sudor, el Herrero golpeaba el yunque y le contaba sus andanzas por los mares de la China.
A Bongo le gustaban mucho estas historias, a pesar de que los demás muchachos del pueblo venían a escuchar, a escondidas, detrás de la puerta, y de repente interrumpían a gritos:
—¡Mentira, mentira! ¡Mentiroso el uno, tonto el otro!
Entonces el Herrero se enfurecía y salía a la puerta llevando en la mano un hierro al rojo. Los chicos huían como un tropel de pájaros y, ya de lejos, le tiraban piedras y continuaban burlándose. Pero el Herrero no les seguía nunca más allá de la tapia del huerto. Les amenazaba con el puño y decía:
—¡Desgraciados! ¡Desgraciados, vosotros!
Y su cara se llenaba de una pena tan misteriosa que Bongo no pudo menos de preguntarle un día:
—¿Por qué les llama desgraciados, maestro? Todos ellos tienen padre y madre y una casa, y van a la escuela.
Bongo fue recogido por el Herrero cuando era muy pequeño, y dormía en el desván de la herrería, y trabajaba el día entero para ganarse el pan.
Entonces el Herrero dijo:
—Tú eres mucho más rico que ellos, Bongo. Y, por primera vez, añadió:
—Vamos a comer, hijo mío.

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