Paranoia de Franck Thilliez
ISBN: 978-84-233-4922-7
Tomo 1325
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfín
Traductor: Joan Riambau Möller
Ilan sigue sin
recuperase de la pérdida de sus padres, fallecidos en extrañas
circunstancias. Una mañana reaparece en París Chloé, su
expareja, quien le propone embarcarse en una aventura a la que no
podrá negarse. Nueve personas encerradas en un antiguo
complejo psiquiátrico aislado en plena montaña. De repente, una a una
empiezan a desaparecer. Encuentran un primer cuerpo. Asesinado.
Se desata la Paranoia.
Aquella
mañana hacía un tiempo frío y seco en el corazón de los Alpes. Era un clima
cortante, pero ideal para calzarse las raquetas y salir a dar un paseo, y eso
se disponía a hacer el suboficial mayor Pierre Boniface, ya a punto de acabar
la guardia, cuando recibió aquella terrible llamada. Al otro lado de la línea,
al guía le costaba expresarse, pues aún se encontraba conmocionado por el
hallazgo.
El
helicóptero de la gendarmería nacional que transportaba a Boniface y a su compañero
de equipo sobrevolaba en aquel momento un bosque de alerces. Delante, los
primeros rayos del sol jugueteaban con las montañas y sus puntas sedosas se
perdían en el infinito, hasta Suiza por un lado y hasta Italia por el otro. En
veintidós años de carrera, Boniface nunca se había cansado de aquel
espectáculo, diferente cada día y tan delicado como los colores en la paleta de
un pintor. Aquella mañana, sin embargo, no le prestaba mucha atención. Su mente
estaba en otro lugar.
El
helicóptero azul y blanco dejó atrás un lago y aterrizó en un pequeño claro, a
más de mil cuatrocientos metros de altitud. Los rotores en movimiento
levantaron nubes de nieve. Encorvados, con la nariz hundida en el cuello del
anorak azul marino y con las raquetas en las manos, los dos suboficiales corrieron
hasta el hombre enfundado en un cálido mono de montaña. Se saludaron, se
calzaron las raquetas y se alejaron rápidamente.
—¿No
ha tocado nada? — preguntó Boniface.
El
guía dio media vuelta siguiendo sus propias huellas. Era un tipo corpulento,
ancho de hombros y que daba un paso cuando Boniface tenía que dar dos. Por
suerte, aquella zona del bosque era relativamente plana, a medio camino entre
el valle y las pendientes que zigzagueaban hasta las cimas.
—No.
He llamado a la gendarmería de inmediato.
—Bien
hecho. Ahora, cuéntenos más detalladamente lo que ha sucedido.
A
lo lejos, el piloto del helicóptero apagó el motor, devolviendo así a las montañas
su calma blanca. El bosque iba volviéndose más denso, los troncos se apretaban tanto
alrededor de los hombres que la luz se filtraba entre el ramaje como chispas de
oro. Aquella mañana de invierno, la naturaleza entera parecía contener la
respiración.
¡Quemad Barcelona! de Guillem Martí
ISBN: 978-84-233-4911-1
Lomo 1320
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin
Traductor: Jordi Solé
Más allá del deber.
En una polvorienta
estación de autobuses, en Ciudad de México, Miquel espera la llegada de su
mujer, Teresa, a quien no ve desde hace diez años, y de su hija, a quien no
conoce. Mientras las espera, rememora con amargura los acontecimientos que
le han llevado hasta ese lugar.
Sus recuerdos lo llevan
a enero de 1939, días antes de que el ejército rebelde entrara
en Barcelona. La República agoniza y la guerra está perdida, y la ciudad
es ya una sombra de lo que era: el que puede huye a la frontera y el que
no, espera resignado la suerte del vencido. En estas condiciones llega la
orden del Komintern de arrasar la ciudad, destruir las vías de
comunicación y centros neurálgicos de energía, agua y transporte, para no
dejar nada en pie al enemigo. Miquel Serra, miembro del PSUC y conseller
de la Generalitat, es el encargado de llevar a cabo esa orden de tierra
quemada. Pero Miquel, en alianza con Corbacho, un sargento madrileño
veterano del ejército republicano, y jugándose la vida, boicotea esos
planes y salvaguarda la ciudad.
Mejor:
así tendrá tiempo de refrescarse en los servicios y ponerse un poco presentable.
Pero, en primer lugar tiene la precaución de acercarse al mostrador de
información y asegurarse de que todo va a su hora. Por nada del mundo querría arriesgarse
a no estar allí para recibirlas cuando llegue el autobús. Mejor puntual, aunque
sea hecho un cromo, que tarde, como un pincel.
No
después de tantos años anhelando aquel momento. De tantas noches mortificado
por la duda. De tantos momentos de desesperación y de melancolía. Es verdad que
no llegó a rendirse y que en su interior siempre esperó recuperarla. Pero
mentiría si dijese que no ha habido muchas veces en que ha pensado que todo era
inútil. Que ella había muerto, como aseguraban. Y que, aunque siguiera viva, no
conseguirían reencontrarse nunca.
Sea
como sea, estará allí cuando bajen del autobús. Esperándolas. Igual que las ha
aguardado todos aquellos años horribles. Para que ella sepa, sin ninguna sombra
de duda, cuánto la ha echado de menos y qué infierno ha sido tener que vivir
lejos de su cariño.
Se
acerca a la ventanilla, bañado en sudor. Al otro lado, la recepcionista —unos
veinticinco años, con uniforme azul, labios rojos a juego con el pañuelo que
lleva alrededor del cuello, y una catarata de cabellos negros que se desparraman,
turbulentos, sobre los hombros— le dedica la sonrisa de cortesía que la
compañía reserva a todos sus usuarios. Tengan la pinta que tengan.
—¿En
qué puedo ayudarle, caballero?—le pregunta con aquel tono meloso que usan las
señoritas mexicanas.
Él
se aturulla cuando le pregunta por el coche que viene desde El Paso. Jamás ha
sabido lidiar con sus emociones.
El
tono de ella varía sutilmente. Ahora, su interés es algo menos profesional. Como
si el tiempo que lleva detrás de aquel mostrador le hubiese permitido intuir lo
que significa para él ese autobús.
—Llega
usted un poco pronto, señor—le dice, como si él no lo supiera—. Ahorita faltan
aún más de tres horas para que llegue el pesero que viene de El Paso. Pero al
menos no hay noticia de contratiempo alguno. —Aquellos labios sanguíneos se
arrugan en una expresión de impotencia—. Ojalá pudiera hacer algo más por usted...
Él
le devuelve la sonrisa.
—No
se apure, de verdad. Ha sido usted muy amable.
—Puede
esperar en el restorán—se esfuerza en serle útil. Y añade en tono de
confidencia—: La enchilada les sale padre.
No
se esfuerza en contarle que, de haber sido capaz de tragar algo, se habría quedado
comiendo en su minúsculo apartamento de la calle Guerrero. Al fin y al cabo,
los mexicanos no son siempre tan amables con quienes gastan acento español como
lo está siendo aquella preciosidad. Que mucha Madre Patria por aquí y mucha
revolución por allá, pero él está hasta las narices de detectar su desdén en cuanto
lo oyen soltar la primera frase. De manera que le promete a la joven que
probará esa enchilada tan padre, y se aleja dando cabezadas de agradecimiento,
seguido por la mirada solidaria de ella.
De
camino al restaurante, tuerce a mano derecha y empuja la puerta del servicio de
hombres. Para ser los de un lugar de paso como es aquél, están
sorprendentemente limpios. Se acerca hasta una de las pilas de mármol blanco,
abre el grifo y pone las manos en cuenco para recibir el chorro de agua fresca.
Se lava la cara, el cuello y la nuca, sin importarle mojarse el pelo. La
frialdad del líquido lo tonifica. Pero la sensación apenas dura el tiempo que
tarda en levantar los ojos y contemplar la imagen que le devuelve el espejo
descantado que tiene delante: la de un hombre mucho mayor de los cuarenta y
cuatro años que tiene, amargado, vencido y exhausto. Conoce bien a ese tipo: se
lo encuentra cada día cuando se lava los dientes. Pero nunca le ha asustado
tanto darse cuenta de que es él. Que es en aquello en que lo han convertido la
derrota, el desengaño y el exilio.
Caballito loco de Ana María Matute
ISBN: 978-84-233-4914-2
Lomo 1323
Presentación: Rústica con solapas
con s/cub.
Colección: Áncora & Delfin
«Por lo alto de las
montañas, cerca de los bosques, vivía una manada de caballos salvajes. El
jefe de todos ellos se llamaba Yar y era sabio y fuerte, con la crin blanca
y relampagueantes ojos negros. Yar tenía varios hijos entre la manada, y
todos ellos eran muy respetados por los demás caballos, yeguas, potros y
potrancas. Pues de entre ellos había de nacer el nuevo jefe que un día les
gobernaría. El más pequeño de los hijos de Yar nació una noche de luna
redonda y amarilla.»
Pero, en seguida, Yar
dijo que algo pasaba con aquel potrillo, que la luna parecía vagar por sus
ojos, que podía ver la locura en ellos. Y, así, empezaron a llamarlo
Caballito Loco, y todos se fueron apartando de él hasta que se quedó solo.
Entonces, conoció a un niño tan solitario como él y, pese a las
recomendaciones de su madre, sólo pudo pensar en que quería ser su amigo.
Al
oír y ver aquello, las demás yeguas, que estaban celosas de la juventud y
belleza de Zira y sobre todo del raro color dorado de su piel, les volvieron la
espalda, riéndose y diciendo:
—¡Un
caballito loco! ¡Qué cosa más despreciable!
Y
nadie, ni caballos ni yeguas, ni potros ni potrancas, respetó al hijito de Zira como a los demás hijos de Yar.
Zira
sintió una gran pena, al tiempo que el amor más grande, y acercándose a su hijo
le pasó suavemente el belfo por el cuello y las orejas, dándole su aliento,
mientras decía:
—Si
es locura lo que veo en tus ojos, yo amo la locura.
De
este modo, Caballito Loco fue su nombre para siempre. Era muy hermoso, pero,
como la luna parecía vagar por sus ojos, los demás potrillos se burlaban de él
y no le querían en sus juegos. A menudo le acosaban y le atemorizaban, porque
era el más pequeño y temblaba sobre sus patas, aún demasiado largas. Y todos
los potrillos, especialmente los hijos de Yar, decían:
—¡Tiene
la luna dentro de los ojos! ¡Qué cosa más loca y despreciable!
Tal
como lo habían oído decir a sus madres.
De
este modo, Caballito Loco se acostumbró a corretear solitario por entre los
árboles.
Carnavalito de Ana María Matute
ISBN: 978-84-233-4913-5
Lomo 1322
Presentación: Rústica con solapas
con s/cub.
Colección: Áncora & Delfin
«Érase una vez un
muchacho llamado Bongo, que trabajaba en una herrería. Bongo se levantaba
todas las mañanas a las cinco, cuando el cielo estaba aún negro y
titilaban las últimas estrellas. Bongo bajaba entonces a la herrería,
prendía el fuego y ya no descansaba hasta la hora de comer.»
Así, uno tras otro,
pasaban los días en la vida del chico, alegrados sólo por el cariño
del Herrero y por las historias que le contaba, hasta que un día la guerra
llegó al pueblo y destruyó lo poco que tenía. Bongo se quedó tan solo que
no podía dejar de llorar. Pero entonces, en medio de las ruinas, apareció
un misterioso arlequín con una armónica muy especial, que iba a guiarle en
un largo viaje hasta la tierra de la paz.
El
Herrero era un hombre jorobado, pecoso, con el pelo rojo y la cara cruzada por
una cicatriz. Bongo solía preguntarle:
—¿Por
qué tiene esa cicatriz en la cara, maestro?
—Me
la hicieron los piratas —contestaba el Herrero.
Y,
mientras Bongo le daba al fuelle, empapado de sudor, el Herrero golpeaba el yunque
y le contaba sus andanzas por los mares de la China.
A
Bongo le gustaban mucho estas historias, a pesar de que los demás muchachos del
pueblo venían a escuchar, a escondidas, detrás de la puerta, y de repente
interrumpían a gritos:
—¡Mentira,
mentira! ¡Mentiroso el uno, tonto el otro!
Entonces
el Herrero se enfurecía y salía a la puerta llevando en la mano un hierro al
rojo. Los chicos huían como un tropel de pájaros y, ya de lejos, le tiraban piedras
y continuaban burlándose. Pero el Herrero no les seguía nunca más allá de la
tapia del huerto. Les amenazaba con el puño y decía:
—¡Desgraciados!
¡Desgraciados, vosotros!
Y
su cara se llenaba de una pena tan misteriosa que Bongo no pudo menos de
preguntarle un día:
—¿Por
qué les llama desgraciados, maestro? Todos ellos tienen padre y madre y una
casa, y van a la escuela.
Bongo
fue recogido por el Herrero cuando era muy pequeño, y dormía en el desván de la
herrería, y trabajaba el día entero para ganarse el pan.
Entonces
el Herrero dijo:
—Tú
eres mucho más rico que ellos, Bongo. Y, por primera vez, añadió:
—Vamos
a comer, hijo mío.
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