Un hombre enamorado de Karl Ove Knausgård
ISBN 978-84-339-7891-2
PVP con IVA 24,90 €
Nº de páginas 632
Colección Panorama de narrativas
Traducción Kirsti Baggethun y
Asunción Lorenzo
De ser hijo a ser
padre. Éste es el paso del autor en la segunda parte de las seis que conforman
Mi lucha, esa inmensa novela autobiográfica que la crítica ha descrito como «un
proyecto demencial que sólo los verdaderos genios pueden alcanzar». Karl Ove
deja a su mujer y se marcha a Estocolmo. Allí se hace amigo de Geir, otro
noruego, intelectual y fanático del boxeo. Y vuelve a encontrarse con Linda,
una poeta que le había fascinado en un encuentro de escritores, y que será su
segunda mujer. Su mundo cambia mientras él escribe y cuenta cómo es volverse a
enamorar, los goces y los engorros de la paternidad, la necesidad de escribir,
la cotidianeidad de la vida en familia o el cómico fracaso de sus vacaciones,
la humillación de las clases de preparación al parto, las peleas con los
vecinos... Knausgård escribe con una veracidad punzante sobre los instantes que
componen una vida, la de un hombre que anhela con igual intensidad la soledad y
el amor.
«Quizá nos hallemos
ante la más importante empresa literaria de nuestro tiempo» (Rachel Cusk, The
Guardian).
«Su lectura es
compulsiva, nos perturba, y con frecuencia nos deja atónitos» (Stuart Evers,
The Observer).
«Necesito el próximo
volumen como una dosis de crack» (Zadie Smith).
–¿Ves,
Vanja? –dije–. ¡Los burros se niegan a andar!
La
niña se rió. Me alegré al verla contenta. Al mismo tiempo, estaba algo
preocupado por cómo reaccionaría Linda con el burro; su paciencia no era mucho
mayor que la de Vanja. Pero cuando les llegó el turno a ellas, lo manejó todo
con elegancia. Cada vez que el burro se paraba, ella se daba la vuelta y se
quedaba de espaldas contra el costado del burro, a la vez que hacía chasquear
la lengua. Había montado a caballo cuando era pequeña y durante mucho tiempo su
vida había girado en torno a los caballos; quizá por eso sabía lo que tenía que
hacer.
Heidi
estaba radiante a lomos del animal. Cuando el burro ya no se dejaba engañar por
el truco del chasquido, Linda tiraba con tanta fuerza y decisión de las riendas
que el animal no podía oponer resistencia.
–¡Qué
bien montas! –le grité a Heidi. Luego miré a Vanja–. ¿Quieres montar tú
también?
Vanja
negó enérgicamente con la cabeza y luego se puso las gafas. Había montado en
poni desde que tenía año y medio, y el otoño en que nos mudamos a Malmö, cuando
tenía dos años y medio, la apuntamos en una escuela de equitación. Se
encontraba en medio de Folketspark, era una pista de equitación triste y
caduca, con el suelo cubierto de serrín. Para ella, todo aquello era
fantástico, todo lo devoraba ávidamente, y luego no paraba de hablar de ello.
Se sentaba en su poni desaliñado con la espalda recta, y Linda la llevaba,
dando una vuelta tras otra por el picadero, algunas veces me tocaba a mí o a alguna
de las chicas de once o doce años que parecían pasarse allí la vida, mientras
un instructor iba en el medio, diciéndoles lo que tenían que hacer. No
importaba mucho que Vanja no siempre entendiera las instrucciones, lo
importante era la experiencia con los caballos y el ambiente que la rodeaba. El
establo, el gato que tenía a sus crías escondidas en el heno, la lista de quién
iba a montar qué caballo esa tarde, el casco que ella misma había elegido, el
momento en el que llevaban el caballo a la pista, lo de montar en sí, el bollo
de canela y el zumo de manzana que se tomaba luego en la cafetería. Era el
momento culminante de la semana. Pero en el transcurso del otoño siguiente las
cosas cambiaron. Tenían un nuevo instructor y Vanja, que aparentaba más de los
cuatro años que tenía, se encontró con exigencias que no sabía manejar. Aunque
Linda se lo dijo al hombre, la cosa no cambió, Vanja empezó a protestar cuando
tocaba ir a montar, no quería de ninguna manera, y al final lo dejamos. Incluso
cuando vio a Heidi montar aquel burro por el parque sin exigencia alguna, se
negó en rotundo.
Otra
actividad a la que nos apuntamos fue un grupo en el que los niños cantaban,
dibujaban y también hacían otras cosas. La segunda vez que Vanja asistió tocaba
dibujar una casa y ella pintó de azul la hierba. La mujer que dirigía la
actividad se le acercó y le dijo que la hierba no era azul, sino verde, y le
pidió que hiciera otro dibujo. Vanja rompió la hoja en pedazos, comportándose
de una manera que a los demás padres les hizo fruncir el ceño y sentirse
orgullosos de lo bien educados que estaban sus hijos. Vanja es muchas cosas,
pero por encima de todo es susceptible. Y me inquieta que sea una cualidad que
ya se esté afirmando. Verla crecer también cambia imágenes de mi propia
infancia, no tanto por la calidad como por la cantidad, el propio tiempo que
uno pasa con sus hijos, y que es infinito. Tantas horas, tantos días,
tantísimas situaciones que surgen y que se viven. De mi propia infancia sólo me
acuerdo de unos cuantos episodios que he vivido como fundamentales e
importantísimos, pero que ahora entiendo como algo bañado en un mar de otros
sucesos, lo que elimina por completo su sentido, pues ¿cómo puedo saber que
justo esos sucesos que han permanecido en mi mente fueron decisivos, y no todos
esos otros de los que no recuerdo nada?
Cuando
discuto cosas como ésas con Geir, con quien hablo por teléfono una hora cada
día, él suele citar a Sven Stolpe, que en algún lugar escribe sobre Bergman
afirmando que habría sido Bergman independientemente de dónde se hubiera
criado, por lo que se deduce que uno es como es, sin que influya para nada el
entorno. La manera en la que uno reacciona frente a la familia viene antes que
la familia. Cuando yo era pequeño, me enseñaron a explicar toda clase de
cualidades, actos y sucesos en base al ambiente en el que habían surgido. Lo
biológico y lo genético, es decir, lo que viene dado, apenas existía en el
mapa, y cuando aparecía, era contemplado con desconfianza. A primera vista, esa
actitud puede parecer humanista, ya que está íntimamente relacionada con la
idea de que todos los seres humanos son iguales, pero examinada más
atentamente, también puede expresar una actitud mecanicista ante el ser humano,
que, nacido vacío, deja que su vida la forme su entorno. Durante mucho tiempo,
yo tomé una posición meramente teórica ante este planteamiento, que es tan
básico que se podría emplear como tabla de impulso para entrar en cualquier
contexto; si por ejemplo el factor destacado es el medio, entonces el ser
humano es, en un principio, igual y moldeable, y una buena persona puede
crearse mediante una intervención en su entorno, de ahí la fe de la generación
de mis padres en el estado, el sistema de educación y la política, de ahí su
ardiente deseo de desechar todo lo que había sido, y de ahí su nueva verdad,
que no se encontraba en el interior de la persona, en lo individual y único,
sino al contrario, en lo externo del ser humano, en lo colectivo y general.
Quien expresa esto con más claridad tal vez sea el autor Dag Solstad, que
siempre ha sido el cronógrafo de su época contemporánea, en el texto de 1969 en
el que se encuentra su famosa frase: «No queremos dar alas a la cafetera», lo
que significa: fuera lo espiritual, fuera lo entrañable, adelante un nuevo
materialismo. Ahora bien, el que esa misma postura pudiera estar detrás de la
demolición de viejos barrios, de la construcción de carreteras y aparcamientos,
a lo que se oponía la izquierda intelectual, claro está, no se les ocurrió
nunca, y tal vez no ha sido posible que se les haya ocurrido hasta ahora, en
que la relación entre la idea de la igualdad y el capitalismo, el estado del
bienestar y el liberalismo, el materialismo del marxismo y la sociedad
mercantil es ya obvia, porque el mayor creador de igualdad es el dinero, que
nivela todas las diferencias, y si tu carácter y tu suerte son magnitudes
mensurables, el dinero es el modelador más inmediato, y de esa manera surge el
fascinante fenómeno que consiste en que masas de personas aleguen su propia individualidad
y originalidad actuando idénticamente, mientras aquellos que antaño abrieron
esa puerta, defendiendo la igualdad, acentuando lo material y la fe en el
cambio, están ahora rabiando contra su propia obra, que consideran creada por
el enemigo. Pero, como ocurre con toda clase de razonamientos simples, éste
tampoco es del todo verdad, la vida no es una magnitud matemática, no tiene
ninguna teoría, sólo práctica, y aunque resulte tentador entender la
reorganización de la sociedad hecha por una generación basándose en su visión
de la relación entre herencia y ambiente, se trata de una tentación literaria y
consiste en el placer de especular, es decir, probar la idea a través de las
esferas más diversas de la actividad humana, más que en el placer de decir la
verdad. El cielo es bajo en los libros de Solstad, que son extremadamente
susceptibles a las corrientes de su época, desde el sentimiento de alienación
en la década de los sesenta, el culto de lo político a principios de los
setenta y luego, justo cuando empezaron a soplar los vientos, hasta el
distanciamiento a finales de esa misma década. Esta tendencia, que recuerda a
una veleta, no tiene por qué ser ni una fuerza ni una debilidad para una obra
literaria, sino simplemente una parte de su material, una parte de su
orientación, y en el caso de Solstad, lo esencial siempre se ha encontrado en
otra parte, es decir, en el lenguaje, que resplandece con su nueva elegancia
anticuada, e irradia ese brillo tan singular, inimitable y repleto de espiritualidad.
Ese lenguaje no se puede aprender, ese lenguaje no se puede comprar con dinero,
y precisamente en ello reside su valor. No es que nazcamos iguales y las
condiciones de vida hagan nuestras vidas diferentes, sino al revés, nacemos
diferentes y las condiciones de vida igualan nuestras vidas.
Limbo de Melania G. Mazzucco
ISBN 978-84-339-7890-5
PVP con IVA 22,90 €
Nº de páginas 496
Colección Panorama de
narrativas
Traducción Xavier González
Rovira
Manuela Paris, joven
suboficial del ejército italiano, regresa en navidades a su pueblo, Ladíspoli,
una pequeña ciudad de la costa romana. Gravemente herida en un atentado durante
una misión en Afganistán, vive en el limbo de una lenta recuperación, tanto
física como psicológica, a la espera de saber si volverá a ser declarada apta
para el servicio. Mientras tanto, restablece los vínculos con su familia: su
madre, su hermana, su sobrina, la segunda esposa de su padre, su hermanastro, reencontrándose
también con su propio pasado de adolescente problemática.
Al mismo tiempo, trata
de recuperar también la memoria de lo ocurrido en el frente de batalla,
escribiendo para sí misma los recuerdos de una experiencia doblemente insólita:
la de la mujer en un ambiente hostil de hombres, donde resulta muy difícil
ganarse el respeto, especialmente el de sus subordinados, y la de una europea
en un país que se resiste a ser comprendido desde nuestra perspectiva cultural
y cuya baza fundamental, el tiempo, es el principal enemigo de las tropas
occidentales.
Durante este largo
proceso de asimilación de su pasado y de su presente, encuentra a Mattia, el
misterioso y único huésped del Hotel Bellavista, que vive también en el limbo
de un secreto que se resiste a ser revelado y que puede explicar su negativa a
todo compromiso. Juntos, tal vez sean capaces de redimirse y de aceptar que la
vida merece ser vivida, con todas sus consecuencias.
La novela de Melania
Mazzucco, una estremecedora y emocionante historia épica de amor y de guerra,
de sacrificio y de compromiso, de muerte y supervivencia, narrada con su
habitual maestría, ha recibido, entre otros, los Premios Elsa Morante, Rhegium
Julii y Bottari Lattes Grinzane.
«Las novelas de Melania
Mazzucco son siempre algo distinto a su argumento. Son la vida misma» (A. Asor
Rosa, La Repubblica).
«Una gran novela
contemporánea. Una historia hermosa, creíble, realista y, al mismo tiempo,
imaginativa» (Wlodek Goldkorn, l’Espresso).
«Su Afganistán es más
auténtico y convincente que el de los reportajes: fascina y repele, se
convierte en un término de comparación ineludible, en un puñado de metáforas.
Son pocos los escritores italianos capaces de producir obras de un aliento tan
vasto y de tan alto peso específico. Una gran demostración de fuerza y de
madurez» (Ernesto Ferrero, La Stampa).
«Limbo es una fiesta de
los cinco sentidos: colores, olores, sonidos, sensaciones táctiles se
entrelazan con recuerdos y pensamientos con una naturalidad que se traduce,
obviamente, en un resultado artístico» (D. Giglioli, Corriere della Sera).
«Mazzucco vuelve con
una novela contemporánea, como era Un día perfecto. Pero si de ésta hereda su
cadencia de relojería, Limbo tiene una marcha más: es una novela cuyos
personajes amamos, resulta cálida, tiene corazón» (M. S. Palieri, l’Unità).
«No es una novela sobre
la guerra de Afganistán, o no sólo eso. Nos empuja a reflexionar sobre la
responsabilidad, sobre los desafíos que nos planteamos a nosotros mismos, sobre
las huellas que dejan en nosotros y en la más lábil que dejan fuera» (Paolo Di
Paolo, Il Sole 24 Ore).
Manuela
se acerca, rodea el escritorio, le tapa los ojos con las manos. Cuando Traian
se levanta para darle un abrazo, se da cuenta de que ahora ya es más alto que
ella. Por lo menos diez centímetros más que el año pasado. Algún grano en las
mejillas, la voz de adulto. Y los ojos de los Paris, azules como la flor del
lino. Quería haber ido a verte al hospital, se disculpa el hermano, pero mamá
no me dio permiso. Quedaba lejos, y además era complicado para mí recibir
visitas, dice ella, mejor así, Traian. No, protesta él, he pensado todo el
tiempo en ti. Manuela es su ídolo. A ella eso le gusta y al mismo tiempo le disgusta.
Nunca ha hecho nada para animarlo. No se considera un ejemplo y la devoción de
su hermanito la confunde. Le revuelve el pelo. Ven a la mesa, venga, no la
hagas esperar, tu madre ha hecho morcillas. Traian pone el ordenador en reposo,
y ella tiene tiempo para ver en el fondo de escritorio una foto que le envió
por e-mail desde Afganistán. Le satisface que haya sabido valorarla. En ella se
ve a una chiquilla de la edad de Traian que observa con una mirada dura y
resuelta al soldado que la está fotografiando. Parece estar preguntándole qué
hace ahí, en su pueblo, y también, no obstante, esperando, pretendiendo casi,
algo. La desilusión y la inocencia conviven en su mirada, y cuando Lorenzo –que
sacó la fotografía en el pueblo de Qal’a-i-Shakhrak, durante un reconocimiento
frente al edificio de la escuela en construcción– se la mostró, ella reconoció
algo familiar. Cuando la pantalla se apaga, Manuela siente –sin saber
explicárselo– un inesperado alivio.
La
tarde de Navidad, Teodora quiere ir al cine para ver una comedia, para echarse
unas risas. A la multisala del Parco Leonardo. Veinticuatro salas,
aparcamiento, tiendas, un sitio ultramoderno, que no parece estar en Fiumicino.
Manuela no se siente todavía capaz de estar entre la gente, podría entrarle una
crisis de ansiedad. Lo dice con naturalidad, y con naturalidad Teodora se
disculpa por no haberlo pensado, y se apresura a decirle que renuncia sin
problemas. Total, la película es una chorrada. Pero Manuela sabe que Teodora
quiere ir al cine para recordar a Tiberio Paris, porque ésa era una obstinada
costumbre suya, el único placer que se permitía. Su padre iba al cine sólo una
vez al año, y siempre el día de Navidad. Y Teodora no debe renunciar a ello
porque a los seis meses del atentado la hija del padre de su hijo todavía no
sea capaz de soportar la presencia de la multitud. No es justo. Se lo ruega,
insiste y al final Teodora Gogean sale ella sola, con el pelo reciente de
peluquería y el abrigo de piel ecológico, y se va a ver una comedia que ni siquiera
le gusta, pero que le habría gustado a Tiberio Paris, y es la única forma de
hacerle saber que lo quiso, y que todavía lo echa de menos.
Manuela
se queda jugando a la consola con Traian. El chico le concede la elección del
videojuego, como hacían los duelistas con las armas. Dudosa, examina las tapas,
en las que rugen supermachos de mandíbula cuadrada y armados hasta los dientes.
Los títulos, todos amenazadores, dicen: Assasin’s, Rage, Battlefield, Call of
Duty Modern Warfare, Medal of Honor. El hermano colecciona los juegos shoot ’em
up más feroces, en los que el jugador interpreta el papel del héroe que
extermina seres humanos uno tras otro, segándolos con la ametralladora,
desintegrándolos con un misil, aplastándolos con un tanque. La mayor parte
están ambientados en Irak y en Afganistán. El protagonista es un recluta o un
marine. Manuela piensa que la violencia ejerce una seducción nociva sobre su
hermano. Traian idolatra las armas. Teodora dice que navega por sitios de
extremistas fanáticos y que en una ocasión encargó un kaláshnikov por Internet.
Por suerte se trataba de una estafa y sólo perdió el dinero. Traian, dice
Manuela, me he enterado de que te han cateado, que estás repitiendo primero. La
profe me cogió manía, responde él, desganado, este año me encuentro bastante
mejor. ¿Ya haces los deberes?, le pregunta arrepintiéndose de inmediato porque
le parece que está haciéndole de madre. ¿Vendrás a ver la final del torneo?,
dice Traian, sacando un disco de su funda. Ya no soy suplente, he mandado al
titular al banquillo, vamos a ganar la copa, si marco te quiero dedicar el gol.
Ha elegido él, al final: Sniper. El objetivo del juego es llegar a ser un
tirador selecto. Manuela se repite que tendría que decirle a Teodora que
vigilara. Cada vez que lo ve, se encuentra a Traian más y más enganchado al
mundo digital, indiferente a todo cuanto ocurre a su alrededor. Pero nunca
consigue hacerlo porque en ese chiquillo prepotente y desorientado se ve a sí
misma.
A
los doce años era como una cerilla con las rodillas perennemente costrosas, el
pelo largo y asilvestrado, los ojos siempre escondidos tras el flequillo, las
uñas negras, la camiseta deshilachada, los calcetines sucios. También ella
vivía dos vidas. En la primera, era la hija de una obrera separada de su
marido. Mejor aún, abandonada por su marido: una chiquilla maleducada que
asistía de mala gana a la escuela primaria. Se preguntaba por qué razón tenía
que malgastar su tiempo haciendo ecuaciones y aprendiendo geometría cuando
también ella –como la banal chiquilla japonesa de los dibujos animados, que
descubría ser la guerrera Sailor Moon– podría descubrir que era capitana de un
puñado de soldados y guiarlos en heroicas expediciones. Durante las clases
volaba lejos de allí, garabateando en las libretas naves espaciales y cuchillas
giratorias, escondida tras la espalda escoliótica del compañero del pupitre de
delante. Nadie sabía qué maquinaba su cabeza. No le confiaba a nadie sus
fantasías ni sus sueños, ni siquiera a su abuelo, que se los hubiera respetado.
Al contrario, con el paso de los años, cuanto más necesarios se hacían para
ella, más los escondía y los disimulaba. Tenía miedo a que los demás se rieran
de ellos, o los denigraran. En su mundo, en su casa y en la escuela, las cosas
funcionaban así. Si a uno le importaba algo, los demás se empeñaban en
ridiculizarlo, en ensuciarlo, de todas las maneras posibles. Su madre lo hacía
para que aprendiera a defender sus propias ideas; los demás, sólo por
mezquindad: quien no tiene sueños envidia los de los demás.
La
profesora de lengua convocaba a su madre tres veces al año. Manuela es apática,
podría hacer mucho, es despierta e inteligente, pero no se aplica. Intente
estimularla. Es evidente que en casa no tiene muchos acicates. Su madre no era
de las que defienden a sus hijos contra el mundo entero a capa y espada.
Aceptaba los reproches, y salía de la visita mortificada. Con la sensación de
tener algo de culpa en los decepcionantes resultados académicos de su hija
pequeña, aunque no sabría identificar en qué consistía. Se mataba a trabajar
para darles a ella y a Vanessa una vida decente, y lo conseguía. No les había
privado de nada, aparte, tal vez, de su compañía: nunca estaba en casa. Todo se
resolvía al final con una discusión en la mesa de la cocina, mientras la cena
se enfriaba en los platos, en exhortaciones y apremios que Manuela escuchaba
resoplando. No le importaba nada de nada. Era una vida aparente, ella no estaba
allí.
Una casa de tierra de Woody Guthrie
ISBN 978-84-339-7888-2
PVP con IVA 18,90 €
Nº de páginas 272
Colección Panorama de
narrativas
Traducción Jesús Zulaika
Una casa de tierra, la
única novela de Woody Guthrie, concluida en 1947 e inédita hasta el momento, es
un crudo retrato del «Dust Bowl» norteamericano que, con sus tormentas de arena
y su pertinaz sequía, agravó los devastadores efectos de la Gran Depresión de
los años treinta. Con el lirismo y la autenticidad de las canciones del genial
trovador folk, narra la historia de Tike y Ella May Hamlin, atrapados en unas
condiciones económicas muy penosas, incapaces de pagar sus facturas o de ganar
poco más que un dinero de subsistencia. Marido y esposa viven en una precaria
chabola de madera en las áridas tierras de una granja de Texas y, como tantas
otras parejas, sueñan con una vida mejor y buscan el amor y el sentido en un
mundo corrupto. Tike anhela sobre todo una casa sólida que los proteja de los
traicioneros elementos y, gracias a un folleto publicado por el Departamento de
Agricultura del gobierno, aprende cómo construir una sencilla vivienda de
adobe, edificada con sus propias manos y a prueba de fuego, de viento y de
sequía. Una casa de tierra. Sin embargo, los campos en los que Tike y Ella May
viven y trabajan no son suyos y debido a fuerzas que escapan por completo a su
control, como los conglomerados de rancheros y los bancos, esa casa de adobe
quedará dolorosamente lejos de su alcance.
Una casa de tierra, con
su realismo rural y su activismo progresista, constituye en buena medida una
pieza pareja a «This Land Is Your Land», el himno folk compuesto por Woody
Guthrie. Es también una conmovedora evocación de Estados Unidos por uno de sus
grandes artistas, un relato sobre la adversidad y la esperanza con el trasfondo
de un paisaje natural y social devastado, en el que se aúnan la urgencia moral
de John Steinbeck y la franqueza erótica de D. H. Lawrence.
«Woody Guthrie perdura
como el alma de la cultura folk norteamericana del siglo XX. Su música es la
tierra. Sus palabras –letras de canciones, memorias, ensayos y, ahora,
narrativa– son los ladrillos de adobe. Es un hombre del pueblo, por el pueblo,
para el pueblo» (Douglas Brinkley y Johnny Depp).
«Todo en Una casa de
tierra –la vida, el sexo, la naturaleza, la vivienda– brota de la tierra. Es un
libro que sólo podía escribir alguien con talento: un buen oído para los
diálogos, una profunda empatía, una aguda capacidad de observación y lirismo en
el manejo de las palabras. Párrafo tras párrafo se construye a la manera de las
baladas épicas que le valieron la fama a Guthrie» (Mark Caro, Chicago Tribune).
«Guthrie se describía a
sí mismo como una “máquina de esperanza”. Cuando soñaba, soñaba con fuerza, y
así les ocurre también a los protagonistas de su novela, Tike y Ella May
Hamlin, unos aparceros que viven acosados por las tormentas de arena, la sequía
y las deudas y mantienen alta la moral con grandes esperanzas, animadas
conversaciones y mucho sexo» (Michel Faber, The Guardian).
«Victor Hugo anunció en
su ensayo sobre Shakespeare: “Él es la tierra.” Guthrie igualmente:
quintaesencia del polvo» (Ian Sansom, London Review of Books).
Fue
la desesperación lo que primero llevó a Guthrie a la desolada Pampa. Nació el
14 de julio de 1912 en Okemah, Oklahoma, pero en 1927, tras el ingreso de su
madre (aquejada de lo que hoy se diagnosticaría como enfermedad de Huntington)
en el Central State Hospital para enfermos mentales de Norman, su padre se
trasladó al panhandle de Texas. En la
década de 1920, no sólo se agostaban las mieses en los campos de Oklahoma, sino
que también se secaban los pozos de petróleo. La tragedia parecía perseguir
como un nubarrón al joven Woody: su hermana mayor Clara murió en un incendio en
1919; una década después la Gran Depresión golpeó duramente las Grandes
Llanuras, y trajo consigo la pobreza generalizada y toda clase de conmociones.
En 1929, después de una existencia adolescente bastante modesta en Oklahoma,
Woody decidió reunirse con su padre en Pampa, una remota población del
panhandle de Texas habitada mayormente por vaqueros, comerciantes, jornaleros
itinerantes y granjeros. El autodidacta Woody, que había dado en ganarse la
vida tocando la guitarra y la armónica, se casó con una chica de Pampa, Mary
Jennings, hermana menor de su amigo músico Matt Jennings. Tendrían tres hijos.
El descubrimiento de un campo petrolífero a mediados de la década de 1920
convirtió de improviso a Pampa en una ciudad próspera. Los Guthrie regentaban
una casa de huéspedes, con la esperanza de sacar provecho de tal prosperidad.
Temperamentalmente
incompatible con un trabajo de sol a sol, Woody, un hombre delgado de menos de
sesenta kilos, tocaba una bonita mandolina por unas monedas o unos sándwiches
en cualquier oscuro tugurio con máquina de música, salón de baile, cantina,
taberna y tequilería de Amarillo a
Tucumcari. De mentalidad progresista e izquierdista, Guthrie estaba decidido a
no permitir que la pobreza lo abatiera. Se consideraba a sí mismo alguien de
discurso claro, abogado de la verdad y del amor, a la manera de Will Rogers.
Con la cabeza ladeada y alzando la barbilla, encarnaba al genuino trotamundos
del oeste texano que se lamentaba de cuán mísera era la vida de los pobres. Se
convirtió en un cantor portavoz de los empobrecidos, de los asediados por las
deudas, de los condenados al ostracismo social. El absurdo humorístico, sin
embargo, imbuía todo aquello que Guthrie hacía. «Tocábamos en rodeos,
centenarios, verbenas, desfiles, ferias, fiestas disolutas.» Guthrie recuerda:
«... y tocábamos varios días y noches a la semana sólo por el placer de oír
cómo retumbaba el suelo de tablas con el bramido de nuestras guitarras al viento.»
Decidido
a ser un buen padre para su primera hija, Gwendolyn, Guthrie trató de ganarse
la vida honradamente en Pampa. Pero llevaba una vida agitada y se quedó sin un
centavo. Para ganar un dinero extra, pintaba carteles para C and C Market.
Cuando no tocaba o dibujaba se refugiaba en la Biblioteca Pública de Pampa; la
bibliotecaria decía que Guthrie tenía un apetito voraz de libros. Ávido de
abordar los interrogantes más grandes de la vida, entró en la Iglesia baptista,
estudió la curación por la fe y la adivinación del futuro, leyó tratados de los
rosacruces y se interesó por la filosofía oriental. Abrió un gabinete de
vidente con la esperanza de ayudar a sus convecinos en sus problemas
personales. Quería ser un cumplidor de sueños. Su música, basada en su
dedicación a la mejora de las vidas de los oprimidos, era a veces emitida los
fines de semana desde una emisora de radio minúscula de Pampa. Según su estado
de ánimo del momento, podía ser un comediante pedestre o un profundo filósofo
popular de las ondas. Pero siempre era puro Woody Guthrie.
Sus
vagabundeos por Texas le llevaron hacia el sur, hasta la cuenca permiana, al
este de la zona Houston-Galveston, y luego más al norte, a través del valle de
Brazos, hasta las llanuras centrales del norte, y de vuelta a los campos
petrolíferos de los alrededores de Pampa. Siempre del lado de los perdedores,
el alma libre de Guthrie vivía en campamentos de vagabundos, y empleaba sus
exiguos ingresos en invitarles a comer o en agasajarles. Se sentía orgulloso de
pertenecer a los oprimidos de la zona sur. Su corazón se henchía con su nueva
conciencia social:
If
I was President Roosevelt
I’d
make groceries free–
I’d
give away new Stetson hats,
And
let the whiskey be.
I’d
pass out suits of clothing
At
least three times a week–
And
shoot the first big oil man
That
killed the fishing creek.
Fue
en la época en que vagó por México tocando en la calle cuando tomó cuerpo en
Guthrie la buena nueva del adobe. En diciembre de 1936, diecinueve meses
después del Domingo Negro en que la tormenta de arena aterrorizase el panhandle
de Texas, Guthrie tuvo una revelación. En Santa Fe visitó el pueblo de Nambé,
situado en las afueras de la ciudad. Los muros de adobe manchados de barro le
fascinaron (como habían fascinado a D. H. Lawrence y a Georgia O’Keeffe). Las
haciendas de adobe tenían recios canalones de madera y ladrillos de arcilla y
paja, sencillos pero perfectamente impermeables, a diferencia de la mayoría de
las casas de sus amigos en Texas, que estaban pobremente construidas con madera
de desecho y clavos baratos. Aquellas casas de adobe de Nuevo México, con sus
ladrillos de barro (de veinticinco centímetros de ancho, treinta y cinco de
largo y diez de grueso), secados al sol –comprendió Guthrie–, estaban hechas
para durar mucho, mucho tiempo.
El
adobe era uno de los primeros materiales de construcción utilizados por el
hombre. Guthrie creía que Jesucristo –su salvador– había nacido en un pesebre
de adobe. Tales estructuras parecían representar a la propia Madre Tierra. Si
la gente de ciudades como Pampa quería sobrevivir a las tormentas de arena y a
las tempestades de nieve –decidió Guthrie–, tendría que construir casas estilo
Nambé capaces de seguir en pie y firmes hasta el Segundo Advenimiento. En Nuevo
México, con un celo casi religioso, se puso a pintar casas de adobe de «aire
abierto, arcilla y cielo». Una tarde, frente al Art Museum de Santa Fe, una
anciana le dijo a Guthrie: «El mundo está hecho de adobe.» El comentario de la
mujer lo dejó paralizado, pero se las arregló para asentir con la cabeza al
tiempo que respondía: «Lo mismo que el hombre.»
El ojo en la nuca de Ilan Stavans y Juan Villoro
ISBN 978-84-339-9775-3
PVP con IVA 15,90 €
Nº de páginas 176
Colección Narrativas
hispánicas
En tiempos de las redes
sociales la conversación es un arte en decadencia. Se trata de una pérdida
significativa. Para Borges, la cultura se originó gracias a «unos cuantos
griegos conversadores». Quien dialoga se sirve de la inteligencia en forma
libre y gratuita; aplaza las certezas, las opiniones definitivas, la voluntad
de tener razón, y descubre con asombro ideas propias. A contrapelo de la
celeridad contemporánea, Stavans y Villoro se han servido de internet para
dialogar dilatadamente, como lo hubieran hecho en un café, explorando su pasión
común por la literatura y las circunstancias en que ocurre. El ojo en la nuca es
una conversación en tono suelto, atrevido, que incluye las hipótesis, las
confesiones, los desahogos, las bromas, las anécdotas y las interpretaciones
que no siempre llegan a la versión definitiva de los textos pero los sustentan
en secreto. En este singular y fascinante intercambio de perspectivas, el ojo
sólo podía estar en la nuca.
IS:
Me inspira la idea de los libros agotados: agotados porque ya no tienen nuevas
ediciones, porque la imprenta ya no los espera y los lectores no los buscan, no
los necesitan; pero agotados también porque están cansados, porque han cargado
con la atención del presente y ahora su lugar es el margen, la orilla, el
olvido. ¿Qué es el olvido? La palabra me inquieta desde niño. El olvido es lo
que no contemplamos, lo que la memoria no abarca, lo que dejamos de lado. Pero
el olvido no es la muerte. De la muerte no regresa nadie y del olvido sí. El
anaquel de libros olvidados siempre me llama la atención. Busco en él los clásicos
perdidos, los volúmenes que ha ido descartando el tiempo. Basta que alguien
–yo, tú, quien sea– los recuerde para que renazcan, para que tengan pulso, para
que recobren vida. ¿Qué habría pasado si
Moby Dick hubiera sido delegada al olvido, en donde estaba cuando
Melville murió en 1891? No tendríamos ante nosotros la mejor novela
latinoamericana escrita por un norteamericano. ¿Qué habría pasado si Borges no
hubiera recobrado a Evaristo Carriego, Philip Roth a Bruno Schulz, Virginia
Woolf a la hermana secreta de Shakespeare? La literatura carecería de
sorpresas. El canon que recibimos de la generación sería el mismo canon que
dejaríamos a la que nos sigue. El olvido es el lugar donde los libros agotados
hablan entre sí.
Por
la misma razón, me inquieta igualmente esa otra imagen que presentaste: la de
los objetos perdidos y el contraste que hiciste entre las dos culturas. Si
están perdidos, no tendrían que estar allí. Mejor sería llamarlos Objetos
Encontrados. Pero nombrarlos de esa manera sería un error porque no es sino
hasta que el dueño original regresa a ellos que en realidad han sido hallados.
De ahí que el estatus en el que se encuentren sea una especie de limbo: ya no
están perdidos porque alguien los puso en ese sitio privilegiado en el que la redención
es posible; pero la redención todavía no se lleva a cabo porque nadie los ha
reclamado. Y aquí quiero hacerte una confesión, Juan: ese limbo es donde yo me
siento más cómodo. Por artificios del destino, nací en México. Mis ancestros
son inmigrantes y algunos de ellos llegaron a México por casualidad. Décadas
después, yo mismo abandoné México. Viví primero en el Medio Oriente, luego en
España y en otros sitios. Finalmente me asenté en los Estados Unidos. Pero mis
raíces son livianas: ni soy mexicano del todo, ni norteamericano, ni ninguna
otra cosa. Un objeto perdido que aguarda en el anaquel. ¿A quién o qué? No lo
sé.
En
fin, como aperitivo, quiero decirte que en los últimos años he mantenido
diálogos con periodistas, filósofos, traductores, directores teatrales y
poetas. Hay algo en la conversación que me encanta. No sé quién fue quien dijo
que la única patria del escritor es su idioma. Yo tengo varias patrias: el
español, el inglés, el ídish, el hebreo... Esas conversaciones a que me refiero
se han efectuado en la lengua que me une al interlocutor. No hablo de la
entrevista como tal, que me parece mecánica. Me refiero al diálogo no en el
sentido socrático porque estos encuentros no buscan hallar una verdad absoluta,
suprema, incuestionable sino que su meta es el diálogo juguetón, desenfadado.
Sobra decir que hay mucho en él de literario. El placer de la conversación,
para mí, es que empieza en cualquier parte y termina en el mismo sitio. Es
decir, lo que importa no es la meta sino el viaje.
JV:
Uno de los mejores conversadores que conocí fue Alejandro Rossi. Dedicaba horas
al tema y su mayor virtud era que sabía escuchar. El profeta monologante puede
asombrar o abrumar, pero no conversa. Es como un tenista que quiere ganar el
partido con un saque tras otro.
Borges
dice que toda la cultura proviene de un peculiar invento griego: la
conversación. De pronto, un grupo de hombres decidieron algo extraño:
intercambiar palabras sin rumbo fijo, aceptar las curiosidades y opiniones del
otro, aplazar certezas, admitir dudas. De ahí proviene todo lo demás. Esto se
ha debilitado con Internet, Twitter y Facebook, ya es un lugar común decirlo, y
sin duda faltan lugares de reunión para hablar sin metas. Por eso celebro este
diálogo, sólo lamento que entre tus palabras y las mías no se levante el humo
de una taza de café.
IS:
Quevedo se quejó de los prólogos largos. En general, los prólogos son no sólo
innecesarios sino tediosos. Los libros que saben develar sus verdades no tienen
por qué prefigurarlas. No quiero que este prólogo sea latoso. Para evitarlo,
permite que te pida un favor: ¿podrías describir tu cara?
El pudor del pornógrafo de Alan Pauls
ISBN 978-84-339-9776-0
PVP con IVA 14,90 €
Nº de páginas 160
Colección Narrativas
hispánicas
Recluido en un
apartamento, un pornógrafo responde las cartas que hombres y mujeres, devorados
por la pasión, le escriben. Él es, o debería ser, aquel que los guíe en un
laberinto hecho de vértigo y lujuria. Para rescatarlos o darles un sentido. Es
un oficio extenuante, de raíz kafkiana, que apenas le permite unas horas de
sueño y lo consume emocionalmente. Sólo tiene un respiro: observar desde el
balcón a su amada Úrsula, que en contados momentos del día aparece en un
parque, siempre en el mismo lugar, siempre el mismo consuelo.
Pero ella decide
cambiar las reglas de la relación. Ya no más visual, sino epistolar. El
pornógrafo por primera vez recibe y escribe cartas de amor. Un mensajero las
lleva y las trae, con una urgencia creciente. La medida del tiempo pasa a ser
leer a Úrsula y escribirle. En su torre de marfil del deseo, el pornógrafo
descubre que su antigua vida se agota, y apenas llega a vislumbrar la que
viene. Una felicidad tortuosa está al alcance de la mano, y sin embargo se
evade. ¿Ansía el encuentro con la amada o sólo sus cartas? ¿Quién es ese
mensajero, que se presenta con un antifaz y es tan íntimo de su dama? Mientras
la incertidumbre lo paraliza, una nueva visión, la definitiva, se urde a sus
espaldas.
El pudor del pornógrafo
es una soberbia novela sobre las paradojas y las obsesiones que puede disparar
el amor. Es el relato de una relación fantasmal y de una pasión real. A treinta
años de su publicación, y acompañado de un posfacio inédito escrito por el
autor para esta edición, el primer libro de Alan Pauls es también un mapa en
clave, y no siempre en clave, de la prosa y de los temas que su literatura ha
expandido.
«Alan Pauls es uno de
los mejores escritores latinoamericanos vivos y somos muy pocos los que
disfrutamos con ello y nos damos cuenta» (Roberto Bolaño).
«Cómo no reconocer el
placer en un texto que contempla tan minuciosamente nuestra condición y sabe
hacer del escribir su intriga y su acontecimiento» (Luis Chitarroni).
Recibí
tu imprevista carta, Úrsula, hace unos pocos minutos, tiempo necesario para
sobreponerme a la sorpresa y al cabo del cual ya estaba sentado escribiéndote
la respuesta. No tienes ya nada que temer, amor: tus líneas se hallan en mi poder,
tu carta no se ha extraviado, y yo celebro el feliz momento en que se te
ocurrió escribirme. «Para sustituir la espera», me escribes; pero ¿por qué
recurres a una justificación que yo sería incapaz de pedirte? No tengo nada que
preguntarte acerca de tu decisión, nada acerca de las razones que te han
estimulado a adoptarla; pero ya que tú me las comunicas, ¿qué me queda a mí
sino aplaudirlas? El tiempo que tú permanecías en el parque, a la espera de mis
noticias (a menudo tan penosamente enviadas que tú no alcanzabas a
entenderlas), era un tiempo perdido, y no veo cuál pueda ser la objeción al
hecho de que tú hayas resuelto abandonar ese precario modo de ponernos «en
contacto».
¡Enhorabuena,
Úrsula! Pues tu carta ha caído sobre mí como desde las nubes (yo no la
esperaba: espero diariamente otro tipo de cartas, que son las que nos obligaron
a suspender nuestros encuentros), cuando ya comenzaba a inquietarme el destino
de nuestra ligazón. Fue como si tú hubieses captado el deseo que en mí
comenzaba a despertarse, y, apenas convocado, reclamaba urgente satisfacción. Y
tanto el tono como el contenido, Úrsula, le otorgan a tu carta el valor de
preámbulo para una ulterior correspondencia que tal vez estreche aún más
nuestro vínculo. Entre tú y yo, una puerta comienza a abrirse, o al menos ambos
tenemos la mano sobre el picaporte. Y qué nos sea dado descubrir del otro lado,
eso dependerá del curso que siga nuestro intercambio. Todo lo que sé, Úrsula,
es que habiendo puesto repentino fin a esas «sesiones de contemplación mutua» a
través de las cuales uno pretendía saber todo del otro, se había vuelto para mí
imperiosa la necesidad de encontrar el modo que nos permitiera introducirnos,
por así decir, uno en el otro. Y ese camino, tú lo has hallado y me lo propones
para que yo también tome cartas en el asunto. Inmejorable camino, Úrsula, que
sin embargo no creo poder recorrer sin tropezar, aquí y allá, con ciertos escollos.
Como tú sabes, con mi «trabajo» tengo ya suficiente correspondencia para leer y
contestar. (¡Oh, no! No lo dije para que te enfadases, mi amor, mi ausente,
sino para confiarte con toda franqueza las penurias de mi situación, de la que
tú no tienes por qué participar, pero sí estar al tanto. ¿Me prometes no
ofuscarte? Debería haber algún modo de poder tachar lo que uno ha escrito sin
que el otro lo advierta.) Comprenderás entonces que frente a tus envíos yo
habré de tomar una serie de medidas a fin de que no se mezclen con los otros,
de los que temo la contaminación. Además, acostumbrado ya a contestar ese tipo
de cartas, me atormenta la idea de que ante las tuyas no sepa ya qué decir
(¡porque es tanto!). Adivino que no lograré transcribir con fluidez nada de lo
que previamente componga dentro de un orden. Es cierto que mi memoria es débil,
pero incluso la mejor de las memorias sería incapaz de ayudarme a transcribir
con exactitud un párrafo, por pequeño que sea, pensado y retenido de antemano,
pues dentro de cada frase hay transiciones que deben permanecer en suspenso con
anterioridad a su redacción. Cuando me siente luego, con el objeto de escribir
la retenida frase, no veré sino fragmentos que estarán allí, y que no lograré
atravesar ni sobrepasar con la mirada. Si siguiera el dictado de mi indolencia
no haría otra cosa que tirar la pluma. ¡Y yo, Úrsula, si hay algo que quiero
–ahora que es el momento de enunciar nuestros deseos–, es que tú no pierdas
nada, ni el trozo más insignificante de lo que tengo para decirte!
Además:
si por una parte te he tranquilizado asegurándote que tu carta ha llegado, por
otra parte habré de confesarte que tus preocupaciones no carecen de fundamento.
Por lo tanto, si realmente está en nuestro deseo el llevar adelante esta «correspondencia»
(¡qué extraña me suena esa palabra: como de otra época!), nos aseguraremos de
que cada carta goce de todas las medidas de seguridad con que seamos capaces de
preservarla; aunque ¿qué mejor garantía que entregártela a ti personalmente, verdad?
Pero si así fuera, si a mí nada me apartase de nosotros, entonces ¿qué
necesidad habría de escribirnos? Te confieso lo que yo haría si fuese el
cartero: si yo fuese el cartero encargado de llevar esta carta a tu casa, no
dejaría que nadie me cortara el paso, que nada me impidiera atravesar en línea
recta todas las habitaciones hasta llegar a ti y depositar la carta en tu
propia mano. ¡En tu propia mano! Pero debes saber, Úrsula, que pese a todos los
«inconvenientes» que te he citado, pese a los temores que me asaltan, ardo en
deseos de abrir esa puerta en cuya cerradura juntos la llave hemos introducido;
puerta detrás de la cual encontraremos lo que uno desea para el otro y para
ambos: ¿la felicidad?
Bien,
amor, el tiempo apremia. Debo volver a mis «otras» cartas, aunque todo mi deseo
me arrastre hacia la tuya, sobre la que en este instante pongo mi mano para
sentir que la poseo.
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