Cuadernos de
guerra [1914-1918] de Louis Barthas
664 páginas
21,5 x 14 cm.
Voces/ Ensayo • 198
ISBN: 978-84-8393-157-8
Fotos B/N
24,05 / 25 €
Barthas, tonelero,
sindicalista y cabo de infantería del ejército francés, acudió a las trincheras
en septiembre de 1914 y terminó siendo testigo de un conflicto que consolidó su
convicción más antibelicista. Todas las vivencias quedaron recogidas en un
diario que le acompañó durante cuatro años de horror. Un testimonio único e
irrepetible que, por su contundencia, marcó una fecha en la historiografía de
la Primera Guerra Mundial.
Los Cuadernos de guerra
de Barthas son considerados, hoy en día, un clásico de la contienda europea y
de cómo la guerra destruye “todo en el hombre, convertido bajo su uniforme en
un ser anónimo”; unos hombres que “esperaban de día la noche, esperaban de
noche el día, esperaban todo el tiempo la muerte”.
“Quién sabe, tal vez un
día en este rincón de Artois se alzará un monumento que conmemore ese arrebato
de fraternidad entre unos hombres que sentían horror por la guerra y a quienes
obligaban a matarse contra su voluntad”, Louis Barthas.
Una
tarde muy calurosa de agosto. Las calles del pueblo casi desiertas y, de
pronto, un redoble de tambor: es, sin dudas, un vendedor ambulante que
desempaca en la plaza o quizá unos acróbatas que anuncian así cierta función
nocturna.
Pero
no, no es nada de eso porque, apenas se acalla el tambor, llega la voz del ujier
o «comisario», como llaman a este único representante de la autoridad comunal.
Aguzamos
los oídos esperando la lectura de un decreto sobre la rabia canina o sobre el
aseo en las calles.
El
hombre, sin embargo, anuncia el más terrible cataclismo que haya afligido a la
humanidad desde el diluvio universal; anuncia el más grande de los flagelos, el
que engendra todos los males: la movilización general, el preludio a la guerra,
la guerra maldita, infame, indecorosa para nuestro siglo, la guerra que ha de
marchitar a nuestra civilización, de la cual por entonces nos sentíamos muy
orgullosos.
El
anuncio, para mi estupor, suscitó más entusiasmo que desolación. Las personas
más inconscientes parecían orgullosas de vivir un momento en el que se
produciría algo importante, formidable. Hasta los menos entusiastas no dudaron
un solo instante de que se obtendría una victoria inmediata, arrolladora.
¿Austria
no iba a desmembrarse con el primer impacto de los rusos?
En
cuanto a Alemania, ¿no acabaría triturada entre Francia y Rusia, como una nuez entre
las pinzas de un tornillo gigantesco?
Cada
cual preparó con fervor su partida, como si realmente temiera llegar tarde, después
de la victoria; poco faltó para que algunos se marchasen antes del día
estipulado.
Se
veían por entonces cosas muy extraordinarias: hermanos irreconciliables que se
reconciliaban; suegras que la mismísima víspera se hubiesen abofeteado o
arrancado los pelos con sus yernos o con sus nueras, pero que ahora
intercambiaban con ellos pacíficos besos; vecinos que se llevaban mal y
retomaban sus lazos amistosos.
Ya
no hubo más adversarios políticos ni insultos ni injurias ni odios. Todo quedó
muy pronto olvidado, zanjado. El primer efecto de la guerra consistía en obrar
un milagro: el de la paz, la concordia y la reconciliación entre personas que se
aborrecían.
¿Tamaña
fraternidad sería duradera? Solamente el futuro podría decirlo.
El
4 de agosto, el tercer día después del anuncio de la movilización, más o menos
la mitad de los hombres movilizados del pueblo se dirigió a la estación en
compañía de casi todos los habitantes.
El
mundo entero hacía gala de coraje, verdadero o falso. Solamente dos mujeres, con
los nervios muy sensibles, se desmayaron al ver cómo se alejaban sus hijos o
sus maridos.
En
ese preciso instante, yo me encontraba apenas recuperado de una seria
enfermedad, una erisipela facial que había consumido la totalidad de mis fuerzas.
El 4 de agosto, fecha fijada para mi partida, a duras penas podía caminar en mi
habitación. ¡Lejos me hallaba de ser apto para marchar hasta Berlín!
Prevenidos
de mi imposibilidad, los gendarmes no quisieron saber nada: yo debía partir de
igual modo que los demás; ya no era dueño de mí mismo pues pertenecía a la Patria,
como un alma condenada pertenece al Diablo.
Mi
familia se alarmó y mis adversarios políticos, que detentaban la autoridad municipal,
olvidaron que yo había hecho lo imposible por arrebatarles el poder y se
esmeraron en sacarme de ese atolladero. Uno de ellos invitó a subir a mi padre
en su coche y fue en busca del prefecto de Aude, quien gestionó por teléfono y
lleno de dudas la piedad del comandante a cargo de mi reclutamiento. El
comandante respondió que yo debía incorporarme cuanto antes.
Pocos
días después, como me sentía con fuerzas para emprender el viaje, me dirigí a
Narbona con el propósito de unirme al 125.º regimiento de reserva, instalado en
un antiguo convento capuchino. Sus monjes, años atrás, habían sido enviados a
cantar homilías por toda España.
Colmaba
Narbona un barullo de soldados vestidos mitad de civil y mitad de militar. Ya
nadie sabía dónde meter a esa multitud que acudía con una puntualidad que era
desconcertante incluso para las autoridades militares, que habían esperado
cientos de rebeldes y desertores. Pero no, todos parecían dócilmente felices de
ponerle un cepo a su propia libertad, de postrarse bajo el yugo militarista.
Los reflejos y la escarcha de
Ignacio Padilla
136 páginas
24 x 15 cm
Voces/ Literatura • 178
ISBN: 978-968-86-79-31-9
13,46 / 16 €
Reflejo: adj. Que
ha sido reflejado. // 2. Fig. Aplícase al conocimiento o consideración que
se forma de una cosa para reconocerla mejor. // 3. Fisiol. Dícese del
movimiento, secreción, sentimiento, etc., que se produce involuntariamente como
respuesta a un estímulo.
Hermanos, cofrades,
camaradas. Hermanos atormentados y repudiados por sus hermanos. Compañeros de
armas y sediciones traicionados por su siglo. Hermanos incestuosos, derruidos,
violentados por el amor o el resentimiento. Familias artificiales e inevitables
exiliadas a la solidaridad por catástrofes propias o ajenas. Impostores y
dobles de sus propias fantasmagorías. Fratricidas sin arrepentimiento ni
redención. Desde los hermanos que lucraron con un pollo decapitado hasta los
sobrevivientes de una batalla plagada de secretos oprobiosos, entre los
círculos del infierno y las células terroristas, Los reflejos y la escarcha
acuchilla y desnuda los mitos de la fraternidad entre los hombres desde el
instante mismo en que Caín asesinó a Abel.
De Ignacio Padilla se
ha escrito: “Ignacio Padilla representa la continuidad y el refortalecimiento
de la literatura en nuestro país. Dice lo que no puede decirse de ninguna otra
manera: las razones del corazón y de la cabeza que la cabeza y el corazón
ignoran. Es la lección permanente de Pascal y nadie la ha entendido mejor que
Ignacio Padilla”, Carlos Fuentes; “Un autor de dotes excepcionales”,
Barry Unsworth, The New York Times Book Review.
La
primera noche se desvelaron elucubrando dónde estaría ahora su padre.
Recostados en el mismo cuarto donde antes había estado su litera, jugaron a
adivinar en qué abismo se habría perdido aquel hombre alguna vez benévolo, o
qué lugar último de la memoria lo habría engullido después de su partida
intempestiva, una mañana remota que ellos recordaban hoy con un culpable sentimiento
de alivio, el mismo que fingieron no sentir aquella vez, cuando su madre,
confundida y deshecha, les avisó de que su marido se había ido para siempre. Ese
día ninguno de los dos preguntó nada. Escucharon a la madre procurando no
mostrar que sabían perfectamente por qué su padre se había marchado. Como
sabían también el motivo por el cual, algunos meses antes, el hombre había
perdido el entusiasmo por llevarles a la casa de la playa. En aquel lapso su
madre no cejó de preguntar las razones para que la familia no volviese al
plácido lugar que tanto les había costado adquirir y mantener. Lo preguntaba a
todas horas, pero su marido replicaba sólo con afirmaciones vagas y
postergaciones mientras evitaba mirar la cara resignada de sus hijos, ahora
transformados en dos espigados adolescentes que no sumarían fuerzas con su
madre. De común acuerdo se inventaban tareas escolares y distracciones urbanas para
no volver a la playa, se sumaban a la reticencia del padre aunque extrañaran de
veras la arena menuda, la crecida nocturna de la marea, el naufragio de las
tortugas en una rada que tuvieron siempre reservada para ellos y su padre.
Cuando
llegaban las tortugas, padre e hijos se levantaban al alba. La madre,
declaradamente inepta para andar por esos roquedales del demonio, apenas los sentía
desperezarse, desayunar cualquier cosa, salir de puntillas por la puerta trasera.
Caminaban primero un buen trecho hasta que la arena terminaba abruptamente en
un bastión de rocas que ellos escalaban con la agilidad de exploradores a punto
de descubrir un nuevo océano. Bajaban después surcando charcas pobladas de organismos
diminutos que el padre les señalaba con su sabiduría de biólogo aficionado. Una
a una les explicaba las funciones de aquella fauna insólita, les recitaba sus nombres
técnicos, organizaba para sus hijos aquel universo niño mientras ellos tenían
la sensación de estar asistiendo al nacimiento del universo, al arranque de una
pléyade de organismos de los que su padre era amo y señor. En menos de una hora
podían recorrer la historia íntegra del planeta, asistir a la agitación de
seres frágiles y tenaces que huían unos de otros, reproduciéndose y devorándose
en el desorden aparente de la charca, un desorden que sin embargo anunciaba la
concatenación misteriosa y exacta de la vida.
Ya
en la rada se encontraban de frente con las tortugas, y al verlas les parecía
que habían dado un salto prodigioso de una era geológica a otra. Era como si
los organismos de las charcas hubiesen crecido en una fracción de segundo y
ahora estuviesen allí, desovando con la lentitud desconcertada del quelonio.
Había que ver a aquellos bichos recluidos en caparazones que metros atrás
habían sido apenas costras raquíticas. Ante esos castillos palpitantes los
niños se sentían más desnudos que nunca. Sólo verlos apretaban la mano del
padre, arrobados, un poco temerosos, y se dejaban arrullar de nuevo por la voz
paterna que volvía a nombrarlo todo para ellos, esa voz acogedora que al
renombrarles el mundo los envolvía en el huevo de una inocencia que prometía
durar para siempre.
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