El fragor del día de Elizabeth Bowen
ISBN: 978-84-15130-37-6
Encuad: Rústica
Formato: 14 x 21 cm
Páginas: 352
PVP: 22,70 €
Elizabeth Bowen está
considerada una de las mejores escritoras en lengua inglesa del siglo XX y la
figura clave que pone en contacto la literatura de Virginia Woolf con la
generación de escritoras de ideas de los sesenta y setenta (Murdoch, Spark o
Byatt). El fragor del día (1948), inédita en castellano, es quizá una de las
más vibrantes novelas sobre el Londres asediado por las bombas y la pobreza
durante el Blitz.
Novela de personajes, de atmósferas, tremendamente vívida,
narra la historia de Stella Rodney, que ha decidido no abandonar Londres cuando
todos los demás se han marchado huyendo de una muerte posible. Para Stella, la
sensación imperante de catástrofe se vuelve personal cuando descubre que el
hombre a quien ama, Robert Kelway, es sospechoso de vender secretos a los
alemanes y que el hombre que lo persigue, Harrison, quiere que sea ella quien
pague el precio por su silencio. Atrapada entre dos corrientes, Stella ve su
mundo derrumbarse.
La
muchacha llevaba un abrigo de piel de camello, de imitación; con el frío del
atardecer se había subido el cuello del abrigo y se tapaba las piernas
cruzadas. Tenía una mano hundida en el bolsillo; la otra, que sujetaba el
programa por una esquina sobre su regazo, tenía un nudillo lastimado; de vez en
cuando frotaba el papel amarillo con las yemas del pulgar y el índice. Los
zapatos blancos y marrones, bastante bonitos, habían caminado mucho y ya
estaban deformados; en el empeine desnudo se le notaban las venas, y el
abundante y ligero vello de sus piernas sin medias probaba que nunca se las
había frotado con piedra pómez ni se las había afeitado. En su manera de
sentarse, y en la medida en que su manera de sentarse dejaba entrever la figura
de su cuerpo, había en ella una especie de vigor preadolescente, algo torpe aunque
no exento de gracia. A primera vista, causaba la misma impresión que buena
parte de las muchachas londinenses aquel verano, cuando la idealización de
Rusia estaba en su punto álgido: un intento atropellado por dar el tipo de la
camarada soviética. O, al menos, eso parecía ser lo que quería transmitir. Pero
no había tenido mucho éxito, o no el suficiente; si no, ¿por qué había cruzado
con él una mirada tan directa y al mismo tiempo tan insegura? ¿Y por qué se
había sonrojado, con un rubor incómodo que se adivinaba bajo el moreno de sus
mejillas? En algún momento su fortaleza había flaqueado. Al hablarle al
principio, y al volver a hacerlo otra vez después, se había comprometido a ser
algo que nunca había sido: ¿a qué límites de egolatría o de soledad había
llegado en medio de aquella menguante luz musical? La egolatría era lo más
probable: había querido encontrar la confianza para sí misma, no para todas las
mujeres del mundo.
Se
miraron durante unos instantes, cada uno a un lado de la silla que los
separaba. Ella, en ese tiempo, tuvo delante a un hombre de unos treinta y ocho
o treinta y nueve años, vestido con traje gris, camisa a rayas, corbata azul
oscuro y sombrero marrón. El ensimismamiento de aquel hombre, que era lo que
más le había atraído, había desaparecido, al igual que el ceño fruncido con el
que invariablemente escuchaba la música; por el contrario, ahora mostraba una
especie de pertinaz desconfianza, como si fuera una costumbre, que no le gustó.
Aquel atractivo personal… ¿había sido solo un error derivado de su perfil? No,
no del todo. Ahora que lo veía de frente, había otro rasgo curioso: uno de sus
ojos estaba o se comportaba como si estuviera claramente un poco más arriba que
el otro. Aquel desequilibrio o asimetría le dio la impresión de estar siendo
observada dos veces: de estar siendo observada y escrutada al mismo tiempo. No
podía verle la frente, y sus cejas permanecían ensombrecidas por el sombrero inclinado;
tenía una nariz huesuda; llevaba uno de esos bigotitos mínimos y muy
recortados. Y los labios —de los que había retirado el cigarrillo con un gesto
de desprecio no muy elegante— indicaban claramente la intención de no añadir
nada, si es que daba la casualidad de que se le obligaba a entablar conversación
de nuevo. Era una cara con una verja; una cara que, en aquella media luz
fotográfica, parecía cerrada y al mismo tiempo a la intemperie; una cara que,
si bien no carecía de expresión, adolecía completa y absolutamente de falta de
emoción… No sería suficiente decir que aquel rostro la desconcertó; ella bajó
la mirada y echó un último vistazo a aquellos dos dedos manchados de nicotina
que sostenían el cigarrillo.
—¿Nos
hemos visto antes? —preguntó el hombre por fin, con el aire de haber estado
pensando en ello un buen rato.
—¿Qué
quiere decir?
—Me
refiero… ¿no nos conocemos?
—No
le he visto nunca —contestó ella—. Por supuesto que no sé quién es usted.
—Pues
no hay más que hablar.
(Aun
así, él no parecía seguro.)
—¿Qué
pasa —agregó ella—, es usted alguien especial?
—Ja,
ja…, no. No, lo lamento, pero no.
—Lo
que sí sé es que nunca le había visto en el parque.
—No,
habría sido imposible.
—¿Quiere
decir que nunca viene por aquí? Por supuesto, a partir de ahora le reconocería.
Nunca se me olvida una cara, ¿a usted?
—Puede
ser —dijo, tras pensarlo.
—Será
que, de tanto pensar, no se da cuenta de lo que le rodea. Tanta música y no se
ha enterado usted ni de una nota.
—Vaya,
¿y por qué cree usted que me interesaría saber qué tocaban?
Lejos
de ser sutil, su tono fue lo bastante desagradable como para acentuar la
descortesía que deseaba transmitir. Y lo consiguió: ella sacó la mano del
bolsillo para cruzarse de brazos, como si quisiera protegerse. De todos modos,
presentía que cualquiera podía notar que temblaba tras aquella barricada; y el
programa de mano, que ella soltó como si desvelara su debilidad, cayó
revoloteando al suelo. Hundió la barbilla en el cuello de su abrigo, vuelto
hacia arriba, y entonces no pudo evitar una queja:
—¡No
hace más que ofenderme!
—¿A
usted? —Él echó una ojeada a la orquesta, mientras reprimía un bostezo
nervioso… ¿Por qué demonios tardaban tanto en empezar?
—Pero
yo no puedo evitar decir lo que pienso; yo siempre digo la verdad. Porque yo…
—Oh,
por favor…, baje la voz —dijo el hombre, haciendo un gesto de cansancio con la
cabeza—. ¡Ya empiezan!
Y
así era: tras unos instantes de tenso silencio, la música volvió a romper con
un ligero arrebato. Los espectadores dejaron escapar el aire que habían
contenido en sus pulmones y se acomodaron en sus sillas. La noche se había
adueñado del teatro; los setos y la hierba pisada exhalaban un punzante perfume
vespertino. Pronto empezarían a brillar los cigarrillos. En el escenario, los
cuerpos de los músicos, amontonados, negros y casi inmóviles, parecían tener
acopladas caras y manos fantasmales. Seguirían tocando hasta que se oyera cómo
el reloj daba la hora en la lejanía; y en las filas de sillas que se iban
vaciando la gente se preguntaba durante cuánto tiempo podrían seguir
distinguiendo las partituras.
Louie
Lewis —a quien nadie le preguntaría cómo se llamaba aquella noche— descruzó los
brazos para embozarse de nuevo en su abrigo. Era incapaz de no añadir algo más
a aquella extraña conversación; así que, inclinándose hacia delante, dijo
sombríamente, sotto voce:
—¿Va
a pensar un poco más?
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