Trabajos
de amor ensangrentados
Edmund
Crispin
Pasaban
pocos minutos de las once cuando el señor Plumstead llegó al cottage. Se alzaba
a la derecha del sendero y era isabelino, pensó, o incluso más antiguo. La
techumbre de paja estaba en unas condiciones ruinosas y las ladeadas chimeneas
parecían a punto de venirse abajo. Los cristales cuadrados de los pequeños
ventanucos estaban mugrientos y hasta misantrópicos, y el jardín tan
asilvestrado que ni siquiera se distinguían ya las líneas que trazaban los
parterres. La parte de atrás del cottage estaba delimitada por un grupo de
deprimentes alerces. Un pato gordísimo y apestoso miraba el mundo desde el
enrejado de una cancela desvencijada. El señor Plumstead, que ya había caminado
aquella mañana más de ocho millas sin descansar, se detuvo y le devolvió al pato
una mirada desafiante. El animal perdió entonces de repente todo su interés en
el caminante y el señor Plumstead pudo reanudar la inspección de la casa.
La
presencia del pato era la única prueba tangible de que la casa estuviera
habitada por alguien; de hecho, las ventanas no tenían siquiera cortinas, y a
pesar de que el cottage tenía varias chimeneas, de ninguna salía nada de humo
que oscureciera aquel cielo silencioso y ardiente.
Hasta
que de repente, como si se hubiera materializado de la nada, apareció una vieja
detrás de una ventana. No parecía que le estuviera prestando ninguna atención
al señor Plumstead, pero era difícil estar seguro al respecto, debido a la
costra de mugre del cristal y a la oscuridad que parecía reinar en el interior
de la estancia. Era como si estuviera hablando o algo... ¿Para sí misma? No: se
distinguía una silueta un poco al fondo, y podía ser un hombre o una mujer. El señor
Plumstead, inofensivo y curioso, se alzó de puntillas para atisbar mejor por
encima del seto de matorral desastrado y medio seco. Pero en esos momentos
ambas figuras se movieron y quedaron fuera del alcance de su vista. El señor
Plumstead, resoplando, se dio la vuelta y retrocedió hasta el camino
polvoriento.
Y
entonces oyó el grito.
De
ningún modo podía considerarse un grito melodramático. El señor Plumstead lo
describió posteriormente como un lamento ahogado, medio enmudecido, muy agudo y
muy breve, y por un momento dudó si sería realmente un grito humano. Se paró en
seco y permaneció en el camino, dubitativo y titubeante. Le parecía muy
probable que si hubiera actuado a tiempo podría haber salvado a alguien de
posibles problemas y peligros..., podría incluso haberse ganado un puesto en el
panteón inmortal de los amantes de la gran poesía. Pero el temor a hacer el
ridículo lo obligó a quedarse quieto y contenerse. Pasaron varios segundos
antes de que se decidiera a darse la vuelta, volver sobre sus pasos, abrir la
cancela y entrar en el jardín lleno de hierbajos.
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