El barco faro de Siegfried Lenz
ISBN: 978-84-15979-09-8
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 288
PVP: 21,95 €
Siegfried Lenz es,
junto con Heinrich Böll y Günter Grass, el más reconocido autor literario
alemán de la segunda mitad del siglo XX. El barco faro, la novella
que encabeza este soberbio volumen de relatos, es una de sus obras más míticas,
nunca hasta ahora traducida al castellano.
Han pasado nueve años desde el final de la segunda guerra mundial. Los tripulantes de un barco faro antiminas, anclado en el mar Báltico, se preparan para afrontar su última guardia. Pero en esa última noche, su paz se interrumpe. Freytag, el capitán del barco, permite subir a tres hombres cuya embarcación se ha averiado, y con ellos, un cargamento ilegal de armas. Los tres delincuentes, encabezados por un siniestro doctor de nombre Caspary, toman como rehenes a los tripulantes del barco faro. La tensión es palpable, sobre todo cuando sale a relucir un episodio poco honorable de Freytag durante la guerra.
Han pasado nueve años desde el final de la segunda guerra mundial. Los tripulantes de un barco faro antiminas, anclado en el mar Báltico, se preparan para afrontar su última guardia. Pero en esa última noche, su paz se interrumpe. Freytag, el capitán del barco, permite subir a tres hombres cuya embarcación se ha averiado, y con ellos, un cargamento ilegal de armas. Los tres delincuentes, encabezados por un siniestro doctor de nombre Caspary, toman como rehenes a los tripulantes del barco faro. La tensión es palpable, sobre todo cuando sale a relucir un episodio poco honorable de Freytag durante la guerra.
Aparto
al chico de la entrada empujándolo con el hombro, cerró la puerta corredera,
miro a su alrededor y pensó qué le faltaba por ver a Fred desde que estaba a
bordo. Miró su barco y, por primera vez, le pareció viejo y maldito: un barco
que no era libre y no viajaba a otras costas, sino que estaba preso, atado a
una cadena, sujeto por la enorme ancla, profundamente clavada en el fondo arenoso,
y Freytag no dio con nada que poder mostrar al muchacho. Indeciso, se encogió
de hombros. Miró su barco como un hombre mira el campo raso. Sacó un pañuelo, se
lo enrolló alrededor de una mano y volvió a meterse la mano enrollada en el
bolsillo; por un instante aguzó el oído hacia el chico, que se había quedado
quieto tras él, a un lado; no oyó nada, cerró la mano enrollada formando un
puño y notó cómo la tela se tensaba sobre las falanges nudosas. Su mirada fue a
parar al vigía, que había bajado los prismáticos y estaba apoyado contra la
pizarra, en la que esa mañana aún no había nada escrito, e hizo una señal a
Fred para que lo siguiera. Sus pasos tintinearon sobre los peldaños de hierro, que
estaban oxidados, abollados y deteriorados; el relieve que debía ofrecer
sujeción a las suelas estaba desgastado y apenas era reconocible. Uno tras otro
subieron, Freytag delante, y el vigía siguió apoyado en la pizarra, observando
cómo sus cabezas aparecían por cubierta y cómo sus hombros asomaban y sus cuerpos,
hasta que finalmente se apoyaron en la barandilla y aterrizaron junto a él.
Fred
nunca había visto a Zumpe; solo sabía que el hombre al que encontró en la cofa
del vigía viajó durante la guerra en un buque que transportaba mineral y fue torpedeado,
por lo cual pasó noventa horas a la deriva en un bote salvavidas destrozado y
todos lo dieron por muerto; Freytag se lo había contado, y también le había dicho
que, por aquel entonces, la mujer de Zumpe encargó una esquela que al propio
Zumpe, cuando hubo regresado y la leyó, le pareció tan indecente que abandonó a
su esposa. Ahora siempre llevaba consigo su propia esquela, guardada en una
cartera arrugada, y la iba enseñando con una sonrisa irónica: un trozo de papel
amarillento, reblandecido y sucio de tantos pulgares e índices.
Durante
el trayecto, cuando el viejo le había hablado de los hombres que conocería en
el barco, Fred había oído el nombre de Zumpe por primera vez; ahora estaban
frente a frente: se dieron la mano y Fred notó los dedos de aquel hombre entre
los suyos, pétreos, como en garra. Las extremidades demasiado cortas, el cuello
demasiado corto y la cabeza pesada daban a Zumpe un aire de enano; tenía profundas
arrugas en la nuca; el rostro, protuberante.
—Dale
los prismáticos —dijo Freytag.
Zumpe
se sacó la fina correa de cuero por la cabeza y entregó los prismáticos a Fred,
que los cogió sin prisa, dándoles la vuelta.
—Mira
—dijo Freytag—, allí están las islas.
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