La línea invisible del horizonte de Joaquín Berges
NARRATIVA (F). Novela
Abril 2014
Andanzas CA 830
ISBN: 978-84-8383-861-7
País edición: España
296 pág.
17,31 € (IVA no incluido)
Abril 2014
Andanzas CA 830
ISBN: 978-84-8383-861-7
País edición: España
296 pág.
17,31 € (IVA no incluido)
Huyendo de algo que no
quiere confesar, Javier, un neurólogo maduro, viaja en coche rumbo a las
montañas cuando, en la oscuridad de la noche, atropella a un jabalí que le destroza
parte del vehículo. El accidente le obliga a quedarse varios días en Sinia, un
pueblo levantado junto a un pantano en el Pirineo aragonés.
De manera inesperada, los vecinos le implicarán en un torneo de cartas y le brindarán su ayuda, especialmente Marina, una mujer enérgica y atractiva que le ofrece además alojamiento en su casa. Javier no tarda en descubrir que, como otros en el lugar, ella arrastra una historia secreta que ocurrió en el pueblo antiguo, sumergido bajo las aguas del embalse. Los nueve días que pasa en las montañas, entre personajes que han rehecho sus vidas, y con los que vivirá la emoción de la naturaleza y la intriga de las relaciones humanas, servirán para que Javier se enfrente a sus propios miedos y comprenda los de los demás. Y serán las aguas del pantano, reflejadas en el cielo, las que se conviertan en su horizonte invisible.
De manera inesperada, los vecinos le implicarán en un torneo de cartas y le brindarán su ayuda, especialmente Marina, una mujer enérgica y atractiva que le ofrece además alojamiento en su casa. Javier no tarda en descubrir que, como otros en el lugar, ella arrastra una historia secreta que ocurrió en el pueblo antiguo, sumergido bajo las aguas del embalse. Los nueve días que pasa en las montañas, entre personajes que han rehecho sus vidas, y con los que vivirá la emoción de la naturaleza y la intriga de las relaciones humanas, servirán para que Javier se enfrente a sus propios miedos y comprenda los de los demás. Y serán las aguas del pantano, reflejadas en el cielo, las que se conviertan en su horizonte invisible.
Abro
la puerta y me apeo. Desmonto. Doy dos pasos hacia delante y miro donde iluminan
los ojos del animal. Una nube de vapor de agua asciende al cielo desde el
asfalto de la carretera, tan negro como la noche. Me doy la vuelta. Detrás del
vehículo vislumbro un cuerpo cubierto de pelambre, tendido a un lado de la
carretera, casi en el arcén, inmóvil. Deduzco que lo he golpeado primero y
atropellado después. El cuerpo rojea entre la pelambre, no sé si porque sangra
o porque refleja la luz de los pilotos traseros del coche. Suspiro con fuerza,
casi con violencia. Estoy tratando de reunir el valor necesario para acercarme
a ese reflejo y tocar el cuerpo. Lo hago con el pie derecho. Primero suavemente,
como si quisiera despertarlo, luego dejando que mi peso caiga sobre él, una vez
que doy por hecho que no va a despertarse. Me agacho. Las pupilas de mis ojos
se han abierto a la oscuridad. Las suyas a la muerte.
Me
tranquilizo y me preocupo a la vez. Me alivia comprobar que he atropellado a un
animal cuadrúpedo y me aturdo pensando en la forma de proceder. Tengo que
revisar los daños que pueda tener el vehículo, moverlo hasta el arcén, ponerme
el chaleco reflectante y colocar las señales de advertencia en la carretera. Y
llamar a algún número de emergencias. No estoy seguro de si me olvido de algo
ni sé en qué orden debo acometer todas esas tareas. Ni falta que hace porque
justo entonces unas luces y unas voces me alumbran y reclaman desde el otro
lado de la carretera. Tengo el teléfono móvil en la mano. Tal vez ya he llamado
a alguien sin darme cuenta.
—¿Qué
ha pasado?
—¿Se
encuentra bien?
—Sebastián,
ponte en la curva con el farol y avísanos si viene alguien.
Los
dueños de las voces me rodean. No sé de dónde han salido. No tienen aspecto de
guardias civiles ni de policías, y además no he visto ningún vehículo
deteniéndose cerca de donde me encuentro.
—¿Ha
llamado al uno uno dos?
—Se
ha reventado el radiador.
—Ha
atropellado a un jabalí. Aquí. Mirad.
Son
cuatro, más el del farol, cinco. En ese momento forman un cuadrado alrededor
del animal muerto. Me sumo a ellos, un pentágono. A la luz de sus potentes
linternas tengo la oportunidad de observar el hermoso ejemplar que acabo de
matar.
—¿Ha
llamado al uno uno dos o no?
—¿Se
ha golpeado la cabeza?
—Llama
tú, Rafael, que este hombre no se encuentra bien.
Los
miro alternativamente sin saber qué decir. No sé si he llamado a algún número,
ni creo que sea necesario hacerlo. La prueba es que tampoco a ellos los he
llamado y aquí están. Lo único que sé es que mi vejiga no aguanta más.
—¿Adónde
va? ¿Qué le pasa?
—Igual
es extranjero y no nos entiende.
—Ve
con él, Rafael.
Me
aparto unos metros y orino con tantas ganas que casi pierdo el equilibrio. Me
dan dos escalofríos y siento un alivio inmediato que manifiesto en forma de
profundo suspiro. Detrás de mí está Rafael con su pequeña linterna de leds.
—Ya
hemos llamado a emergencias —dice con una entonación ajena a la musicalidad
regional de los demás—. No tardarán en llegar. A estas horas suelen estar
tomando café en Aínsa.
Me
rasco el mentón y abro las manos. Aun habiendo pasado buena parte de la mañana
y media tarde rodeado de decenas de personas, no he pronunciado una sola palabra
en todo el día y ahora me cuesta comenzar a hablar. Es la inercia del silencio,
tan poderosa o más que la del discurso.
—Gracias
—logro decir.
Regreso a la isla del tesoro de Andrew Motion
NARRATIVA (F). Novela
Abril 2014
Andanzas CA 831
ISBN: 978-84-8383-860-0
País edición: España
392 pág.
19,13 € (IVA no incluido)
Abril 2014
Andanzas CA 831
ISBN: 978-84-8383-860-0
País edición: España
392 pág.
19,13 € (IVA no incluido)
Julio de 1802. En las
marismas de la orilla oriental del Támesis se levanta la Hispaniola, la posada
de Jim Hawkins y su hijo. El joven Jim pasa los días vagando por el brumoso
estuario, haciendo recados para su padre y escuchando sus relatos: historias de
aventuras en alta mar, de maldiciones, venganzas y tesoros enterrados… y de un
hombre con una pata de palo. Una noche, llega por el río una misteriosa joven
llamada Natty con una petición de su padre, el pirata John Silver «el Largo»,
para el joven Jim. Envejecido y débil, Silver quiere que Jim y Natty zarpen
hacia la isla del tesoro en busca de los «hermosos lingotes de plata» que
Silver y el padre de Jim dejaron allí muchos años antes. Ya se ha fletado un
barco y contratado una curtida tripulación; su capitán sólo espera el mapa,
guardado bajo llave en la Hispaniola. Jim y Natty parten, y su vacilante
amistad va estrechándose día tras día. Pero la emoción tras los avatares del
viaje deja paso al terror cuando descubren que la isla no está tan deshabitada
como en el pasado.
Cuando
el sol y la brisa, combinados con un adormecedor aroma procedente de las
orillas cenagosas cada vez más despejadas, casi me habían empujado suavemente
de vuelta al sueño, se cumplió mi deseo. Una enorme y curiosa avispa (o jaspe, como
el mineral, que así las llamábamos en el estuario) se cernió con cautela sobre
mi jarra, luego se posó en el borde y seguidamente se sumergió en sus profundidades
con un tímido movimiento circular hasta que casi rozó el néctar que yo había depositado
al fondo. En ese momento, tapé con la mano la boca de la jarra y agité el
contenido vigorosamente para desatar una especie de maremoto.
Tras
prolongar la turbulencia durante un momento, como un tirano que aterrorizara a
uno de sus súbditos, aparté la mano y vertí el líquido con cuidado sobre la
superficie del banco, a mi lado. La avispa estaba ahora medio ahogada y medio
borracha: incapaz de mover las patitas, estremecía las alas débilmente. Ése era
el estado de incapacidad que buscaba, porque me permitió hurgar en el bolsillo,
sacar el trozo de algodón rojo brillante que llevaba y atarlo a la cintura de
mi prisionera. Lo hice con suma cautela para no convertirme en verdugo por un
descuido.
Después
seguí sentado al sol el rato que la avispa tardó en recuperar los sentidos y la
capacidad de volar. Yo había confiado en que la brisa aceleraría el proceso,
pero cuando oí a mi padre trasteando por su habitación encima de mí, añadí mi
propio aliento al secado: no quería ni un segundo de conversación con él porque
sabía que eso me llevaría a recibir más órdenes para que fuera a recoger esto o
a llevar lo otro. Pero no tendría que haberme preocupado. En el mismo instante
en que oí que los postigos de arriba se plegaban y me imaginaba ya a mi padre
tensando los hombros para gritarme algo, Doña Avispa se tambaleó y se cayó del
banco.
Apenas
pudo levantar un vuelo bajo y torpe, que, aun así, temí que le permitiera
cruzar el río, en cuyo caso la habría perdido. Pero pronto descubrió su brújula
y partió hacia las marismas, felicitándose a sí misma sin duda por tan
milagrosa salvación y cobrando poco a poco altura. Corrí deprisa tras ella,
manteniendo la mirada fija en el algodón de color vivo que la hacía visible, tranquilizado
al comprobar que al insecto no parecía suponerle ninguna molestia. Cuando
dejamos atrás mi casa y el río, pasamos por delante de las cabañas donde mi
padre guardaba sus toneles y el huerto donde crecían los manzanos de los que
obteníamos sidra, y llegamos al campo.
A
alguien de fuera, las marismas no le habrían parecido más que campos yermos, un
lodazal atravesado de tantos arroyos que convergían hacia el Támesis que desde
arriba habría asemejado el vidriado de una olla de loza. Todo era del mismo
color verde matizado: azul verdoso o marrón verdoso. No había árboles, sólo unos
pocos troncos desnudos que el viento había retorcido dándoles formas agónicas;
tampoco flores que pudiera reconocer como tales ningún caballero ni dama.
Para
mí aquel lugar era un paraíso, del que conocía sus ritmos y todos sus rincones.
Me deleitaba con sus altos cielos y la amplia perspectiva que permitía ver de
antemano el tiempo que se avecinaba. Amaba la miríada de diferentes tipos de
hierbas y pastos. Llevaba un registro de cada especie de ganso y de pato que
aparecía en primavera y se marchaba en otoño. Me gustaba sobre todo la
abundancia de pájaros ingleses —chochines y pardillos, pinzones y tordos,
mirlos y estorninos, frailecillos y cernícalos—, que se quedaban aunque cambiaran
las estaciones. Cuando subía la marea y los arroyos rebosaban de agua, la
tierra se volvía demasiado esponjosa para que pudiera caminar por ella y me
sentía como Adán expulsado de su jardín. Cuando bajaba la marea y la tierra
recuperaba algo parecido a la solidez, se satisfacían todos mis anhelos.
Para
mí no había mayor placer que deambular por allí, algo que no podía hacer ese
día concreto, en el que mi cautiva me llevaba tras ella. Mientras la avispa
volaba en línea recta, yo me veía obligado a dar bandazos y cambiar de rumbo,
cruzar a un lado y volver atrás, saltar y virar, para mantenerme al paso de su vuelo.
Y, como era un experto en eso y me conocía a fondo el lugar, la tenía
claramente a la vista cuando llegó a su destino. Éste era uno de los árboles raquíticos
que he mencionado, un fresno que crecía en una zona remota de la marisma, combado
por las tormentas hasta que adquirió la forma de la letra «c». En cuanto
apareció ante mi vista esa curiosidad supe que mi amiga se dirigía hacia allí;
incluso a cincuenta metros ya veía el nido que colgaba oscilando como una joya
de una oreja.
Una
joya, claro, de bisutería, confeccionada con pasta o papel moldeados en un
largo óvalo. Porque así es como las avispas construyen sus nidos, masticando
diminutos trozos de madera que mezclan con su saliva hasta formar un cono;
dentro del cono protegen su colmena, sobre todo a su reina, que pone huevos en
todos los niveles de su interior. Es extraordinario: unas criaturas que a los
humanos les parecen confusas, que siempre andan zumbando en todas direcciones, o
en ninguna, son en realidad muy organizadas y disciplinadas. Cada individuo
tiene un papel que desempeñar en la creación de su sociedad y lo realiza por
instinto.
La insuportable lleugeresa de l'ésser de Milan Kundera
NARRATIVA (F). Novela
Abril 2014
L UV 53
ISBN: 978-84-8383-864-8
País edición: España
312 pág.
18,27 € (IVA no incluido)
Abril 2014
L UV 53
ISBN: 978-84-8383-864-8
País edición: España
312 pág.
18,27 € (IVA no incluido)
Aquesta novel·la narra
una extraordinària història d'amor, és a dir, de gelosia i sexe, de traïcions i
mort, i també parla de les debilitats i paradoxes que marquen la vida de dues
parelles, la formada per la Tereza i en Tomas, i la d’en Franz i la seva amant,
la Sabina, els destins dels quals s’entrellacen irremeiablement. En aquesta
obra ja clàssica, el lector penetra en la trama d’actes i pensaments que
l’autor teixeix amb diabòlica saviesa entorn dels seus personatges. I, de
manera magistral, el que sembla simple anècdota –la gelosia de la Tereza cap a
en Tomas, el tossut amor d’aquest per ella malgrat el seu irrefrenable desig
d’altres dones, l’idealisme líric d’en Franz, amant de la Sabina, i la
necessitat d’aquesta última, amant també d’en Tomas, de perseguir una llibertat
que tan sols la condueix a la insuportable lleugeresa de l’ésser– es converteix
en una reflexió sobre els problemes filosòfics que ens afecten a cada un de
nosaltres, cada dia.
Però
un dia, durant una pausa entre dues operacions, una infermera va avisar-lo que
el demanaven al telèfon. Va sentir la veu de la Tereza a l’auricular. Li
trucava de l’estació. Se’n va alegrar. Per desgràcia, aquell vespre estava
ocupat, i no la va convidar a casa seva fins l’endemà. De seguida que va haver
penjat, es va retreure de no haver-li dit que hi anés de seguida. ¡Encara tenia
temps de cancel·lar la cita! Es preguntava què hi faria, la Tereza, a Praga,
durant les llargues trenta-sis hores que faltaven fins a la seva trobada i
tenia ganes d’agafar el cotxe i sortir-la a buscar pels carrers de la ciutat.
Va
arribar l’endemà al vespre. Duia un bolso en bandolera penjat d’una corretja
llarga; la va trobar més elegant que l’última vegada. Duia un llibre gruixut a
la mà; Anna Karènina de Tolstoi. Es comportava de manera alegre, fins i tot una
mica exagerada, i s’esforçava a mostrar-li que havia vingut ben bé per
casualitat, a causa d’una circumstància concreta: era a Praga per motius
professionals, potser (els seus comentaris eren molt vagues) buscant una nova
feina.
Després
es van trobar estirats frec a frec, nus i esgotats al sofà. Ja es feia de nit.
Li va preguntar on s’estava, la volia acompañar amb cotxe. Va respondre una
mica incòmoda que es buscaría un hotel i que havia deixat la maleta a la
consigna.
El
dia abans encara tenia por que no vingués a oferir-li tota la seva vida si la
convidava a casa seva a Praga. Ara, quan la sentía anunciar-li que tenia la
maleta a la consigna, es va dir que havia posat la seva vida en aquella maleta
i que l’havia deixat a l’estació abans d’oferir-l’hi.
Va
pujar amb ella al cotxe aparcat davant l’edifici, va anar a l’estació, va
retirar la maleta (era grossa i molt i molt feixuga) i la va portar a casa seva
amb la Tereza.
¿Com
és que es va decidir tan de pressa, quan havia dubtat durant una quinzena de
dies i ni tan sols li havia enviat una postal?
Ell
mateix n’estava sorprès. Actuava contra els seus principis. Ara feia deu anys,
quan s’havia divorciat de la seva primera dona, havia viscut el divorci en un
ambient de gatzara, com d’altres celebren la seva boda. Llavors havia comprès
que no havia nascut per viure al costat d’una dona, fos qui fos, i que només
podia ser ell mateix mantenint-se solter. Per això s’esforçava al màxim d’arreglar
el sistema de la seva vida de manera que mai una dona no es pogués instal·lar a
casa seva amb una maleta. Per això només tenia un sofà. Encara que fos un sofà
prou ample, afirmava a les seves companyes que era incapaç d’adormirse al
costat d’algú altre en un llit compartit i a totes les portava a casa després
de mitjanit. Fins la primera vegada, quan la Tereza es va quedar a casa seva
amb la grip, no va dormir amb ella. Va passar la primera nit en una butaca
grossa, i les nits se güents va anar a l’hospital, on tenia la consulta
equipada amb una gandula que feia servir al torn de nit.
La ruta de Lisboa. Una ciudad franca en la Europa
nazi de Ronald Weber
BIOGRAFÍAS, AUTOBIOGRAFÍAS Y MEMORIAS (NF). Memorias
Abril 2014
Tiempo de Memoria TM 101
ISBN: 978-84-8383-863-1
País edición: España
432 pág.
21,15 € (IVA no incluido)
Abril 2014
Tiempo de Memoria TM 101
ISBN: 978-84-8383-863-1
País edición: España
432 pág.
21,15 € (IVA no incluido)
Durante la segunda
guerra mundial, la tranquila ciudad de Lisboa se convirtió en la última puerta
de embarque para la libertad. En efecto, la capital portuguesa y sus
alrededores no tardaron en ser considerados un oasis por los privilegiados que
podían gozar de sus restaurantes, sus playas cercanas o el célebre casino de
Estoril, pero también fueron una peligrosa ratonera para miles de refugiados
que, huyendo del infierno nazi, trataban de poner rumbo a Estados Unidos o
Inglaterra. En los años de la contienda, aprovechando la precaria neutralidad
portuguesa, pulularon por Lisboa agentes secretos de ambos bandos (entre ellos,
Ian Fleming), embajadores del Eje y de los Aliados, aristócratas como los
incómodos duques de Windsor, estrellas cinematográficas, tropas de paso y gente
corriente, arruinada tras una peligrosa evasión a través de la Francia ocupada
y la España franquista.
La ruta de Liboa narra
impresionantes historias en las que se mezclan el heroísmo y la mezquindad con
el sufrimiento de cuantos vieron su vida destrozada por la guerra; expone la
calculada ambigüedad con la que movieron sus fichas los dictadores Salazar y
Franco a medida que avanzaba la contienda, y retrata las peripecias de actores
como Leslie Howard, escritores como Koestler y Greene o el agente doble Juan
Pujol, alias «Garbo», el espía barcelonés cuya actuación determinó en gran
medida el curso final de la guerra.
«Hoy
Lisboa se encuentra una vez más en el umbral de grandes acontecimientos.»
Así
empezaba un largo artículo que publicó la revista National Geographic en agosto
de 1941. En un pasado ilustre, de la ciudad portuaria portuguesa situada en el
extremo sudoccidental del Viejo Mundo habían zarpado aventureros que iban en
busca de nuevas tierras y de un imperio mundial; ahora, en un periodo de
prominencia nuevo y radicalmente opuesto, Lisboa era receptora de una gran
avalancha de refugiados que huían del Viejo Mundo en guerra. La geografía y la neutralidad
de Portugal habían llamado la atención internacional sobre la capital del país
como última puerta de escape que seguía abierta en Europa para las víctimas del
terror nazi.
Pero
aquí había cierta ironía.
Los
refugiados llegaban a Lisboa después de un viaje largo y a veces peligroso,
pero se iban tan pronto como les era posible. Eran los nuevos aventureros,
aunque por necesidad en vez de por decisión propia. Lisboa era todavía Europa;
para casi todos los exiliados la ciudad era meramente un alto en su viaje a un
lugar de asentamiento permanente en Gran Bretaña, América del Norte y América
del Sur, África, Asia, el Caribe, cualquier sitio que no fuese Europa.
Dado
que llegaban más rápidamente de lo que podían ser enviados a otra parte por vía
marítima o aérea, en buques de carga que transportaban mercancías portuguesas a
Gran Bretaña o Estados Unidos, o en pesqueros dispuestos a llevarlos —a cambio
de una elevada suma de dinero— a través del estrecho de Gibraltar hasta el
norte de África, los refugiados formaban en Lisboa un embotellamiento creciente
de humanidad ansiosa. La ciudad los liberaba de la guerra, pero también los
paraba en seco, sin más fronteras que cruzar, con sólo el mar abierto ante
ellos y medios limitados de alcanzar la otra orilla. Esperaban durante semanas
y meses, pululando en una tierra de nadie entre el pasado y el futuro. La ruta
de Lisboa era el camino de la libertad, pero la espera antes de emprender el
viaje final a un lugar seguro podía parecer un quiebro cruel del destino.
Y
había más ironía.
Lisboa,
durante la segunda guerra mundial, era una entrada en Europa además de una
salida, una puerta giratoria que no tenía ninguna importancia para los
refugiados que sólo querían escapar pero que era valiosísima para las potencias
beligerantes. Como ciudad franca, Lisboa permitía la libre circulación de
ciudadanos de ambos bandos —corresponsales, diplomáticos, hombres de negocios,
mandos militares, agentes secretos, contrabandistas, prisioneros canjeados,
ciudadanos corrientes—, así como de periódicos, revistas, películas,
correspondencia y telegramas.
Y
miembros de ambos bandos podían simplemente quedarse en la ciudad, saboreando
los días soleados y las noches brillantemente iluminadas, la abundancia de
alimentos y bebidas, los comercios bien surtidos y la posibilidad de ganar o perder
una fortuna en el casino de juego de la cercana Estoril mientras se codeaban
con el enemigo en un café o, no menos alarmante, jugaban una partida de dos
contra dos en pulquérrimos campos de golf. Los recién llegados al aeropuerto de
Sintra, a unos veinticuatro kilómetros de Lisboa, invariablemente se llevaban
una sorpresa al ver el carácter multinacional del lugar en plena guerra. Cinco
compañías aéreas prestaban servicio de pasajeros de Lisboa a Gran Bretaña,
Alemania, Italia, España y el norte de África, compartían espacio para oficinas
en la terminal y aparcaban sus aviones en las pistas, unos al lado de otros.
Pero,
en vista del curso que seguía la guerra en Europa, con Alemania dominando
Francia y capaz de presionar al régimen fascista de Francisco Franco en España,
el inmenso vecino de Portugal en la península ibérica, cabía preguntarse si un
país tan pequeño y débil podría mantener su neutralidad. ¿Exigirían los aliados
que se permitiera a sus fuerzas armadas acceder al continente a través de
Lisboa, o tal vez ocuparían las Azores y Cabo Verde, las estratégicas islas portuguesas
del Atlántico, obligando en ambos casos a Alemania a añadir el país a la lista
de sus víctimas? ¿Lograría Lisboa seguir siendo el único puerto de llegada y
salida en la Europa ocupada?
El
artículo de National Geographic tenía sus dudas. «Puede que antes de que se
publiquen estas líneas», afirmaba al principio, «Portugal ya sea sólo un
recuerdo y Lisboa, una ciudad fantasma de la segunda guerra mundial.» Y
terminaba insistiendo en la posibilidad de que el país prácticamente indefenso,
de unos seis millones de habitantes, no tardara en verse sometido a los nazis:
«Es casi excesivo esperar que, tras devastar nueve décimas partes del continente,
los perros de la guerra se detengan en la frontera portuguesa».
El pensador intruso. El espíritu interdisciplinario en
el mapa del conocimiento de Jorge Wagensberg
CIENCIA (NF). Filosofía de la ciencia
Abril 2014
Metatemas MT 129
ISBN: 978-84-8383-862-4
País edición: España
320 pág.
18,27 € (IVA no incluido)
Abril 2014
Metatemas MT 129
ISBN: 978-84-8383-862-4
País edición: España
320 pág.
18,27 € (IVA no incluido)
Este libro aspira a ser
lo que bien podría llamarse una teoría de la interdisciplinariedad. En sus
páginas, el físico Jorge Wagensberg desarrolla un meticuloso y fecundo análisis
de los valores del pensamiento fronterizo y elabora un soberbio elogio del
talante y el talento del pensador intruso, capaz de merodear por las
disciplinas del saber en busca de similitudes y comparaciones insólitas,
incluso de las contradicciones que alimentan habitualmente toda creatividad
humana.
A través de numerosos
ejemplos extraídos de la historia de la ciencia, del mundo del arte (la
representación de la perspectiva oculta una historia milenaria) o de la vida
cotidiana (un objeto mal diseñado puede arruinarnos el día), el autor muestra
que el conocimiento nunca es, en el fondo, puro, y que ciencia (teoría), arte
(práctica) e intuición (creencia) se estimulan mutuamente e hibridan sus
objetos, métodos y lenguajes. No en vano, como sostiene Wagensberg, la infinita
complejidad de la realidad siempre supera con creces los necesariamente
estrechos planes de estudios que proponen academias, escuelas y universidades.
Sin
lenguaje se puede pensar, pero no se puede comprender
La
mente piensa. Más aún: a la mente le cuesta mucho dejar de producir
pensamiento. Hay que concentrarse más para no pensar que, por ejemplo, para no
respirar. La mente se apoya en un cerebro que dispone de unos ochenta y cinco mil
millones de neuronas, lo que significa a su vez un número colosal de conexiones
posibles. Esto da una idea del tamaño que puede llegar a alcanzar un
pensamiento en bruto, es decir, un pensamiento con todos sus matices
originales, un acontecimiento que aún no ha trascendido fuera de la mente dentro
de la cual acaba de nacer. En el límite se necesita una cantidad de información
prácticamente infinita para reproducir un pensamiento con una fidelidad
perfecta. Por ello, en el límite todo pensamiento pertenece sólo a la mente que
lo ha producido, o sea, es irrepetible en toda su plenitud para cualquier otra
mente. Sólo el autor del pensamiento lo abraza de un plumazo en toda su
integridad y presunta infinitud. El infinito del que hablamos aquí es un infinito
práctico, como lo es el número de partidas de ajedrez diferentes que se pueden
jugar (son del orden de 10120). En rigor el número es finito, pero
en la práctica de las partidas que pueden llegar a jugarse antes de que la
humanidad se extinga, podemos llamarle perfectamente infinito. Análogamente, a
un poeta que escribe un sublime soneto es difícil convencerle de que su
creatividad equivale a elegir un soneto entre los 10415 diferentes
que son posibles.
Este
volumen descomunal de información no impide, sin embargo, que los pensamientos
se puedan comunicar. En efecto, los pensamientos pueden saltar de una mente a
otra. Pueden, pero antes hay que convertir el pensamiento en moneda de
conocimiento. El recorte es notable, nada menos que de una cantidad
presuntamente infinita a otra necesariamente finita. Nos será útil ensayar
algunas definiciones.
Conocimiento:
es pensamiento simplificado, codificado y empaquetado listo para salir de la
mente y capaz de atravesar la realidad para así tener alguna opción de
tropezarse con otra mente que lo descodifique. Para pensar basta con una mente,
para conocer se necesitan como mínimo dos, aunque ambas mentes, la emisora y la
receptora, sean la misma mente. En el caso de que ambas coincidan la diferencia
entre pensamiento y conocimiento está en que el pensamiento se mueve sólo por
dentro (sin salir de la mente) mientras que el conocimiento se intercambia (se
emite o se recibe) hacia o desde el exterior (entendiendo por exterior el resto
de la realidad del mundo). La primera conclusión tiene un intenso contraste:
mientras el pensamiento es un producto íntimo y presuntamente infinito, el conocimiento
es un elaborado transmisible y necesariamente finito, enmarcado en el espacio y
el tiempo. Una ecuación de la física empieza y acaba, una conjetura matemática
ocupa un espacio determinado, una partitura tiene una primera nota y una
última, una pintura está limitada en una superficie de dos dimensiones por un
marco, una escultura cabe en un paralelepípedo de tres dimensiones, hay novelas
de dos mil páginas y novelas de cien, pero todas empiezan con una palabra y
acaban con otra.
Quien
tiene o ha tenido una mascota en casa sabe perfectamente que un animal piensa
porque, por ejemplo, lo ha visto agitarse en sueños. Los animales en general piensan,
y quizá piensan mucho, pero conocen poco, quizás incluso muy poco. Los animales
se comunican sin dificultad porque para ello no se necesita nada que deba llamarse
lenguaje. Sin lenguaje se puede pensar pero no se puede conocer. Los animales
tienen memoria, pero sólo pueden compartir en sus memorias aquello que han
vivido simultáneamente en el espacio y el tiempo. No se puede transferir
memoria de una mente a otra sin la ayuda de un lenguaje. Si, pongamos por caso,
un chimpancé le da una colleja a su hermanito en ausencia de la madre de ambos,
la víctima no tiene manera de reclamar justicia cuando la madre regresa. La
escena se ha perdido irremediablemente para todo individuo que no la haya presenciado
en vivo y en directo. Un chimpancé tiene cerebro suficiente para aprender, para
combinar ciertos códigos sencillos (por ejemplo: pato como combinación de pájaro
y agua) y una memoria notable, pero no tiene suficiente lenguaje para
empaquetar pensamientos en conocimientos y para compartir experiencias que
distan en el espacio y el tiempo si éstas no se han vivido conjuntamente. Ello
impide que se puedan comparar dos experiencias distintas, lo que bloquea a su
vez el hecho mismo de comprender. Comprender es buscar y encontrar lo común
entre lo diferente, por lo que si no se puede comparar tampoco se puede comprender.
Los animales se comunican entre sí, es cierto, pero lo que salta de una mente a
otra es una señal, una alarma, un estado de ánimo, una amenaza... Se transmite
una información, pero no conocimiento (pensamiento empaquetado).
Los príncipes valientes (MAXI) de Javier Pérez
Andújar
NARRATIVA (F). Novela
Abril 2014
MAXI MAXI 42/1
ISBN: 978-84-8383-858-7
País edición: España
240 pág.
7,64 € (IVA no incluido)
Abril 2014
MAXI MAXI 42/1
ISBN: 978-84-8383-858-7
País edición: España
240 pág.
7,64 € (IVA no incluido)
En el horizonte se
dibujan siempre las torres del tendido eléctrico, las chimeneas de la central
térmica, el puente de la autopista y, sobre todo, el río, omnipresente, con su
simbología y carga totémica. Pero lejos de ser los testigos de un tiempo
inclemente, el de finales del franquismo, todos ellos configuran el escenario
mitificado de las lecturas de la infancia. Hasta que el propio narrador
descubra también su condición de clase, el compromiso político de sus mayores,
y se proponga, a través de la escritura, que el heroísmo de los príncipes
valientes no quede enterrado en la despedida de la infancia.
Dotada de una invisible
estructura interna de recurrencias y asociaciones que avanzan imparables, Los
príncipes valientes es una magnífica primera novela, original y envolvente,
con un final conmovedor, en la que se configura una inesperada cosmogonía de
personajes, objetos y escenarios que sólo la literatura, haciendo arqueología
del presente, logra salvar del olvido.
«No
quiero que se oiga ni el vuelo de una mosca», nos dice el maestro, y así nos
hemos escondido en el sigilo del mundo y en el sigilo de la tarde y en el
sigilo de un sol del siglo de oro, que se va poniendo tras el enrejado en
nuestro colegio de Barcelona, o de al lado de Barcelona. Este silencio al que
nuestro maestro compara con la calma de una balsa de aceite es el quedarse
callada toda el aula y es el callarse general de toda la calle y es además un
mutismo laborioso y es también el mutismo humilde de aquellos años. Cada cual
repasa su libreta, y recorre como puede España en sus comarcas, y de esta
manera yo voy llenando mi pupitre de geografía y de toponimia, y voy bañándome de
lenguaje en los nombres fieles de los afluentes y en los nombres fieles de los
ríos de los pueblos, y en los nombres sabidos de los ríos principales, y
entonces las tardes del invierno y las geografías de los libros fundan su
propia mitología, que es la de la literatura, y a uno sin darse cuenta empieza
a hacérsele el oído a todo eso, y repite las palabras por el gusto de
escucharlas como se escucha el rasgueo seguido de una guitarra, y así, con el
lápiz recién afilado, pulso las consonantes y las vocales que hay en los sotos,
oteros, cuencas, cárcavas, colinas, arroyos, barrancos, y empiezo a poner las
palabras por delante de las cosas.
También
aprendo en estos días que los del curso anterior, ésos sí que fueron de los
buenos, y callados como una balsa de aceite, y de ese modo me doy cuenta de que
siempre se llega tarde, o cuando menos siempre se llega después. Los de antes,
aquéllos sí que fueron de los buenos, dice la gente, y a uno le viene a la
cabeza el retrato de un hombre de los de antes, que es un hombre de campo,
guerracivilizado, y ese retrato es la foto de una cara grande y enmarcada,
colgada en mi habitación, que es también la de mi abuela. Y en la foto, tiene
mi abuelo una chaqueta gris, y una camisa blanca, y el pelo negro.
Los
de antes. Forjado en una creencia en la edad de oro, hubiese dado un brazo por
ser de los de antes, pero entonces salgo a la calle y empiezo a cruzarme con
gente sin un brazo, o sin una pierna, o sin un ojo, o sin nada, hombres de
antes la mayoría, labradores, pastores, jornaleros, oficinistas, comerciantes que
fueron perdiendo por el camino trozos de su cuerpo. Así estoy asumiendo que la
calle es ahora una balsa de aceite donde flotan serenamente los vivos, los
muertos y los mutilados.
Aprendo
el nombre de cada uno de los ríos con su secreto o con su misterio, y veo que
los ríos en su pasar por los pueblos tienen algo de viajante de comercio, pero
también tienen otra cosa de alguien que huye, o que se retira derrotado, o que
viaja sin voluntad y va de cabeza hacia el final.
Nuestro
maestro nos explica que ha sido legionario en El Aaiún y en el Ifni, y le manda
a un niño que se ponga en pie y lea, y al decir esto tiene su voz el temple
milagroso de ordenarle a un muerto que se levante y ande. «Con voz alta y
clara», exige el maestro y empezamos la lectura de la Narración de Arthur Gordon
Pym, y desde el centro de la clase, que es el centro de la tierra, uno achica
los ojos para distinguir el dibujo de la cubierta del libro, que tiene como un barco
en un cielo verde y unos hielos esculpidos, y el relato se echa a discurrir
igual que un río, y va pasando por nuestros oídos atentos, pero a ratos también
los va sorteando, y se aleja el relato en meandros a través de los cristales, y
llega hasta ese sol tardío que nunca acaba de ponerse, y vuelve a entrar el
relato en la escuela, y pasa ahora junto a uno de nosotros, pero esquiva al del
asiento de al lado, y a la espera de encontrarme de nuevo con el hilo de la
narración, escribo entero en el cuaderno el nombre de Edgar Allan Poe, y lo
contemplo y lo leo muy despacio, como si con ese esfuerzo fuese posible
absorber en estas tres palabras su biografía completa y todos sus libros
completos. La conducta de los pingüinos, y el esqueleto que sonríe, todo eso
sale en este libro de Poe; pero no acabaré de encajar cada una de estas cosas
en el relato, que se me convierte en una acumulación de fragmentos dispersos.
En la lectura por entregas de las tardes de colegio leemos los libros como se
leen los folletines, un fragmento cada cuando toca, un día a la semana, más o
menos.
Todo
es un ir tirando o un ir llegando. Sueño en mi pupitre con llegar al corazón de
las palabras, con coger, por ejemplo, el tren que lleva a Almadén del Azogue, y
mirar cara a cara a la producción de mercurio de esa comarca, que dicen que
tiene la más rica del mundo, como nos dice el maestro que Almadén significa «la
mina» en árabe. Voy a darme cuenta de que sin cambiar de idioma estoy hablando
un poco en árabe, y otro poco en todas las lenguas, y se me ocurrirá que acaso
cada idioma sea un esperanto. El maestro le manda a otro niño que siga con la
lectura, y el muchacho se levanta y toma el libro y releva a su compañero.
Otra
tarde, el maestro, que quiere que aprendamos España como quien aprende a sumar,
trae su acordeón al colegio, se sienta abrazado a él y nos enseña canciones
para memorizar la geografía, con estrofas que relacionan los ríos que van a dar
al norte, al sur, al este, al oeste y a todos los sitios. «Aprended, niños queridos,
a conocer vuestra patria...» Un día de lluvia, nos explicará nuestro maestro
que la lluvia puede provocarse artificialmente arrojando a las nubes yoduro de
plata, y yo, confundido por su silabeo de hombre del sur, voy a entender que es
posible hacer llover con diez duros de plata, y me devanaré los sesos
preguntándome a quién habrá que darle ese dinero.
Viaje con Clara por Alemania (MAXI) de Fernando
Aramburu
NARRATIVA (F). Novela
Abril 2014
MAXI MAX 18/3
ISBN: 978-84-8383-857-0
País edición: España
464 pág.
9,57 € (IVA no incluido)
Abril 2014
MAXI MAX 18/3
ISBN: 978-84-8383-857-0
País edición: España
464 pág.
9,57 € (IVA no incluido)
Clara, que ha recibido
el encargo de escribir una guía personal de Alemania, convence a su pareja para
tomarse un periodo sabático y viajar juntos por el norte del país. Para ella
significa la oportunidad de rematar una obra inspirada. Para él, en cambio, un
extranjero que lleva pocos años en el país, será ocasión de unas vacaciones
placenteras, con el solo inconveniente de visitar museos... o librerías donde
preguntar por el libro publicado de su mujer. Pero por más que el recorrido y
las actividades estén organizados al germánico modo, enseguida surgen
problemas: menores algunos, como las jaquecas de ella o sus crisis de
inspiración, que obligan a Clara a quedarse en el hotel y a él a realizar el
correspondiente reportaje; otros más graves, como la irrupción de la familia
alemana, o de algunos amigos de un ecologismo radical, que proporcionarán al
viaje sus momentos más hilarantes y más enternecedores. La clave, como ya ha
descubierto el lector, es que estamos leyendo la crónica que él, que no es
escritor, se ve obligado a redactar para recoger todo aquello que la guía de su
mujer ha obviado.
Tengo
entendido que soy roncador. Ni lo afirmo ni lo niego puesto que carezco de la
facultad de escucharme cuando estoy dormido. Clara es quien se encarga de
ponerme casi todos los días al corriente de esta particularidad fisiológica de
mi persona. A veces se desacuesta de mal temple por culpa de mis serenatas
respiratorias. Yo le digo que si fueran evitables secundaría la idea de que me
llevase a juicio. Otra solución consistiría en dormir en habitaciones
separadas, pero no quiere. Dice que sola en la cama se siente desprotegida.
Hasta donde me ha sido posible indagar, se trata de una aprensión que ella
arrastra desde la infancia. Yo me acuerdo de que el roncar se practicaba mucho en
mi familia. A mi padre, que en paz descanse, siendo yo niño lo oíamos serrar el
aire por las noches a través de las paredes. Mi madre no tenía la misma
potencia; pero a su modo sabía hacerle el contrapunto al marido, con el
resultado de que jamás hubo, que yo recuerde, por la cuestión del dormir
discordia entre ellos. El problema no radica, pues, como piensa Clara, en que
uno ronque, sino en que el otro no lo haga. Porque si los dos roncaran ninguno
habría de esperar desvelado el amanecer con las cejas hoscas, la boca llena de
reproche y los ojos irritados por la insuficiencia de reposo, sino que habría dormido
y descansado la pareja en paz ruidosa, pero en paz al fin. Estas reflexiones
con que me entretengo a menudo prefiero no comunicárselas a Clara en espera de
que los años la conviertan también a ella en roncadora y entonces las pueda
apreciar y comprender.
Pero
a lo que iba. El día previsto para el comienzo de nuestro viaje, por la mañana
temprano, sonó el despertador. Busqué en la penumbra la suave, la caliente, la
carnosa mejilla de Clara para besarla. Ella se dejó querer. Tan evidente condescendencia
suscitó en mí una entre duda y confianza de que se hubiese despertado con
cierta disposición sensual favorable a mis intereses, pero no. Aquella mansedumbre
y dejadez de los miembros no eran señales de lo que yo en un primer momento
había presumido, sino que estaban directamente impuestas por el cansancio.
Clara me susurró al oído, en tono débil pero manifiestamente acusatorio, que yo
había roncado; en concreto, que había roncado más que de costumbre. La culpa punzante
avivó mis deseos de resarcirla. En tales circunstancias, el cumplimiento de una
tarea doméstica como sucedáneo de castigo suele ser lo más adecuado. Sirve
tanto para mostrar contrición como buena voluntad. Nunca falla. Clara descubrió
hace tiempo esta característica no sé si psicológica o moral mía, y por eso, a
veces, si la ofendo de obra o de palabra, en lugar de enzarzarse en una disputa
conmigo, ahorra tiempo, molestias y enfados indicándome la manera más eficaz de
que nos congraciemos. «Ratoncito», dice, «pela una docena de patatas.» Si por alguna
razón no me asigna una tarea, entonces yo la elijo por mi cuenta, no importa
cuál, ya que el efecto es siempre el mismo.
Con
dicho propósito me levanté y me vestí aquel día. Clara permaneció en la cama.
Estuve atento a la llegada del panadero ambulante mientras preparaba la mesa de
la cocina para el desayuno. El panadero viene con su furgoneta desde Schortens.
Hay panadería y tienda de comestibles en el pueblo; pero abren más tarde y nos
quedan un poco lejos de casa. El panadero de Schortens anunció su presencia
mediante los toques de un timbre que tiene instalado en su vehículo. El timbre
emite un sonido discreto, de manera que quien quiera pan lo oiga y quien quiera
seguir durmiendo, no. Yo quería unos panecillos y salí a la calle. Ya había
amanecido. Caía un aguacero de espanto, envuelto en un rumor de agua rota al
estrellarse contra el suelo. Al pie de las escaleras de la entrada se había
formado un charco de grandes dimensiones. Imposible cruzarlo de un salto. Hube
de volver para cambiarme las sandalias caseras por otro calzado. Fue entonces
cuando, desde el dormitorio, me llegó la voz soñolienta de Clara preguntando qué
tiempo hacía. Antes de responderle, alcé la vista al cielo encapotado. En otras
circunstancias acaso me hubiese permitido un chiste sobre su teoría de los
sueños premonitorios; pero aquel viaje que estábamos a punto de emprender era
por demás importante para ella y me tomó de pronto una sacudida de lástima.
Flotaba a ras del césped una neblina que en algunos lugares del jardín se
confundía con las sombras de los arbustos, y aun se alargaba hasta las primeras
ramas de nuestros dos manzanos. El aire olía a tierra húmeda y a musgo. Las
plantas se veían ligeramente inclinadas, como abatidas y melancólicas por el
peso de tanta lluvia. No soplaba, por fortuna, el viento, y ése era el único consuelo
que yo podía aportarle a Clara. Con idea de retrasar tanto como fuera posible
su disgusto, fingí no haber oído la pregunta. Anduve una veintena de pasos bajo
la lluvia para que ella no me sintiera desde la cama abrir el paraguas. El panadero
correspondió a mi saludo con una broma acerca del tiempo. Yo miraba las nubes
como estudiando las posibilidades de que en cuestión de dos o tres minutos se
produjese un milagro.
El
milagro no se produjo. Sonaban truenos y llovía de manera torrencial cuando nos
pusimos en camino poco después de las siete de la mañana. Era un lunes de
julio. Yo ocupé asiento junto al volante conforme al acuerdo que teníamos hecho
para que me encargara todos los días de la conducción a fin de que ella pudiese
mientras tanto tomar notas para su libro. Los limpiaparabrisas parecían repetir
en son de protesta, con su rápido vaivén: no, no, no... Pienso ahora como pensé
entonces que los limpiaparabrisas expresaban con exactitud lo que tanto Clara
como yo sentíamos en aquel preciso instante: no a los nubarrones, no al diluvio
que estaba cayendo, no a los charcos en el asfalto, no y no. ¿Para qué
interferir con comentarios superfluos en la certera elocuencia de los
limpiaparabrisas? Íbamos, por consiguiente, los dos callados. Y ya teníamos a
la vista los primeros edificios de Wilhelmshaven cuando se le ocurrió a Clara
preguntar de manos a boca si antes de salir de casa me había acordado de apagar
la cocina eléctrica. A lo cual no supe responder con total y absoluta
seguridad, aunque yo pensaba que sí, que la debía de haber apagado, porque
conociéndome como me conozco, le dije, no me podía imaginar que hubiese cometido
la imprudencia de dejarla encendida. Me preguntó con el entrecejo fruncido qué
tanto por cierto de seguridad abrigaba al respecto. ¿Cómo medir tal cosa?
Insistió: «¿Cien, ochenta, sesenta por ciento?» Calculé por calcular que entre un
ochenta y cinco y un noventa por cierto. Comprendí al instante el error de
haberme dejado arrastrar a una respuesta, pero ya era tarde. Clara determinó
que volviéramos a casa de inmediato. Volvimos. Mejor volver entonces, pensé, que
más tarde, cuando estuviéramos a muchos kilómetros del pueblo. Como yo suponía,
encontramos la cocina eléctrica apagada. Así y todo, aquel inútil regreso cobró
un sentido reconfortante para Clara. Y es que mientras comprobábamos una vez
más si habíamos desconectado los aparatos y cerrado bien las ventanas y dejado
todo en orden dentro de la casa, paró de llover. Fue este un motivo de alegría
para Clara, por más que el cielo continuaba cubierto de nubes negras y era previsible
que en cualquier momento se desatara un nuevo chaparrón. Sea como fuere, ya no
hacía falta conducir con los limpiaparabrisas en funcionamiento. Nada más
enfilar la carretera principal del pueblo, Clara se volvió hacia mí para decirme
en un tono de serenidad satisfecha: «¿No te dije ayer que mis sueños nunca se
equivocan? ¿No te dije que no llovería el día de nuestra partida?» Yo tendré
defectos en abundancia, pero sé guardar la boca cuando conviene. Eso es lo que hice
en lugar de cometer la impertinencia de recordarle a Clara su pronóstico de la
víspera. La cerrazón del cielo nos impedía distinguir en la masa compacta de
nubes un cerco de claridad que sirviese para situar el sol, aquel sol
maravilloso que, según había dicho ella, la obligaría a viajar con gafas
oscuras. En un punto había desde luego que darle a Clara la razón: no llovía. Y
de este modo, callándome lo que pensaba, preferí alegrarme con ella de que nuestra
aventura hubiese comenzado con tan buenos auspicios.
Más allá del espejo (MAXI) de John Connolly
POLICIACOS (F). Otros
Abril 2014
MAXI MAX 7/11
ISBN: 978-84-8383-856-3
País edición: España
176 pág.
6,68 € (IVA no incluido)
Abril 2014
MAXI MAX 7/11
ISBN: 978-84-8383-856-3
País edición: España
176 pág.
6,68 € (IVA no incluido)
Algo malsano flota
todavía en el interior de la Casa Grady. En esa tenebrosa casa, perdida en las
lindes de un denso bosque y de cuyas paredes cuelgan tal vez demasiados
espejos, ocurrieron hechos atroces. Allí su dueño, John Grady, asesinó a varios
niños tras secuestrarlos. Años después, el padre de una de las víctimas, que
compró la casa para que nadie olvidara los crímenes cometidos en ella, tiene
indicios de que una niña desconocida podría estar en peligro. Y acude a Charlie
Parker para que evite una tragedia. El detective, que no duda en aceptar el
caso, va en busca de todos los que conocieron a John Grady. Quizá logre así
descubrir qué secretos oculta todavía la casa, aunque eso suponga atraerse la
ira de esos seres espectrales que acuden siempre a la llamada del Mal.
La
casa Grady no es fácil de encontrar. Está al pie de una tortuosa carretera
rural que, como un reptil que se apartara del camino para arrastrarse hasta
morir, se desvía de la Estatal 210 en dirección noroeste y avanza entre
escarpados ribazos poblados de pinos y abetos, cada vez menos transitable a
medida que el asfalto da paso al cemento agrietado, el cemento a la grava, la
grava a la tierra, como si conspirase para disuadir a quienes llegaran a ver la
casa de tejado azul a dos aguas que aguarda al final. E incluso allí surge un
último obstáculo que los curiosos tendrán que vencer, ya que el desigual sendero
que lleva hasta la puerta está asilvestrado, invadido por la maleza. Árboles
caídos siguen donde en su día se desplomaron y forman ahora puentes naturales
que aprovechan las plantas rastreras y las trepadoras, sumándose a ellas las
zarzas y las ortigas para crear un torvo muro verde y marrón. Sólo los
visitantes más tenaces lograrán superarlo abriéndose paso a través de la
vegetación o salvando zanjas y peñascos, tropezando con raíces que apenas
parecen prendidas al terreno, raíces de árboles a merced de cualquier tormenta,
hasta la más ligera.
Aquellos
que consigan pasar llegarán a un jardín de tierra gris y hierbajos malolientes,
delimitado por el linde del bosque, que allí está formado por una hilera de
árboles llamativamente uniforme a una distancia de seis o siete metros de la
casa, de tal modo que se diría que la propia naturaleza se resiste a
aproximarse. Es una sencilla construcción de dos plantas, con el piso superior
coronado por una mansarda. Un porche la circunda por tres de sus lados, y en la
fachada este un balancín torcido, en estado lastimoso, cuelga de una sola
cuerda. Las hojas muertas, abarquilladas como restos de insectos, se amontonan
contra ventanas y puertas. Enterrado entre ellas asoma el cascarón momificado
de una carriza, su cuerpo aplastado y sus plumas tan frágiles como un pergamino
antiguo.
Hace
ya tiempo que las ventanas de la casa Grady se tapiaron con tablones y las
entradas delantera y posterior se reforzaron mediante puertas de acero. Nadie ha
ocasionado desperfectos, porque incluso los gamberros más osados se abstienen
de acceder a ella. Algunos se acercan a mirar y a tomar una cerveza a su sombra,
como si desafiaran a los demonios de la casa a arremeter contra ellos; pero,
como niños pequeños incitando a un león a través de los barrotes de la jaula, son
valientes siempre y cuando se interponga una barrera entre ellos y la presencia
oculta en la casa Grady.
Pues
allí hay una presencia. Acaso no tenga nombre, o ni siquiera forma, pero
existe. Se compone de sufrimiento, de dolor y de desesperanza. Está en el polvo
del suelo y en el papel desvaído que se desprende lentamente de las paredes. Está
en las manchas del fregadero y en la ceniza del último fuego. Está en la
humedad del techo y en la sangre del entarimado. Está en todo, y todo forma
parte de ella.
Y
está a la espera.
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