Querido Diego, te abraza Quiela de Elena Poniatowska
ISBN: 978-84-15979-20-3
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 96
PVP: 14,95 €
Octubre de 1921.
Angelina Beloff, pintora rusa exiliada en París, envía una carta tras otra a su
amado Diego Rivera, su compañero desde hace diez años, que la ha dejado
abandonada y se ha marchado a México sin ella. Angelina, a quien Diego se dirige
con el diminutivo de
Quiela, fue la primera esposa del muralista mexicano y una excelente pintora, eclipsada por el genio de su marido. Su relación, marcada por la pobreza y por la tiranía de Rivera, fue tormentosa, y la adoración de Quiela, incondicional. Brutal, ególatra, irresistible, Rivera se nos dibuja como un monstruo que hace su voluntad en el arte y el amor. «Ella me dio todo lo que una mujer puede dar a un hombre», diría Rivera. «En cambio, recibió de mí todo el dolor en el corazón y la miseria que un hombre puede causarle a una mujer.»
Quiela, fue la primera esposa del muralista mexicano y una excelente pintora, eclipsada por el genio de su marido. Su relación, marcada por la pobreza y por la tiranía de Rivera, fue tormentosa, y la adoración de Quiela, incondicional. Brutal, ególatra, irresistible, Rivera se nos dibuja como un monstruo que hace su voluntad en el arte y el amor. «Ella me dio todo lo que una mujer puede dar a un hombre», diría Rivera. «En cambio, recibió de mí todo el dolor en el corazón y la miseria que un hombre puede causarle a una mujer.»
7
de noviembre de 1921
Ni una línea tuya y el frío no ceja en su
intento de congelarnos. Se inicia un invierno crudísimo y me recuerda a otro
que tú y yo quisiéramos olvidar. ¡Hasta tú abandonabas la tela para ir en busca
de combustible! ¿Recuerdas cómo los Severini llevaron un carrito de mano desde
Montparnasse hasta más allá de la barrera de Montrouge donde consiguieron
medio saco de carbón? Hoy en la mañana al alimentar nuestra estufita pienso en
nuestro hijo. Recuerdo las casas ricas que tenían calefacción central a todo
lujo, eran, creo, calderas que funcionaban con gas, y cómo los Zeting, Miguel y
María, se llevaron al niño a su departamento en Neuilly para preservarlo. Yo
no quise dejarte. Estaba segura de que sin mí ni siquiera interrumpirías tu
trabajo para comer. Iba a ver al niño todas las tardes mientras tú te absorbías
en El matemático. Caminaba por las calles de nieve ennegrecida, enlodada por
las pisadas de los transeúntes y el corazón me latía muy fuerte ante la
perspectiva de ver a mi hijo. Los Zeting me dijeron que apenas se recuperara se
lo llevarían a Biarritz. Me conmovía el cuidado con que trataban al niño.
María, sobre todo, lo sacaba de la cuna —una cuna lindísima como nunca Dieguito
la tuvo— con una precaución de enfermera. Aún la miro separar las cobijas
blancas, la sabanita bordada para que pudiera yo verlo mejor. «Hoy pasó muy
buena noche», murmuraba contenta. Lo velaba. Ella parecía la madre, yo la
visita. De hecho así era, pero no me daban celos, al contrario agradecía al
cielo la amistad de los Zeting, las dulces manos de la joven María arropando a
mi hijo. Al regresar a la casa, veía yo los rostros sombríos de los hombres en
la calle, las mujeres envueltas en sus bufandas, ni un solo niño. Las noticias
siempre eran malas y la concierge se encargaba de dármelas. «No hay leche en
todo París» o «Dicen que van a interrumpir el sistema municipal de bombeo
porque no hay carbón para que las máquinas sigan funcionando», o más aún «el
agua congelada en las tuberías las está reventando». «Dios mío, todos vamos a
morir.» Después de varios días, el médico declaró que Dieguito estaba fuera de
peligro, que había pasado la pulmonía. Podríamos muy pronto llevárnoslo al
taller, conseguir algo de carbón, los Zeting vendrían a verlo, nos llevarían
té, del mucho té que traían de Moscú. Más tarde viajaríamos a Biarritz, los
tres juntos, el niño, tú y yo cuando tuvieras menos trabajo. Imaginaba yo a
Dieguito asoleándose, a Dieguito sobre tus piernas, a Dieguito frente al mar.
Imaginé días felices y buenos, tan buenos como los Zeting y su casa en medio de
los grandes pinos que purifican el aire como me lo ha contado María, casa en
que no habría privaciones ni racionamiento, en que nuestro hijo empezaría a
caminar fortalecido por los baños de sol, el yodo del agua de mar. Dos semanas
más tarde, cuando María Zeting me entregó a Dieguito, vi en sus ojos un
relámpago de temor, todavía le cubrió la carita con una esquina de la cobija y
lo puso en mis brazos precipitadamente. «Me hubiera quedado con él unos días
más, Angelina, es tan buen niño, tan bonito, pero imagino cuánto debe
extrañarlo.» Tú dejaste tus pinceles al vernos entrar y me ayudaste a acomodar
el pequeño bulto en su cama.
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