domingo, 12 de enero de 2014

Fragmentos Nº160: Joaquín Rodrigo



Carlos Laredo
Joaquín Rodrigo

Respecto a la belleza y a la forma de expresarla a través de los sentimientos en la literatura, se desarrolló mucho más de lo que es normal en los muchachos de su edad, durante las horas en las que Rafael le leía, que superaban a las que pasaba escuchando música.
En múltiples ocasiones durante su vida, Joaquín Rodrigo dijo que su gran pasión fue la literatura, “la pasión de su juventud”. Es posible que exagerase, aun así se comprende en alguien con capacidad creativa y espíritu inquieto. También dijo en varias ocasiones que ser escritor era un sueño imposible, como si saltase a la vista que lo fuera. ¿Se trataba de una frustración? Más bien debía de tratarse de la imposibilidad que sienten las mentes sensibles y curiosas de abarcar todo el espectro de sus apetencias. Joaquín hablaba de la literatura como de la pintura: algo fuera de su alcance. Y no hay razón para ello, simplemente había llegado el momento de su vida en el que tenía que escoger y escogió la música. Su realismo le obligó a reconocer en cierta ocasión, hablando de su ceguera: “Por eso mismo, quizás, he sido músico. ¿Qué otra cosa podía ser?”.
Pudo ser que lo decidiera tras el primer concierto al que asistió. ¿Fueron entonces Wanda Landowska (1879-1959) y la rancia dulzura de su clavecín quienes le suministraron las gotas de felicidad que necesitaba para decidirse? También pudo haber sido Arthur Rubinstein (1887-1982), quien lo impresionó (según sus propias palabras) interpretando uno de los conciertos para piano de Chopin con la Sinfónica de Madrid. Si la literatura y la música compitieron por su amor, no hay duda alguna de quién ganó la partida. No obstante, el joven Joaquín no dejó de cultivarse literariamente y Rafael Ibáñez seguía leyendo para él todo lo que le pedía que le leyese. No solo le leía sino que, cuando lo acompañaba, le explicaba pacientemente cómo eran las cosas, las calles, los paisajes y las personas. Discutía con él de los temas que estudiaban, recitaba poesías que sabía de memoria, le contaba cosas de su pueblo, le hablaba de los animales y las plantas. Rafael poseía ese refinamiento innato que adorna a algunas personas sin estudios o de origen humilde y que sorprende a quienes, habiendo dispuesto de mejores medios para educarse, permanecen en la mediocridad. Si se tiene en cuenta que era un empleado o, utilizando la terminología de la época, “un criado” y que Joaquín era el hijo del amo, la dedicación y el afecto que Rafael le mostró no guardaban relación con la paga que percibía.
 

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