domingo, 30 de junio de 2013

Fragmentos Nº121: Entrevistas breves con hombres repulsivos




David Foster Wallace 
Entrevistas breves con hombres repulsivos

Resultaba degradante; la persona deprimida se sentía degradada. Contaba que le resultaba degradante llamar a amigas de su infancia mediante conferencias a larga distancia en plena noche, cuando estaba claro que tenían otras cosas que hacer vidas que vivir y relaciones vibrantes, saludables, íntimas y llenas de cariño con parejas atentas; resultaba degradante y patético estar disculpándose constantemente por aburrirlas o sentir que tenía que darles las gracias efusivamente por el mero hecho de ser amigas suyas. Los padres de la persona deprimida se habían repartido finalmente el coste de su ortodoncia; sus abogados habían contratado los servicios de un mediador profesional para organizar el acuerdo.
También había hecho falta mediación para negociar los calendarios de pago compartido de los internados de la persona deprimida, sus campamentos de verano y de Vida y Alimentación Sana, sus lecciones de oboe y sus seguros de automóvil y contra terceros, así como la cirugía estética necesaria para corregir una malformación de la espina nasal anterior y el cartílago alar de la nariz de la persona deprimida, responsable de un achatamiento de la nariz que a ella le resultaba atrozmente pronunciado y que, junto con el refuerzo ortodóncico externo que tenía que llevar veintidós horas al día, hacía que el hecho de mirarse en los espejos de sus dormitorios en los internados resultara superior a sus fuerzas. Y aun así, en el año en que el padre de la persona deprimida se casó en segundas nupcias —en lo que fue quizá un gesto raro cariño desinteresado o quizá un coup de grâce que de acuerdo con la madre de la persona deprimida fue planeado para lograr que sus sentimientos de humillación y de superfluidad fueran totales—, él había pagado in toto, las lecciones de equitación, los jodhpurs y las botas espantosamente caras que la persona deprimida había necesitado a fin de ser admitida en el Club de Equitación de su penúltimo internado, entre cuyos miembros se contaban las únicas chicas que la persona deprimida sentía, tal como le confesó a su padre por teléfono entre sollozos ya avanzada una noche verdaderamente horrible, que la aceptaban mínimamente y mostraban algún asomo de compasión y empatía y con quienes al persona deprimida no se había sentido completamente chata y llena de hierros en la cara e inepta y rechazada como para sentir que era un acto diario de tremendo aplomo personal el mero hecho de salir de su dormitorio para ir a cenar al comedor.

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