Berna
González Harbour
Verano
en rojo
Encontrar
los Talleres Sánchez fue fácil en un viejo tomo de páginas amarillas que aún
había en comisaría. Y más fácil aún sobre el terreno, en una rotonda de la
carretera de Monte al Sardinero, no muy lejos de la casa de la abuela. «Junto
al puente abandonado», rezaba el propio anuncio del taller en la guía telefónica.
Y eso no tenía pérdida para nadie que conociera mínimamente el extrarradio de
la ciudad. El puente abandonado se había convertido en un monumento al absurdo
de la construcción, a la fiesta del urbanismo loco que había apresado a España
en los noventa, trazando un mastodóntico paso desde ninguna parte hasta ninguna
parte encima de la autovía. Si alguien le hubiera dado a elegir entre dos
versiones: que era un puente salido de un cuento surrealista o un puente salido
de un plan urbanístico, solo habría elegido la primera. Porque siempre que había
pasado por allí había recordado el viejo relato del chico que arrojó por la
ventana unas habichuelas creyendo que no servían para nada y se encontró una
planta que crecía, y crecía hasta el cielo, empequeñeciendo su casa y su pueblo
hasta eso, hasta el surrealismo. Este puente parecía también haber salido de
unas habichuelas mágicas, parecía ensombrecer las casas de pueblo que había por
allí, porque se había aposentado ante las ventanas de todos sin más explicación
que la del relato del absurdo: un plan urbanístico inconcluso, cambiado en
medio de su andadura quién sabe por qué intereses.
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