Berna
González Harbour
Verano
en rojo
Ya
caía el sol cuando los dos policías emprendieron el camino de regreso. Tomás
ayudó a María a reclinar el asiento, le ató con cuidado el cinturón, colocó su
bolso-almacén a buen recaudo y estuvo tentado de apartarle el pelo de la cara,
pero ella estaba alerta y se lo pasó por detrás de las orejas con los dedos que
le habían quedado al descubierto. El vendaje de las manos era aparatoso: dos
bolas de gasas desde el codo hasta las yemas, como guantes de boxeo listos para
atacar y desafiar de una vez el color blanco, limpio e impoluto del hospital.
La cara no tenía mejor aspecto, con varios apósitos colocados para supurar y
cicatrizar los trece microcortes que habían quedado tras retirársele otros
tantos cristales de mejillas, frente y sienes. Solo uno era más serio, en el
pómulo derecho, y habría que vigilarlo cada día para supervisar su cierre. Pero
dadas las circunstancias, se podía decir que había tenido suerte.
—Ha
sido un milagro que no te hayan entrado los cristales en los ojos —dijo Tomás,
ya sentado en su asiento de piloto.
—No
me hables de milagros, por favor —zanjó María.
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