Una
serie de catastróficas desdichas: Un mal principio
Lemony
Snicket
YO
no sé si os habréis dado cuenta, pero a menudo las primeras impresiones son
absolutamente equivocadas. Por ejemplo, puedes mirar un cuadro por primera vez
y que no te guste nada, pero, después de mirarlo un rato, te puede parecer muy
agradable. La primera vez que pruebas el queso gorgonzola te puede parecer
demasiado fuerte, pero, cuando eres mayor, es posible que no quieras comer otra
cosa que queso gorgonzola. A Klaus, cuando nació Sunny, el bebé no le gustaba
lo más mínimo, pero, cuando tuvo seis semanas, los dos eran uña y carne. Tu
opinión inicial acerca de casi cualquier cosa puede cambiar con el paso del
tiempo.
Me
gustaría poder deciros que las primeras impresiones de los Baudelaire acerca
del Conde Olaf y su casa fueron equivocadas, como suele ocurrir con las
primeras impresiones. Pero estas impresiones —que el Conde Olaf era una persona
horrible y su casa una deprimente pocilga— eran absolutamente acertadas.
Durante los primeros días de la llegada de los huérfanos a la casa del Conde
Olaf, Violet, Klaus y Sunny intentaron sentirse como en su casa, pero fue
imposible. A pesar de que la casa del Conde Olaf era bastante grande, los tres
niños fueron instalados juntos en un dormitorio asqueroso, que solo tenía una
cama pequeña. Violet y Klaus se turnaron para dormir en ella, de modo que cada
noche uno de ellos estaba en la cama y el otro dormía en el suelo de madera, y
el colchón era tan duro que se hacía difícil decir cuál estaba más incómodo.
Violet, para hacerle una cama a Sunny, arrancó las cortinas que colgaban de la
única ventana del dormitorio y las amontonó, formando así una especie de
colchón, justo lo bastante grande para su hermana. No obstante, sin cortinas en
la ventana de marco agrietado, el sol entraba por la mañana, y los niños se
levantaban todos los días temprano y doloridos. En lugar de armario, había una
gran caja de madera, que antes había contenido una nevera y que ahora servía
para que los niños guardasen apilada toda su ropa. En lugar de juguetes, libros
u otras cosas para que los jóvenes se entretuvieran, el Conde Olaf les había
proporcionado un montoncito de piedras. Y la única decoración de las
desconchadas paredes era un cuadro enorme y horrible de un ojo, que hacía juego
con el del tobillo del Conde Olaf y todos los de la casa.
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