viernes, 12 de abril de 2013

Novedades, abril de 2013: Tusquets Editores (I)



Malvados de John Connolly

NARRATIVA (F). Novela
POLICIACOS (F). Otros
Abril 2013
Andanzas CA 803
ISBN: 978-84-8383-465-7
País edición: España
392 pág.
19,23 € (IVA no incluido)

En el remoto año de 1693, los colonos de una pequeña isla de Maine —llamada no por casualidad Santuario— fueron exterminados por unos asesinos armados de mosquetes y cuchillos. Desde entonces, la isla se ha repoblado y ha disfrutado de trescientos años de paz.
Hasta ahora. Porque una banda de criminales se dirige hacia allí en busca de la mujer que traicionó al cabecilla de todos ellos y lo envió a la cárcel. En su camino sólo se interponen dos personas: Sharon Macy, una agente de policía novata, aunque decidida, y el jefe de policía de la isla, un hombre gigantesco, extraño y taciturno conocido con el nombre de Joe Dupree, alias Melancolía. Pero Dupree no es un hombre cualquiera. Es el guardián de todos los secretos que alberga la isla: sabe que Santuario vio correr sangre inocente en el pasado y que no tolerará una nueva matanza. En Santuario, el mal encontrará quien le plante cara.


Las olas rompen contra la costa de la isla. No hay luz en casi ninguna casa. No ruedan coches por Island Avenue, la calle mayor de la pequeña localidad. Más tarde, cuando amanezca, el jefe de correos, Larry Amerling, se sentará a su mesa y esperará  el barco correo que trae la primera correspondencia del día. Sam Tucker abrirá el mercado de Casco Bay y pondrá a la venta la hornada diaria de rosquillas, cruasanes y pasteles. Llenará las cafeteras y saludará por su nombre a los que se pasen a llenar sus tazas antes de tomar el primer ferry del día con destino a Portland. Más tarde, Nancy y Linda Tooker abrirán el Dutch Diner para la tradicional jornada de siete horas —de siete a dos, siete días a la semana—, y los que puedan permitirse tomarse la vida con más calma bajarán tranquilamente a desayunar y a cotillear un rato, comiendo huevos revueltos con beicon y mirando por la ventana el pequeño embarcadero al que el ferry de Archie Thorson llega y del que parte con razonable regularidad y con puntualidad algo menos razonable. A mediodía, Jeb Burris dejará de atender el motel Black Duck y pasará a atender el bar Rudder, aunque tampoco en invierno el trabajo le quita mucho tiempo. De jueves a sábado, Good Eats, el único restaurante de la isla, abre para ofrecer cenas, y Dale Zipper, el cocinero y propietario, bajará al atracadero a negociar el precio de langostas y cangrejos. Los camiones de Construcciones Jaffe, la mayor empresa del ramo de la isla (con un total de veinte empleados), sal drán a realizar las tareas del día, que van desde la construcción de viviendas a la reparación de barcos, pues Covey Jaffe se precia de tener una plantilla flexible. Como es principios de enero, sigue sin haber escuela, por lo que el colegio de primaria Dutch Island aún no ha abierto sus puertas y no habrá niños mayores que vayan en el ferry a los colegios del continente. A algunos de ellos se les ocurrirán nuevas travesuras, buscarán nuevos lugares en los que fumar marihuana y echar un casquete, preferiblemente sin que los vean sus padres ni la policía. Muchos aún ignorarán la muerte de Wayne Cady y Sylvie Lauter, y cuando a la mañana siguiente se enteren del accidente, y pasen los primeros momentos de conmoción, empezarán a temer posibles represalias de los adultos en forma de coacción parental y mayor vigilancia policial. Pero al principio sólo habrá consternación y llanto; los chicos recordarán lo mucho que desearon a Sylvie Lauter y las chicas pensarán con una especie de afecto en los manoseos adolescentes de Wayne Cady. Se empinarán botellas en secreto y hombres y mujeres jóvenes visitarán la casa de Cady y la de Lauter y recibirán en un silencio apurado el abrazo de los padres desconsolados.
Pero de momento, la única luz que hay encendida en Island Avenue, sin contar la docena de farolas de la isla, se encuentra en el edificio del ayuntamiento, sede de los bomberos, de la biblioteca y de la policía. En la pequeña oficina de la policía local hay un hombre sentado en una silla. Se llama Sherman Lockwood y es uno de los policías de Portland que prestan servicio por turno en la isla. Aún tiene las manos y el uniforme manchados de la sangre de Sylvie Lauter, y cristales del parabrisas incrustados en la suela de las botas. A su lado hay una taza de café frío. Tiene ganas de llorar, pero se las aguantará hasta que llegue a su casa del continente y despierte a su mujer, la abrace con fuerza y dé rienda suelta a los sollozos. Tiene una hija de la edad de Sylvie y su peor pesadilla es verla algún día como ha visto a Sylvie esa noche, la promesa de que vive sólo porque no ha muerto. Extiende la mano y a la luz de la lámpara de la mesa ve la sangre que le ha quedado en las uñas y en los pliegues de los nudillos. Podría ir al baño y lavarse las últimas huellas de la chica, pero el lavabo de porcelana está lleno de motas rojas y teme perder el dominio de sí si ve esas manchas. Así que Sherman aprieta los puños, se los mete en los bolsillos de la chaqueta y procura no temblar.
Por la ventana, Sherman puede ver un gran bulto que se recorta contra el firmamento. El bulto es un hombre, un hombre casi medio metro más alto que él, un hombre incomparablemente más fuerte y más triste que Sherman. Sherman no es un nativo de Dutch Island. Nació y creció en Biddeford, al sur y no lejos de Portland, donde sigue viviendo con su esposa y sus dos hijos. La muerte de Sylvie Lauter y de su novio, Wayne, le resulta terrible y dolorosa, pero no los ha visto crecer como el hombre de la ventana. Sherman no forma parte de esa comunidad estrechamente unida. Él es un forastero y siempre lo será.

Si mañana muero de Eugenio Fuentes

NARRATIVA (F). Novela
Abril 2013
Andanzas CA 802
ISBN: 978-84-8383-464-0
País edición: España
456 pág.
19,23 € (IVA no incluido)

Rubén es un joven pintor ilusionado porque, en 1936, logra su primera exposición en Madrid y, además, consigue vender de inmediato su mejor cuadro. No se espera sin embargo la afrenta del comprador, un tal Jerónimo de las Hoces, que acaba quemando el cuadro en su presencia. El estallido de la guerra lo precipita todo. Destinado al Servicio de Propaganda, Rubén conoce a Marta Medina, una violista que estudia en el conservatorio, y a su compañero Marcelo. Junto con otros milicianos, los tres acabarán en el frente de Extremadura, en Breda, una población importante y de valor estratégico, porque podría detener el avance de los militares golpistas que pretenden unir la zona sur de la Península con la bolsa del norte. Pero Breda es también el lugar de residencia de un extraño terrateniente aficionado al arte que, enfermo de melancolía, ha construido un túmulo misterioso, un monumental mausoleo en memoria de su esposa fallecida. 


He dormido mal durante toda la noche. En dos ocasiones me he levantado a beber agua y luego he tardado mucho tiempo en recuperar el sueño, para, a la postre, despertarme al amanecer empapado en sudor, con la boca seca a causa de una pesadilla. ¡Qué desconcertantes son los sueños, qué turbulentos siempre, cómo extienden sus pólipos para remover los pensamientos más ocultos hasta sacar a la luz su alocada provisión de imágenes! He soñado que todo ardía a mi alrededor. Ardía la galería con los cuadros de la exposición mientras Almeida, al intentar salvarlos, también se quemaba: una figura más en llamas entre las figuras pintadas en óleos y acuarelas; ardía la ciudad con todas  sus casas y jardines e iglesias y monumentos; ardían los cines y los teatros; de pronto se echaban a arder los puentes, ardían los bosques con llamaradas profundas y espirales y ardía el mar prendido por el combustible de las algas; ardían los pianos en mi sueño, y la música ardía con llamaradas mudas, produciendo un extraño silencio; ardían los caballos y los zorros, y al huir aterrados del fuego sus colas prendían los campos de pastos y cereales; ardían los libros y las campanas y las máquinas de coser; ardían los espejos y las banderas, el pan y la sal, los campos de fútbol y las relojerías... Y aunque siempre he discrepado de los surrealistas y me ha parecido un recurso facilón recurrir a los sueños como materia artística, las imágenes eran tan nítidas e intensas, tan avasalladoras, que al levantarme he sentido la tentación de dibujarlas.
Sin embargo, decidido a recuperarlo, coloco sobre el caballete un lienzo virgen, similar en tamaño al de la Maternidad. Vacío en mi paleta un tubo amarillo y otro rojo, paso el pulgar por el hueco y empiezo a distribuir los volúmenes del cuadro perdido. Calculo el espacio para el fondo y trazo el contorno de la mujer que avanza llevando en brazos al niño enfermo.
Cuatro horas después, en vano intento ver la escena con los mismos ojos con que la imaginé por vez primera. El pincel lame el lienzo, pero no logra penetrarlo, no lo muerde. Ni la figura, ni el movimiento, ni los rostros reaparecen en mis trazos, ni un rasgo que sirva de apoyo para desarrollar el resto. La madre y el niño han huido, ya no están aquí, resultan marionetas almidonadas, sus ojeras no son convincentes, parecen maquillaje. Dejo su vacío en el centro de la tela y ensayo las figuras del fondo, el escenario, las sombras de las llamas o de las banderas, pero el resultado tampoco se parece al original, todo nace viejo, marchito, apolillado. Las líneas que allí eran superfluas, porque bastaba con las manchas de colores, ahora son necesarias si quiero definir y separar los volúmenes.
Incapaz de seguir encerrado ante la tela, lo raspo todo, me lavo las manos y salgo de casa. Es mediodía y en las calles hay una excitación que amplifica la agitación de días anteriores. Hace mucho calor. Un sol terco y doloroso anida entre los plátanos del paseo y, de tan claro y brillante, decolora como un ácido todo lo que toca. No se ve a nadie sentado en los bancos y los coches circulan a gran velocidad por la calzada, los tranvías pasan aullando espoleados por sus conductores, frenando solo cuando suena la espasmódica campana de un camión de bomberos o el pitido nasal de algún coche del cuerpo diplomático. La gente camina deprisa o corre, unos asustados, otros contentos: son muy parecidas las prisas del miedo y las de la fiesta. Los pasos emiten una seca resonancia sobre el empedrado, como si fueran ecos de los disparos lejanos que se oyen, quizá de una nueva refriega entre comunistas y falangistas.
La galería está cerrada y en la acera, en el lugar donde ayer ardió la Maternidad, aún quedan restos de cenizas. Arrastrado por la inercia de la gente camino hacia Sol bajo un creciente bochorno. El calor parece brotar de las propias esquinas, aumenta de una calle a otra. A medida que me acerco son más frecuentes y numerosos los grupos de hombres que hablan muy serios, como si estuvieran a punto de emprender algo muy grave, pero a quienes les falta alguien que los una y les indique la dirección en la que deben caminar. En un corro de siete u ocho obreros con insignias anarquistas oigo la palabra «guerra» y les pregunto qué ocurre.
—Los militares otra vez —responde uno de ellos.
—Se han sublevado en África.
—En África, y en Burgos, y en Navarra, y en Sevilla...
—Y parece que también aquí, en el cuartel de la Montaña.

La gran Marivián de Fernando Aramburu

NARRATIVA (F). Novela
Abril 2013
Andanzas CA 805
ISBN: 978-84-8383-467-1
País edición: España
288 pág.
17,30 € (IVA no incluido)

En Antíbula, el país dominado por un partido colectivista, la muerte de una gran actriz como Marivián, el rostro del régimen, merece funerales de Estado y grandes ditirambos en la prensa. Un periodista, que acaba de perder su trabajo porque le han hecho responsable de un obituario anónimo menos entusiasta, se propone desvelar la verdadera biografía de una mujer tan seductora. ¿Qué se esconde tras su trayectoria de conquistas y éxito imparable? ¿Qué sucedió en su infancia y en su paso por algunas de las instituciones del régimen? ¿Y cómo explicar sus películas, sus relaciones con la nomenklatura, su doble vida? Mientras reúne testimonios, documentos y entrevistas que actúan a modo de piezas de un gran rompecabezas, el narrador no oculta que también lo mueve el deseo de aclarar la muerte de su hermano, y pronto descubre que debe ser cauteloso, porque la Policía del Pueblo lo vigila.


HASTA LA UNA de la tarde estuve esperando en casa, calzado y con el abrigo puesto, a que vinieran a detenerme. Supongo que Tebe Fren habría encontrado las palabras justas para convencer al burócrata de turno de que algún reportero de Dios Mediante había usado a escondidas la máquina de escribir registrada a mi nombre. Y que para castigar mi negligencia había decidido mi expulsión del periódico.
A la una, cansado de esperar, salí de casa. Las calles reservadas para el paso del duelo estaban de bote en bote. Numerosas personas agitaban en el aire banderolas de papel, bien con la efigie de Marivián, bien con el emblema del Partido, y casi todo el mundo sostenía en la mano una hotidima roja. Tanto las banderolas como las flores las repartían gratuitamente en las esquinas chicos y chicas vestidos con el atuendo de las Juventudes Colectivistas, completado con un brazalete de luto. Agentes de uniforme, apostados de trecho en trecho a los bordes de la calzada, se encargaban del mantenimiento del orden. Aquí y allá se perfilaba sobre el mar de cabezas la silueta de algún que otro policía a caballo, con la metralleta intimidatoria terciada a la espalda. Pululaban en medio del gentío las habituales gabardinas de la Posepu. Pensé que quizá no había quedado en las dependencias policiales personal disponible para venir a prenderme.
La dirección del Partido había resuelto conferir al sepelio de la actriz el rango de un acto de Estado. En los edificios oficiales las banderas ondeaban a media asta. Los colegios habían suspendido las clases. Las emisoras de radio no cesaban de sintonizar canciones de la difunta. Los noticieros repetían que el jefe de Gobierno y Secretario General del Partido Colectivista había cancelado su viaje a la República Democrática Alemana a fin de poder dar el último adiós a la ilustre camarada.
Cinco días permaneció el cadáver expuesto en el vestíbulo del Palacio de la Revolución. Miles de antibuleses desfilaron por delante del ataúd. Bajo una cubierta de vidrio se dibujaban los rasgos de la difunta. Todavía agraciados, presentaban un brillo pastoso, como de cera. Toda la cabeza menos el rostro había sido envuelta en un paño blanco. El paño ocultaba parte de la frente y, por supuesto, la espléndida melena de Marivián. Nadie podía comprobar en lo poco que quedaba a la vista los destrozos que había causado en el cráneo de la mujer el mortal accidente, si es que fue un accidente.

El reino de los murmullos de Carole Martinez

NARRATIVA (F). Novela
Abril 2013
Andanzas CA 804
ISBN: 978-84-8383-466-4
País edición: España
232 pág.
16,34 € (IVA no incluido)

En la convulsa época de los señores feudales, la joven Esclarmonde se niega a pronunciar, ante los escandalizados asistentes a su boda, el «sí» al apuesto Lothaire: quiere que se respeten sus deseos de ofrecerse a Dios, contra la voluntad de su padre, el señor que reina en Los Murmullos. La joven pide que la encierren en una celda adjunta a la capilla del castillo, sin otra abertura que un ventano con barrotes. Pero, lejos de alcanzar la soledad a la que aspiraba, Esclarmonde no sólo participa de todo cuanto la rodea, sino que está al corriente de lo que ocurre más allá del feudo. Logra así imponerse a su padre, un hombre con un pecado inconfesable a quien Esclarmonde insta a que acuda a la cruzada que Federico I Barbarroja ha emprendido para liberar Tierra Santa. Y vivirá casi en carne propia, gracias a un extraño prodigio, las vicisitudes de esa trepidante epopeya.


Y era aquel hombre, aquel Lothaire de Montfaucon, quien, devoto del amor cortés, me arrastraba a ese juego. Intentando civilizar su deseo, la rodilla hincada en el suelo, me imploraba que le concediera un beso. ¡Me traían sin cuidado todas aquellas monsergas de arrojados caballeros a las órdenes de su dama! Otras espiaban ansiosas a los trovadores, y aun otras se deleitaban con los cantos de amor, cayendo en esa capitulación de la dama tras un largo asedio. Preguntándose, anhelantes, si el campeón tomaría a su amada. Yo había dejado de temblar por esos jóvenes guerreros, había comprendido que la amada sucumbía siempre en aquellas pamplinas, que el caballero ganaba todas las batallas. ¿Cómo dudar de su poder? La batalla, desigual por demás, estaba perdida de antemano. La dama tenía que aceptar los halagos, ponía a prueba al caballero y, superados los obstáculos, se ofrecía en recompensa a aquel que había sabido ser paciente y no se había limitado a desatar las cintas de sus calzas. Aquellos relatos se cantaban para él, único protagonista verdadero del Amor cortés. Refinamiento de los hombres violentos para quienes la conquista había pasado a ser quizá un juego demasiado fácil.
Yo nunca hubiera querido saber nada de aquel muchacho. Me inspiraba asco aquel ser que, feo por dentro, se andaba con delicadezas, y yo no aceptaba la idea de cambiar de mano.
Pero hete aquí que mi padre terminó cediendo, nos hicieron subir a ambos a una hermosa arca de novia en la que Lothaire había tomado en su ancha mano la manita temblorosa que le tendían: la mía. A partir de aquel momento estábamos prometidos y mi pretendiente podía cortejarme según los rituales del siglo. Le apasionaba verse en ese papel, nuevo y arduo para quien nunca ha sabido esperar. Ahora se me exigía que siguiese la norma, que doblegase su deseo en tanto se prolongase el noviazgo, que resistiese esforzadamente. Según se me había aleccionado, no entregaba ni mirada ni palabras cuando, con el consentimiento de mi padre, mi prometido, al volver de cazar, acudía al cuarto de las mujeres para relatar sus proezas; y mis oídos, ay mis oídos, se hallaban abiertos a mi pesar a la horrenda verborrea de aquel que, muy pronto, sería mi dueño y señor sin que de ello le cupiera la menor duda.
El matrimonio no era cosa baladí. No cabía elección alguna; de hecho, ni siquiera por parte de Lothaire, pues el doble consentimiento exigido por la Iglesia no era sino el de las familias. Pero mi galán salía enormemente beneficiado: benjamín en su poderosa familia, contaba con escasas posibilidades de eludir el celibato y la errabunda existencia de los paladines. Los primogénitos habían recibido su parte, los nombres de los dos más jóvenes no estaban destinados a pasar a la posteridad. Amey, cinco años mayor que él, quien acababa de dejar escapar un brillante partido, había renunciado ya a tomar esposa. Quedaba Lothaire, rebosante de furia y ambición.
Su fogosidad y su destreza en los torneos le habían permitido descollar hasta tal punto que, en opinión de todos, incluso de mi padre, su inestimable sangre viril merecía perpetuarse. Semejante unión era por lo tanto un regalo. Una vez casado, se convertiría a su vez en un gran señor: su esposa, por frágil, dócil y muda que fuera, le conferiría la necesaria solidez, la del instaurador de linajes. Quedaban plazas por tomar en aquel condado de Borgoña. Mi matriz lo proyectaría al futuro. Labraría mi carne como era menester para que en ella pudiera arraigar su gloria, para que se multiplicase su descendencia, apuestos mozos que, al sucederle, ostentasen su apellido, albergasen su sangre, su memoria, su gloria por los siglos de los siglos, por no hablar de la dote y de la alianza inherentes a aquella a la que le entregaban hasta que le acaeciera la muerte.

Especies en extinción de Juan Cruz

BIOGRAFÍAS, AUTOBIOGRAFÍAS Y MEMORIAS (NF). Memorias
Abril 2013
Tiempo de Memoria TM 96
ISBN: 978-84-8383-469-5
País edición: España
464 pág.
21,15 € (IVA no incluido)

Juan Cruz evoca en estas páginas su pasión por dos oficios, el de periodista y el de editor, que conoce a fondo y que hoy atraviesa tiempos convulsos. De los años en que dirigió la prestigiosa editorial Alfaguara, rememora un modo de entender la relación con los autores, de acompañarlos en sus miedos y sus vanidades, pero también en su amor incondicional por la palabra escrita, capaz de crear mundos más reales que el mundo real. Tras su paso por el mundo de la edición, su retorno al periodismo en 2005 le permite ahondar en las enseñanzas de grandes editores, como Michael Korda y Peter Mayer, y grandes periodistas, como Jean Daniel o Eugenio Scalfari, acerca de su oficio, de cómo lo han practicado ellos y qué futuro le auguran, ahora que tantos agoreros predicen la pronta desaparición de los libros y periódicos en papel.


En ese tiempo escribí algunos libros breves, de pensamientos o de sucesos que tenían que ver con mi vida, algunos breviarios que se me ocurrieron mientras viajaba en pos de autores, de sus premios y de sus castigos, de sus egos, bregando siempre, detrás de ellos, a favor de sus múltiples corrientes, pues el autor necesita que tú vayas en su corriente para no ahogarse solo, si es que se ahoga, o para que celebres su éxito, si sale a flote. Escribí libros breves; había una mano, como la mano de la que hablaba Juan Carlos Onetti, la mano que avisa; esa mano que me golpeaba cada vez que abordaba un libro grande. Eh, tú, que ése no es tu oficio ahora, ahora te debes ocupar del oficio de los otros.
En ese tiempo fui, pues, como un sonámbulo editorial, y fui también, me parece, como aquel niño de pelo verde que protagonizaba una película yugoslava (de la antigua Yugoslavia) que se titulaba Viva la República: el chico estaba en todas partes, no había suceso en el que no participara, mirando, mirando, siempre allí con su pelo verde.
En esos tiempos en que fui editor, siempre en Alfaguara, multipliqué mi actividad por mil, viví un periodo de ansiedad y de trabajo como nunca antes en mi vida, y seguramente fue porque huía de algo, quizá de un mal recuerdo, de la claridad del día, de la frustración de dejar el periodismo, que fue, desde chico, mi alimento y mi pasión..., en todo caso corría, siempre corría, de noche y de día; hasta que acababan el día y la noche ahí estaba mi sombra persiguiendo a mi sombra. Fui el chico del pelo verde, y, como me decían Manuel Vicent y Arturo Pérez-Reverte, el editor de los platos chinos, siempre manejando en lo alto la obra o los nombres de mis autores, como el chino de los platos en la feria, haciéndolos girar incesantemente... Vicent dice que los platos más altos eran los de Pérez-Reverte y los de Vargas Llosa. No es verdad: el suyo también estaba en lo máximo de la cucaña. Pero él quería más, todos queremos más...
Fueron años muy intensos que me ayudaron a conocer más de cerca la vida de los otros, siendo esta vida la de creadores muy conspicuos que se exigían a sí mismos pureza literaria, la ambición justa o injusta que anida en todos los seres humanos pero que en ellos se manifiesta a flor de piel... Gente común con una enorme inseguridad que el editor está obligado a mitigar.
Como periodista había conocido a muchos de ellos, viejos y jóvenes, y aquéllos se fueron yendo, o envejeciendo más, y éstos fueron envejeciendo convenientemente, o no tanto, adquiriendo las manías de los mayores y siendo ellos mismos personas mayores, y por tanto más distantes, menos frecuentes en el trato, también porque en un momento determinado dejé el oficio, regresé al periodismo, y ya vi, otra vez, las cosas de distinta manera, y a los escritores a los que agasajé los vi en otros lugares o en sitiales distintos, y seguramente ellos ya me vieron a mí, o quizá no, como parte prescindible de la propia memoria.
Le pregunté a Jaime Salinas, el editor que hizo de la Alfaguara que habían fundado los Cela Trulock en 1964 la mejor Alfaguara de todos los tiempos, algunos años después de su jubilación como editor, hasta cuándo un escritor quiere a su editor. Y Salinas me respondió en una línea: «Hasta que ya no es su editor».

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